MEMORIAS

MEMORIAS en Tinta Indeleble abre su ventana para desafiar al olvido, esa planta que crece invasiva sobre el tronco de la historia, ocultando raíces y tumbando viches los frutos necesarios para las transformaciones. 
Es mi intento por reivindicar a esa parte de la humanidad que justifica su existir y trasciende su simple ser mortal, resucitando en cada lucha por otro mundo posible.


Desplazados por la violencia en Colombia
El drama de una familia refugiada en Libertador

Publicado en el Diario El Medio del Pueblo
Valencia, 21 de enero de 2008

Aminta Beleño Gómez
Fotos: Víctor Hernández


La tarde en que vinieron a buscarla para decirle que en la biblioteca habían matado a dos muchachos quedó estampada por siempre en los recuerdos de Arnolia Vallecilla, pues, tal como el corazón se lo indicó, uno de los asesinados era su querido hijo Jaime.
Los momentos que siguieron parecen no haber existido, pues, la imagen que viene a continuación en su mente es la de Jaime, tendido boca arriba con los brazos abiertos, rodeado de sangre. La sensación que percibió fue de lejanía y extrañeza: aquel cuerpo inerte no tenía nada que ver con el hijo que acababa de perder.
Allí se irguió la tragedia que envolvía al desamparo, porque le habían arrebato al único que garantizaba su subsistencia y la de los cinco nietos que estaban bajo su cuidado, quienes ahora comenzarían a recorrer el camino de la orfandad.
Rafaela, la viuda de Jaime, no soportó la desaparición del esposo, entregándose al delirio para sucumbir en la embriaguez, hasta que la muerte le ofreció su descanso eterno y ella aceptó, convencida de volverse a encontrar con su amor.
Sin recursos de ningún tipo, con la obligación a cuestas de velar por los huérfanos, Arnolia caminaba de un lado a otro las calles polvorientas del barrio donde vivía en el Puerto de Buenaventura, tratando de encontrar alguna solución al hambre que los devoraba. Por las tardes bebía café regalado por las vecinas, para mantenerse despierta durante la noche, por si acaso los sicarios que habían disparado contra su hijo venían por ellos también, y no los mataran dormidos, como era previsible en el espiral de violencia que envuelve a Colombia.

La súplica y un respiro de noventa días

“¡Dios mío, yo confío en ti, ayúdame, ayúdame!”, suplicó hincada de rodillas en la tierra, una tarde en medio de su angustia, esta humilde mujer que a sus 67 años no podía comprender el por qué de tanto sufrimiento. Había soportado antes del acribillamiento de Jaime el dolor de las 18 puñaladas que sacaron del planeta a Carlos, el hijo mayor que osó enamorarse de una mujer casada. Pero, ahora la congoja punzaba más.
Una semana después de la súplica a Arnolia se le aparecieron unos señores bien vestidos que ofrecieron vincularla en el programa para desplazados por la violencia. Desde esa institución del Estado colombiano le entregaron comida por tres meses, y le ofrecieron internar a tres de los infantes en un orfanatorio de Cali, hecho que, aunque rompió su corazón, no pudo negarse a aceptar; pues, lo otro era sentarse a ver cómo los huesos les asomaban a la piel y el alma se les ausentaba del cuerpo hasta el desvanecimiento mortal.
Los 90 días que siguieron, Arnolia y los dos nietos que se quedaron, volvieron a recordar que existían diversos sabores y que en el día se comía tres veces. Ella recuerda que la comida era abundante “yo le daba a todas las vecinas”. Esta evocación se asoma a sus ojos con lágrimas, porque cuando el tiempo establecido para la ayuda gubernamental terminó “ya no teníamos derecho a nada y los demás compraban para ellos y a nosotros nada…”.

El regreso de la agonía y la aparición de una esperanza

La agonía reinició su ciclo dejando a esta anciana de piel caoba brillante y cabellos apretados encanecidos la oración como único recurso para resistir. Los días se hacían interminables, los domingos eran iguales a los lunes y el sábado, a veces, no aparecía.
Una tarde de tantas, cuando el reloj decía que eran las cinco y el estómago les pedía auxilio, la solidaridad dio señales de vida. “Me acuerdo tanto que una señora se dio cuenta que no habíamos cocinado y como el esposo le tenía guardado el almuerzo, ella lo compartió con nosotros. Después me trajo un plátano y una panela para que los licuara y con eso comimos y nos acostamos”, comenta Arnolia mirando lejos.
Una luz brilló en el horizonte cuando desde Venezuela, el único hijo que le quedaba vivo, bautizado como Wilmer, quien se había marchado esperando encontrar más allá de las fronteras una vida feliz, apareció en Buenaventura con la intención de llevársela a la tierra de Bolívar.
No había mucho que empacar, Arnolia acompañó a sus dos nietos hasta Cali para que despidieran a los hermanos en el auspicio. Al crecer las distancias, la separación adquirió inevitablemente la tonalidad de interminable. La promesa de regresar a buscarlos se afirmó en el alma de la triste abuela.

La travesía fue lenta y larga, cruzaron el corazón de Colombia sin mirar atrás para olvidar la tragedia. La frontera los recibió con la brisa cálida que identifica a Cúcuta, pero, ellos no la sintieron, estaban inmunizados contra todo lo que pudiera generar nostalgia. La mira estaba puesta en una ciudad que se llamaba Valencia, donde había trabajo y gente amistosa, según les dijo Wilmer para convencerlos de acompañarlo.
El sello de indocumentados que llevaban pegado a sus frentes, les sirvió para darse cuenta qué tan grande fue el sueño de la Patria Grande, pues, por no tener unos papeles firmados tuvieron que entregar parte de lo poco que llevaban en los bolsillos, so pena de sufrir la humillación que implica una deportación.

Mal pero mejor

Seis meses han transcurrido desde entonces, y aunque lejos quedaron los temores por los disparos contratados, el sufrimiento no ha parado. Wilmer se quedó solo a cargo de sus tres hijos, porque la esposa encontró en otro hombre un nuevo amor y se marchó. Arnolia cuida nuevamente a cinco nietos, pero, entre pecho y espalda están clavados, como una espina, los tres que dejó en Cali. El desvencijado hogar que han construido, gracias a la ocupación de unos terrenos ociosos en el municipio Libertador, cuenta por si sólo lo difícil que resulta a un sólo hombre producir alimento para siete estómagos.
Los niños corretean descalzos todo el día por el vecindario a falta de escuela, negada por el estigma de colombianos ilegales. Ninguna de las Misiones se ha enterado que existen, y las únicas ayudas que reciben provienen de venezolanos que se apiadan y desprenden de sus escasas pertenencias para completarles el almuerzo en ocasiones.
Pero, a pesar de todo, “aquí uno se siente mejor, más tranquilo”, afirma Wilmer al comparar lo que tenían con lo que tienen. Arnolia sueña con tener una casita donde las paredes no sean de lata, la sala tenga luz y los pisos puedan trapearse. “No importa que yo me coma una agua̕panela o un plátano sancochado, pero, si yo tengo una casa mía, eso me va a dar alegría y muchos años más”, alega la anciana con su golpeado acento del pacífico colombiano.
Mas, todo lo que se pueda decir es poco, ante la impotencia social que embarga a quienes atestiguan día tras día la lucha de esta familia. No poder recurrir al pasado, querer superar el presente y dudar sobre el futuro son los paradigmas que los encadenan, ante lo cual no existe sino la esperanza como salida.

Una esperanza que aparece con los dedos cruzados rezando porque algún día la Paz se respire en Colombia y la integración de los países hermanos empuje la Justicia Social.




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El siguiente texto surgió de una gran impresión, vivida por casualidad, en un hermoso pueblo de los andes venezolanos, en ese cruce de líneas imaginarias que demarcan al estado Trujillo, y en él a un poblado llamado Escuque. 
Para ustedes:
Un domingo de leyenda


  






Apenas asomaron las calles eternas de Escuque, donde casi todos parecían ausentes, los recuerdos ajenos cobraron vida y la utopía del siglo pasado reclamó su vigencia. El Comandante Arauca se erigió en leyenda y las huestes que cargaron morrales en la espalda, fusiles al pecho y alturas en los pies, contaron sus ilusiones, vivas aún. De pronto, una voz de muchacho atravesó el momento, y volvió la historia.

-¿Van al velorio del Flaco Prada?- Dijo un chico desde una esquina inmensa, de tiempo colonial.

- Es allá- contestó, sin que nadie preguntara.

No era necesario. Allá estaban todos los ausentes del pueblo. En el velorio, el velorio, sí. Al Comandante Arauca, al Flaco Prada, lo estaban velando. También a él, incluso a él, tenían que velarlo alguna vez. Y era esta vez: una noche mística. No había considerables lágrimas, mas sobraban palabras, consignas, agudos de guitarra, cantos, abrazos y reencuentros.

Todos, los ausentes de las calles, los presentes con Arauca, se acercaban a su última tribuna, lo miraban, lo saludaban, le sonreían, le hablaban. Luego, se reunían en pequeños grupos que crecían y menguaban. Y, aunque la despreciable Parca pernoctaba allí, erguida, divina, nadie le echaba una mirada. Ni siquiera el típico jinete que apareció, mágicamente, sobre un inmenso caballo marrón brillante, y se apeó de un brinco pasando a tumbos entre los concurrentes hasta llegar al estrado de Prada, fue capaz de admirarla. Ni siquiera él, que venía alumbrado en licor, pudo notar a la inevitable. Allí reinaba Arauca, en tiempo presente.

Y así, se fundió la solemne noche con el sumiso amanecer, y nació un domingo.  El Flaco Prada, envuelto en las banderas de su época, salió caminando sobre los hombros de muchos que exhibían surcos en los rostros y albinos pelambres. Las calles se fueron quedando desiertas, tras el paso de aquel cortejo al que, también, escoltaban semblantes lozanos y cabellos coloridos.

La caminata llegó hasta el centro del pueblo y se paró en la plaza mayor bajo la mirada firme que ofrecía la efigie de El Libertador. Y, de nuevo, los ausentes de las calles de Escuque y otros muchos más, ausentes de sus propios pueblos, se acercaron, saludaron, hablaron, discursaron, cantaron, juraron y ratificaron. Hasta una peluda perezosa cortó su necesario sueño, abandonó su cuna entre los frondosos árboles del lugar, se descubrió y colgó, en dos de sus cuatro patas, a matizar el momento.

La leyenda, la ilusión y la utopía se tornaron imperiosas cuando el Comandante Arauca volvió a caminar sobre hombros que lo llevaron a la iglesia. Sí, lo llevaron a la iglesia y, en ese instante, muchos de los rostros surcados con albinas pelambres se mudaron a un costado de la plaza, donde dos voces y sus tristes guitarras cantaban para el Flaco melodías de su tiempo mozo:

…por el atardecer me iré de aquí, me iré sin ti… te juro corazón que no es falta de amor, pero es mejor así…la barca en que me iré, lleva una cruz de olvido, lleva una cruz de amor….

Pero, de la iglesia salió el Comandante Arauca, investido por el aroma a eternidad,  que la señorial banda de Escuque refrendó al son de himnos oportunos. La caminata se reanudó y atravesó una callecita angosta que advertía el fin del acompañamiento. Entonces, tanto los rostros surcados, como los semblantes lozanos, apuraron sus voces y empeñaron sus emociones. Adelante, en medio y al final, un canto cedía el paso a una consigna, y esta a un canto, y así, y así, sólo se oía: 

Soy comunista… y comunista he de morir…, la línea justa es luchar hasta vencer…, los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos…

Ya, frente a una fría bóveda, ubicada al centro y a los lados de muchas bóvedas semejantes, decrépitas, derruidas, los cantos siguieron, las palabras encumbraron, los discursos se agitaron, aparecieron rosas y también lágrimas. Hasta que el Comandante Arauca, el Flaco Prada, dejó de verse. 

Entonces, las nubes asomaron y con su toque húmedo desalojaron a quienes pretendían seguir ahí, cuando había llegado la hora de irse. Alguien sacó su voz ronca y desgarró hasta la lluvia con la consigna que se quedó en Escuque, ese domingo, junto a su leyenda: “Hasta la victoria siempre…viviremos y venceremos”.












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