FICCIÓN BREVE


ESTE ESPACIO ESTÁ DEDICADO A HISTORIAS BREVES, CUENTOS, SALIDOS DEL IMAGINARIO NACIDO EN LA INFANCIA, TRAS NOCHES OSCURAS, CARGADAS DE ESTRELLAS, ANIMADAS CON LAS VOCES DE MI MADRE Y PADRE, QUE BIEN SABÍAN NARRAR SU IDIOSINCRASIA DE LEYENDA, ESCRITA EN LAS TIERRAS QUE CIRCUNDAN AL MAGDALENA Y TERMINAN ABRAZANDO LOS SANTANDERES. UN HOMENAJE A ESOS TIEMPOS QUE NOS REGALARON, CUANDO LA FAMILIA ERA MÁS QUE LAZOS DE SANGRE Y APELLIDOS COMUNES. 

¡PARA USTEDES: FICCIÓN BREVE!




LA MARIPOSA



La puerta se abrió y allí estaba ella, sentada en un taburete, forrada hasta los pies con un camisón claro. El cabello desgreñado le caía sobre el rostro, pero no alcanzaba a cubrir sus grandes ojos negros, perdidos en la nada, en un tiempo y lugar que nadie podía imaginar.

Llevaba en aquel sitio lo necesario para haber sido dejada en manos del olvido. Sin embargo, éste no podía encargarse de ella.  El recuerdo la había hecho suya, obligando una y otra vez a Don Luis Celli, a volver en su búsqueda. Pero, una vez la encontraba, allí sentada, allí perdida, un reproche rabioso salía de sus labios, tras el cual daba la espalda y se marchaba con paso apresurado, sin siquiera despedirse de las monjas que, día a día, cuidaban a Emma, esperando un milagro que no terminaba de llegar.

Al regresar a su casa le esperaba la mesa servida de manera exquisita y una copa de vino tinto en manos de Palmis, su única hija, le daba la bienvenida.

Él sabía que aquello no era más que un intento por consolarlo y hacerle creer que ignoraban que acababa de probar, nuevamente, el trago de su amargura: haber visto a Emma, una vez más, sumida en la oscuridad.

Emma, la mujer que le había hecho perder la cabeza en su edad madura teniendo, apenas, los mismos años de Palmis; por quien había abandonado la viudez sin sentimiento de culpa, antes de terminar el luto debido; una mujer que despertaba admiración por su elegante presencia y refinados modales; alguien a quien no se podía imaginar arrinconada en el pasado, estaba hoy perdida en las tinieblas de su propio pensamiento.
                                              
-¡Si no hubiera pisado jamás este pueblo…!- se recriminaba, tratando de expiar la culpa que no tenía.

-¡Si Palmis no se hubiese enamorado de Emiliano!- continuaba la reprensión, aludiendo también al yerno, a quien veía con resentimiento porque, aunque era como él, ajeno a toda culpa, había obrado como la chispa que enciende una llama y desata un sañudo incendio.


                                                   CONTINUARÁ...

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Emiliano era el hijo mayor de los Amariz Maya y Mendoza, una de las familias de mayor prestancia en la inmensa Magdalena. Desde el día que vio a Palmis por primera vez, una mañana de domingo, entrando a la iglesia envuelta en un largo traje negro, se obsesionó con ella. 

Empecinado en acercársele, se convirtió en un beato que casi no salía del templo. Comenzó a recibir el sacramento de la eucaristía como lo hacían los más devotos, inventando pecados para pasar por el confesionario, lugar donde siempre encontraba a Palmis. No necesitó mucho tiempo para lograr su amistad y conquistar su corazón. 

Ella era una muchacha solitaria, quien pocos meses antes había llegado a Mompox con Don Luis y su madrastra Emma, buscando dejar atrás la tristeza por la muerte de su madre. Veneraba su recuerdo. Se había aferrado aún más a él, cuando su padre volvió a casarse. Soñaba con ella todas las noches y la imaginaba cuando necesitaba hablar con alguien.  No quería borrarla de su corazón como sentía que lo había hecho Don Luis. Su estricto luto, que se había propuesto guardar, mientras tuviese que compartir la vida con Emma, era un constante reproche contra él.

Emiliano llegó como caído del cielo para darle la compañía y consuelo que no tenía. La añoranza, su único refugio, hasta entonces, cedió paso al amor. Aquel romance, sin embargo, permaneció en secreto por algún tiempo. Palmis no quería arriesgarse a tener disgustos con su padre, de quien vivía distanciada desde que Emma entró en su casa y ocupó el lugar de su progenitora.

Don Luis, enceguecido por la pasión que le despertaba su joven esposa, sólo veía por sus grandes ojos negros. No había nada que Emma quisiese que él le negase. Se hacía acompañar por ella a todas partes y antes de cerrar cualquier negocio, lo sometía a su consideración.

Palmis guardaba silencio, pero su reconcomio era profundo. No recordaba haber visto a Don Luis tratar con tantas consideraciones a su madre. Ella casi siempre estaba sola en casa, mientras él se ocupaba de los asuntos económicos. Las veces que solía verlos juntos era cuando cenaban, en las pocas ocasiones que Don Luis no andaba de viaje. Los gestos de amor entre la pareja no pasaban de las atenciones que la difunta profesaba a su marido, como servirle un tinto, mientras leía en la sala de la casa; traerle su pipa, quitarle los zapatos y colocarle las pantuflas, cuando regresaba, entrada la noche. Palmis, entonces, creía que aquello era lo normal en el matrimonio. 

Pero, con Emma todo fue distinto. Su padre salía a caminar con ella, colocándole el brazo para que se apoyara en él. En casa, la besaba en los labios antes de salir, y la sala siempre estaba llena de rosas rojas que, aún sin marchitar, eran cambiadas por nuevos ramos que Don Luis traía cada vez que lo creía necesario.

Palmis no soportaba la presencia de su madrastra. Permanecía la mayor parte del día encerrada en su habitación leyendo textos que, a veces, carecían de sentido. Se enterraba en ellos hasta terminarlos. Luego iba en busca de otro cualquiera, de los tantos que atesoraba la biblioteca de su padre. Cuando llegaba la hora de comer, prefería hacerlo en la cocina con las sirvientas, que, en el comedor, con su familia.

Emma, por su parte, no le daba importancia a ese comportamiento. Palmis se le antojaba un ser fútil. No representaba ningún peligro para ella. Tenía plena conciencia del embelesamiento que Don Luis sentía hacia sí.



Sin embargo, la casualidad, que en ocasiones envuelve al destino, llevó a Don Luis Celli a establecer negocios con Don Ulpiano Amariz Maya y Mendoza, padre de Emiliano, hecho que le dio la oportunidad al joven de conocer a la familia de su novia.


Don Luis le causó una buena impresión desde el principio, pese a saber del resquemor que había ocasionado en Palmis. Con Emma fue diferente. La imagen de frivolidad que tenía de ella se combinó extrañamente con la sutileza de su trato, la despampanante figura que asomaba tras la ropa ceñida que usaba y la firmeza de su mirada encerrada en los inmensos ojos negros que ocupaban gran parte de su rostro. Quedó impresionado con aquella mujer que, a pesar de poseer el atributo del refinamiento, en ningún momento asomaba la más leve debilidad, característica de todas las féminas que conocía, y que en Palmis era casi toda ella.


Inconscientemente, eximió a su futuro suegro de todas las faltas que Palmis le achacaba. Si había que asignarle a alguien la culpa del colapso sentimental que Don Luis padecía, en su tránsito a la vejez, no era precisamente a él, sino a Emma.

El padre de Palmis, por su parte, encontró en aquella familia la sociedad ideal que le permitiría dominar la ganadería y el comercio en la región. Emiliano demostraba, en sus palabras, ser un buen administrador, y Don Ulpiano respiraba honestidad. Concentrado en finiquitar los detalles de aquel acuerdo, no pudo notar las miradas que Palmis le regalaba a Emiliano, la contemplación que éste furtivamente dirigía hacia Emma, ni la extraña atracción que logró despertar en su esposa aquel joven de piel porcelana, rostro perfilado, ojos saltones y labios abultados.

Esa noche, Emma durmió sobresaltada por una emoción desconocida. La imagen de Emiliano le llegaba de pronto, haciéndola despertar. Supo, desde aquel momento, que la pasión existía y no era, precisamente, lo que sentía por su marido. Don Luis era para ella el esposo ideal, quien le ofrecía todo lo que un matrimonio exigía: ascendencia, estabilidad, respeto. Al menos, eso había sido lo que su padre, un agudo comerciante de origen turco, de quien sólo se conocía el apellido: “Fraigga”, y la gran fortuna que atesoraba, le había inculcado. Esa alteración del ánimo que Emiliano le produjo, de la que algunas veces escuchó comentar en voz baja a sus compañeras de colegio, jamás la había experimentado con Don Luis.

En medio de la noche, trató de juzgarse culpable por lo que sentía, pero entre más se lo imponía su juicio moral, más lo degustaba su libido acabado de nacer que, maliciosamente, le recordaba con exactitud el perfilado rostro, los saltones ojos, los labios abultados y la piel porcelana de Emiliano.

En adelante, comenzó a encontrar interesantes las largas reuniones que debía soportar para complacer a su esposo. Se vestía para ellas con los mejores trajes y, si los Amariz Maya y Mendoza venían a casa, ordenaba preparar platos especiales. Cuando sus grandes ojos negros se encontraban con las imprevistas miradas que Emiliano le destinaba, su respiración se agitaba, sus labios se resecaban, sus pezones se levantaban, su centro de gravedad palpitaba de una forma tal que se veía obligada a apretujar las piernas para disimular, a fuerza, lo que deseaba gritar.

Empezó a transitar el camino de la fantasía. El amor con Don Luis, considerado por ella como una de sus obligaciones, a pesar de que en algunas ocasiones lograba convulsionar sus entrañas, empezó a tener importancia. Encontraba a Emiliano en el cuerpo de su marido. Entonces, aquellos espasmos inexplicables que, excepcionalmente, se apoderaban de su vientre, arrancando sollozos reprimidos por el pudor, empezaron a tener sentido. Ya no se aparecían. Ella los encontraba y, cada vez, tenían mayor intensidad.

Sin embargo, la noche en que Emiliano solicitó visitar, formalmente, como prometido a Palmis, se sintió precipitada al vacio. Descubrir que su hijastra, era novia del único hombre que la había hecho alucinar, colmó su pensamiento de inquietud y su pecho de angustia. 

A su alrededor, todo le era irreal: su esposo levantó una copa de vino para brindar por aquel romance, tan conveniente. Ella deseó felicidad al futuro matrimonio. Las miradas escapadas de Emiliano sólo existían para Palmis, y no había disimulo en ellas. Él la amaba, Palmis reía feliz y ella no existía.

En la oscuridad de su habitación, quiso llorar, pero no pudo. Nunca lo había hecho. Todo cuanto quiso, siempre lo tuvo. Nunca nada le había sido ajeno. Emiliano lo era. Estaba casada. Su hijastra lo estaría muy pronto con él. Ella sólo lo tendría en el cuerpo de Don Luis. Y Don Luis esa noche la buscó como siempre, pero alucinado. La futura boda de su hija le había recordado la suya con Emma. La única que parecía haber tenido. La virginidad que le arrancó sin contemplación lo había consagrado como hombre. La tomó para sí, una vez más. Su consagración tenía que ser ratificada. Emma no le negó nada. Se entregó a su delirio. 

Ambos deliraron. Ella por Emiliano. Él por aquel trofeo que podía ganar cada vez que se le antojara.

No obstante, como todo lo pensado tiene un nexo seguro con la realidad, la telaraña invisible que enlaza al mundo permitió que un momento se presentara para que la ilusión de Emma transgrediera sus fronteras y entrara al terreno de lo verídico, consintiéndole consumar el adulterio, tantas noches soñado.

CONTINUARÁ...


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Una tarde lluviosa, Emiliano se apareció sin previo aviso en la casa de los Celli. Necesitaba informarle a Don Luis del naufragio que había sufrido un barco, donde viajaba un importante lote de mercancías que negociarían en conjunto. 

Únicamente, se encontraba en casa Emma. Sólo bastaron pocos minutos de conversación para que los grandes ojos negros de ella se clavaran en la incauta mirada de aquel joven, y lo hicieran olvidar del barco, del naufragio, de las mercancías hundidas, de su novia y de todo lo que, hasta ese momento, había formado su vida.

Sin decirse una palabra, terminaron desnudos y extraviados en uno de los cuartos de la casa. Emma olvidó sus conocidas decencias. Hizo para sí cada fragmento de piel del único hombre que, conscientemente, le producía orgasmos. Gimió, gritó y al fin lloró. 

Emiliano conoció la locura. Descubrió la verdadera lujuria. Hasta entonces, sólo había eyaculado. Todo su sexo anterior había sido un desperdicio. Expulsó de sus memorias las sábanas mojadas en soledad, la inmensa vulva de la équida que lo desvirgó  y las putas del burdel, en las afueras del pueblo.

No se dijeron nada. No hizo falta. Sus miradas confesaron el deseo que ambos se guardaban desde siempre. No hubo promesas. No hubo acuerdos. No hubo justificaciones. El silencio que los envolvió, desde que sus labios se enlazaron sin anticipo en la sala de recibo, cuando Emiliano hablaba de las mercancías hundidas, sólo cedió espacio a los sollozos, jadeos y agonías del placer que, de manera cómplice, una de las tantas habitaciones vacías de la casa condenó en sus paredes.

Esa noche, mientras fingía dormir, al lado de su esposo, Emma soñó despierta miles de nuevos encuentros, sin el menor dejo de culpa. Había experimentado, al fin, la entrega plena. Por seguirla viviendo, sería capaz de retar al destino jurado en la iglesia.

Emiliano, en cambio, conoció el estrecho camino del remordimiento. El rostro ingenuo de Palmis se le dibujaba en el techo, en las paredes, en la almohada. Y los inmensos ojos negros de Emma se sobreponían y lo desfiguraban. Los recuerdos de la demencia vivida esa tarde lo asaltaban. Ardía en sus labios. Se amamantaba en sus pechos. Cabalgaba en su espalda. Se asfixiaba en sus caderas. Resucitaba en sus piernas. Moría y renacía en sus ojos.  No podía encontrar la razón que lo condujo a terminar revolcado entre sábanas y suelo con la madrastra de su prometida. Sólo recordaba un furor inesperado e incontrolable que no se perdonaba.

Con todo y eso, se extravió rápidamente del sendero de la culpa para terminar recorriendo los amplios terrenos de lo prohibido. Años después, en su solitaria vejez, no podría recordar cuántas veces ardió en sus labios, se amamantó en sus pechos, cabalgó en su espalda, se asfixió en sus caderas, resucitó en sus piernas, murió y renació en sus grandes ojos. Esos momentos llegarían a él difusos, sin color, mudos. Sólo el furor inesperado e incontrolable que lo envolvió aquella tarde, y lo aprisionó en los encuentros secretos que tuvo con Emma, se conservaría intacto en su memoria. Tan intacto, como el momento en que ese deseo se quebró.

Fue una mañana de domingo, mientras cabalgaba por las calles silenciosas de Mompox, de regreso a su casa, luego de haber pasado varios días fuera, renegociando la entrega de las mercancías hundidas.

Al pasar por la plaza, vio a Palmis entrando a la iglesia, envuelta en un largo traje negro, como la primera vez. Se halló en una escena repetida. Preso del otro momento, detuvo su cabalgadura, se apeó del caballo y entró corriendo al templo, detrás de ella. La alcanzó, antes de que se postrara en el confesionario, y se la llevó del lugar. Montaron juntos hasta cansarse. En uno de los tantos parajes solitarios de la hermosa Magdalena, descendieron, se abrazaron y besaron, hasta que Palmis recordó que debía guardar su virginidad, pero ya Emiliano había grabado su pequeño cuerpo en las manos.

Desde ese domingo, olvidó por completo a Emma. Miraba sus manos para recorrer de nuevo las diminutas formas de Palmis, las imaginaba sin el gran traje negro que la envolvía, podía jurar que su piel escondida era rosa. Quería tenerla. 

Volvió a visitar a Palmis, todas las noches, como lo hacía antes de aquella tarde lluviosa en que llegó la noticia de las mercancías naufragadas. Cuando Emma lo veía, sentado en la sala de recibo, entregando sus miradas, palabras y risas a Palmis, se hinchaba de calor en el pecho. Sentía una llama que acosaba por atravesarle la garganta.

En ese mismo lugar había empezado su delirio, allí lo vio la primera vez, allí comenzaron los besos, de allí salieron corriendo a entregarse en la primera habitación vacía que encontraron, y allí estaba ahora él, todas las noches, enamorando a Palmis.

Lo advertía feliz con su novia, y los grandes salones vacíos de la hacienda Santa Helena, propiedad de Don Luis en las afueras del pueblo, donde sólo habitaban unas cuantas bestias, sitio al que solía citarlo para curar su locura, se le dibujaban con sus cuerpos desnudos convulsionantes. También, se veía allí, sola, caminando de un lado a otro; asomándose, una y otra vez, a la llanura con la esperanza de verlo llegar, galopando, a entregársele; para terminar marchándose, descompuesta, haciéndose miles de ideas y dándose millones de razones que justificaban el desplante.

Entonces, entendía que esa llamarada acosando a su garganta no era más que una certeza: la había olvidado.

Tal desprecio, frente a la dedicación que ofrecía a Palmis no tenía explicación. Ella era una mujer a la que muchos hombres miraban con deseo, por la que Don Luis perdía el juicio con tan solo tocarla. Había hecho desvariar a Emiliano, él saltaba de su caballo, aún andando, para arrojársele encima, sin siquiera terminar de quitarse la ropa, cuando se veían en Santa Helena. Palmis no podía despertarle nada parecido. Era una mujer insignificante. Aquellos rasgos tímidos, ese cabello siempre recogido con humildad, aquella pequeña silueta delgada y frágil, no tenían nada que ver con sus grandes ojos negros, con su larga y bien peinada cabellera, con su figura de grandes curvas, y… sin embargo, él la había olvidado… tal como la había amado: sin una palabra, sin un acuerdo, sin una promesa, sin una justificación.

No resistió por mucho tiempo. El calor que hinchaba su pecho, cuando lo veía con Palmis en la sala de recibo, hizo añicos su orgullo. Comenzó a echar mano de cualquier pretexto para aparecerse en medio de los dos y revolotear, de un lado a otro, hasta marcharse, segura de haber sembrado inquietud en el corazón de Emiliano.

Él se turbaba cuando la veía. Las manos se le helaban y las palabras se le atragantaban cada vez que sus grandes ojos negros le miraban fijamente, como antorcha encendida. La mujer que lo había hecho feliz, en incontables encuentros, había desaparecido. Ahora, en su mismo cuerpo, otra lo atemorizaba.

A Palmis le fue imposible permanecer indiferente frente a los revoloteos de su madrastra. Su intuición le llevó a sospechar que alguna mala intención se escondía, tras aquellas apariciones. Emiliano se percató de la desconfianza de Palmis y comenzó a dilatar sus visitas. Citaba a su novia en la iglesia y se la llevaba a cabalgar. Pero, los deseos de confirmar que la piel de Palmis, oculta bajo el traje negro, era rosada, asustaron a la joven cuando una tarde se descubrió tirada en un matorral, con una de las calientes manos de Emiliano entre sus piernas. Desde allí, le impuso visitarla, sólo así podría verla.

Entonces, Emma volvió a contemplarlo conversando y riendo con su hijastra. Y volvió a hinchársele de calor el pecho. Y volvió a encontrar pretextos para aparecerse entre los dos y revolotear, de un lado a otro, con su mirada de antorcha encendida, apuntando a los ojos de Emiliano para, luego, marcharse dejándolo silente,  y a Palmis con una punzada atravesada en la espalda.

Una de esas noches, cuando Emma se extendía de un lado a otro de la sala, tratando de encontrar los ojos asustados de Emiliano, Palmis no pudo seguir disimulando su molestia. Se levantó bruscamente del sillón y, sin mediar palabra, abandonó el lugar. A Emma aquella actitud le apagó la llama que llevaba en el pecho. Era la oportunidad que necesitaba para volver a encontrarse a solas con Emiliano. Se sentó en el sillón que Palmis había abandonado y clavó sus brillantes ojos negros en los del joven, quien la contemplaba impávido. 

El silencio reinó por unos segundos. Emiliano no enloqueció, no asaltó sus labios, no brincó sobre su cuerpo, como ella esperaba. Esta vez habló. Con voz esforzada, la recriminó:


- ¡Usted no puede seguir comportándose así!-

Emma se mantuvo, sonrió ampliamente y le contestó:

- Así será por siempre, sino vuelves a mí…

- Yo no puedo hacer eso. Usted está casada. Yo me voy a casar con Palmis. Lo que pasó… fue un error… olvídelo. Yo ya lo hice. Para mí,  nunca sucedió...


Aquellas palabras secas de Emiliano, las únicas que le había profesado, directamente, en toda su historia, truncaron la amplia sonrisa que Emma mantenía, y sofocaron la antorcha que hacía brillar sus ojos.

Se levantó, le dio la espalda y caminó hacia la puerta. Cuando le faltaban unos cuantos pasos para salir de la sala, se viró y lo sentenció:

- ¡Terminarás dejándola!


CONTINUARÁ...


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Emiliano se quedó allí, como ausente, por un tiempo que no supo medir, hasta que la voz de Palmis lo hizo regresar. Pero, ya era tarde, porque todo el entusiasmo que le producía ver a su novia se había esfumado.
Se marchó, dejándola inconforme, tratando de encontrar la razón escondida, tras la importuna presencia de Emma.

Sin embargo, pasó algo aquella noche que nadie pudo advertir: la presencia de Don Luis en un pasillo contiguo, desde donde había escuchado las palabras que Emma y Emiliano se dijeron. Estaba allí buscando su pipa, olvidada en la sala de visitas.

Encerrado en su estudio, trató de convencerse de que todo era un error.  No podía creer que su esposa, a quien había profesado el único amor conocido, hubiese sido capaz de traicionarlo. Menos aún podía perdonarse tal afrenta a su honor por quien iba a convertirse en su yerno.
Recordó la muerte de su primera esposa y se imaginó a Emma en el ataúd. En ese momento. sintió que ella sólo merecía un frío féretro. Pero, la tristeza que conoció cuando la madre de Palmis murió, se le quedó pequeña. No podría vivir sin Emma.
Después de tragar a secas varios tragos de ron, se encaminó hacia su habitación, dispuesto a enfrentarla. No le iba a permitir seguir mintiendo, ella tenía que confesarlo, tenía que arrepentirse, tenía que suplicarle perdón. La encontró dormida. La volvió a imaginar en la urna. Entonces, supo que no sería capaz de mirar sus grandes ojos negros, sin amarla. No podía despreciarla, odiarla, ni apartarla de su lado. Recordó lo que algunos le dijeron cuando anunció su boda con ella:

- ¡Es demasiado joven!

Esa era la razón. No era desamor. Las edades se buscan. Aquello era, tal vez, una travesura, un capricho de la edad, al fin y al cabo Emma era aún una niña antojadiza, acostumbrada a ser complacida en todas sus tonterías. Y él la desposó olvidándose de ello, creyéndola mujer. Emiliano era un juguete más que quería quitarle a Palmis, quien perfectamente podía ser su hermana.             Y todas las hermanas se pelean por las cosas que tienen. Pensando así, se consoló.

-Después de todo, Emma es mi mujer, contra eso nada cabe, y Emiliano se casará con Palmis- se dijo.

Entonces, se abalanzó sobre la cama, bruscamente la despertó y afirmó su propiedad sobre ella. Emma respondió. Como siempre, lo dejó enloquecer en su cuerpo, aprovechando para fantasear, una vez más, con Emiliano.

Después de pasada la euforia, Don Luis se encontró con las palabras que se dijeron Emma y el novio de su hija. Se sintió burlado. La miró. Ella dormía, de nuevo. Se veía complacida. ¿Cómo era capaz, entonces, de traicionarlo? La imaginó desnuda con Emiliano y, luego, otra vez en un ataúd.

Se incorporó y no pudo resistir. Le asaltó el cuello con ambas manos y apretó. Ella abrió sus grandes ojos negros, los fijó en los suyos, su cuerpo comenzó a convulsionar, mientras su respiración agitada se convertía en silencio. No se movió más, pero su mirada siguió viva. Él quiso cerrarle los ojos, pero ellos permanecieron abiertos. Lo intentó una y otra vez, pero su mirada seguía viva.

-¡No más, no me mires!- gritó aterrado y… despertó. Ella seguía durmiendo  a su lado. Tranquila, respirando, viva.

Se sintió vil. Lloró, tanto como le hubiese gustado llorar cuando se quedó viudo, para que su hija no albergara rencor. Se arrancó la idea de cobrar su honor con aquella vida, que era casi la suya. Pensó en Emiliano. Era él quien debía pagar la ofensa, y la pagaría. Sería fácil cobrarla. Sabía dónde encontrarlo. Los parajes solitarios del Magdalena le servirían de cómplices.

Al día siguiente, se levantó, más temprano que de costumbre, y salió de la casa con un revolver escondido en el cinto. Estuvo cabalgando toda la mañana por los caminos donde Emiliano solía transitar, pero no lo encontró. Regresó a casa con la idea fija de continuar su búsqueda por la tarde, pero trayendo en sus manos un gran ramo de rosas rojas. Emma lo recibió con su amplia sonrisa de siempre, llevándose el gajo para el florero de su alcoba. Palmis observó con detalle aquel derroche amoroso de su padre y, una vez más, se ofendió. Se arregló y salió corriendo a la iglesia. Antes de entrar a la capilla, se encontró con Emiliano.

Él había pasado la noche en vela escuchando la voz de Emma que vociferaba:          

-¡Terminarás dejándola!

Estaba atemorizado. Presentía que algo podía alejarlo de Palmis. No quería perderla. Así que tomó una decisión: casarse con ella lo antes posible, y así se lo propuso:

- ¡No esperemos más, casémonos!

Aquello era lo que Palmis deseaba. Se le colgó del cuello y lo abrazó.                  La emoción borró el disgustó que traía y le impidió registrar la extraña prisa de Emiliano. Él no quiso esperar la noche para comunicárselo a Don Luis. Esa misma tarde, y antes de que su futuro suegro saliera de nuevo en su búsqueda para vengar el herido honor, Emiliano lo sorprendió solicitando permiso para casarse con Palmis el domingo siguiente.

Don Luis aceptó, dejando claro que eso no era lo correcto, porque las bodas apuradas despertaban comentarios.  La alegría que había leído en los ojos de su hija, arrancó de un tajo el sentimiento de honor ofendido y la necesidad de venganza. No podía romperle su corazón con otra muerte.

Además, esa petición de matrimonio indicaba que Emiliano no tenía interés en Emma, y eso, lo tranquilizó. Un morbo lo poseyó: ¿Qué mejor castigo para ella? Su infiel esposa no tenía otro destino que amarle por el resto de sus días, el amante la despreciaba, y prefería a su hijastra.

Así, el honor herido se agazapó y quedó confinado en un ámbito desconocido, para permitir a Don Luis seguir viviendo.

 CONTINUARÁ...


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La boda se realizó con toda la parafernalia propia del abolengo familiar. Palmis colgó para siempre sus largas ropas negras. Como último vestigio del luto, se vistió con el traje de boda que había usado su madre. Cuando Emiliano la vio, envuelta en blanco, se afirmó más en que su piel escondida era rosa, así que se la robó de la fiesta antes de la media noche, sin despedirse de los invitados. Y así como se despoja de los pétalos a una flor, Emiliano se permitió descubrir el color secreto de Palmis.

-Tal como lo imaginé, susurró, cuando el matrimonio se hubo consumado.

Ella no le comprendió. Pensaba en todo lo contrario. Esa noche todas las enseñanzas que su madre y las monjas del colegio le habían inculcado, fueron proscritas. Estaba completamente desnuda frente a los ojos de su esposo,y él había recorrido su cuerpo como ella nunca imaginó que pudiera hacerse. Tampoco había opuesto resistencia. Emiliano no le cedió espacio. Tan pronto estuvieron solos, le advirtió, firmemente: “Ya nada es prohibido”, y ella se sometió a su voluntad. Lo disfrutó, aún el dolor que unió sus cuerpos. Se sentía pecadora, pero feliz.

-Mañana tengo que confesarme- aseveró de pronto. Emiliano soltó una carcajada y la besó.

-Tranquila, Dios cierra la ventana cuando los esposos se quedan solos- le dijo, y continuó pervirtiéndola durante los días que duró la luna de miel. Para cuando regresaron a Mompox, ya Emiliano había convertido a su esposa en amante.

La pareja terminó viviendo en Santa Helena, por deseo de Don Luis, quien como regalo de bodas escrituró la solitaria hacienda a los recién casados. Cuando Emiliano entró en ella, tuvo la sensación de haber estado allí sólo en sueños, pues la restauración y el mobiliario que el padre de Palmis ordenó, le habían concedido otra vida. Todo lo que allí hubo vivido con Emma se le antojó borroso, blanco y negro, mudo. Ningún dejo de culpa resbaló por su conciencia. Él había hecho lo correcto: retomar el camino extraviado del amor.

Y la vida continuó para ambos. Emiliano siguió al frente de los negocios familiares, mientras Palmis atendía su nuevo hogar, al que bendecía cada mañana, pues la había liberado de la tristeza por la muerte de la madre, y de la insoportable presencia de Emma, a quien ahora muy poco veía, pues cuando Don Luis se presentaba en Santa Helena, lo hacía siempre solo.


 CONTINUARÁ...


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https://laslecturasdemrdavidmore.blogspot.com/2013/08/no-naci-mariposa.html

¡Todo iba tan bien! ¡Todo estaba como debía estar! Entonces… ¿Qué había pasado? ¿Cómo pudo Emma de la noche a la mañana convertirse en una sombra? Se preguntaba Don Luis, sin encontrar respuesta. 

Por más que buscaba no había una razón para ello. Lo único que llegaba a su mente era la imagen de una gran mariposa negra revoloteando en la oscuridad y el sonido de sus alas, estrellándose una y otra vez contra una puerta cerrada. Esa imagen, ese sonido, le daban vueltas en la cabeza cada vez que veía a Emma sentada en el taburete, forrada hasta los pies con el camisón claro, con todo el cabello desgreñado cubriéndole el rostro, en el que sólo podían verse sus grandes ojos negros, perdidos en la nada.

Aquella gran mariposa negra, que misteriosamente había aparecido unas noches después que el nuevo matrimonio se instaló en Santa Helena; aquella gran mariposa negra que había atormentado por muchas noches el sueño de Emiliano y Palmis, estrellándose una y otra vez contra la puerta cerrada de su alcoba; aquella gran mariposa negra se había marchado al mismo tiempo que la lucidez de Emma, era lo único que llegaba a la mente de Don Luis cada vez que visitaba a su esposa.  

La primera vez que la gran mariposa negra apareció, nadie la tomó en serio. Emiliano, quien aún se hallaba despierto, escuchó un sonido desconocido en la puerta de su alcoba. Se levantó, y al asomarse vio al animal salir volando por el corredor y desaparecer en la oscuridad. De allí en adelante, cada noche se repitió la historia. El sueño de Palmis y Emiliano era interrumpido por el sonido de las alas de aquella gran mariposa negra que se estrellaba contra la puerta de la alcoba, una y otra vez, hasta que Emiliano abría y el animal salía volando por el corredor.

Don Ulpiano, al enterarse de la curiosa situación, le aconsejó a su hijo cambiarse de habitación, pues era un hombre supersticioso y pensaba que aquella mariposa podía ser el alma en pena de algún ser que había habitado la casa, y que, quizás, había dormido en ese cuarto. 

Emiliano, algo escéptico, pero cansado de los trasnochos, le hizo caso. La pareja durmió plácidamente durante varias noches, hasta que nuevamente el sonido de las alas de la gran mariposa negra, estrellándose una y otra vez contra su puerta, volvió a sentirse, y nuevamente sólo bastó la presencia de Emiliano asomándose a la puerta para que ésta saliera volando a la huida. 

Al día siguiente, Palmis se encargó de revisar toda la casa. Esculcó, una a una, las diez habitaciones que tenía, y no quedó un solo rincón por donde no husmeara, pero nada encontró. La mariposa, concluyó, debía entrar en la noche por alguno de los inmensos ventanales que la casa tenía en sus cuatro costados, hacía las serranías que la rodeaban. 

Entonces, con ayuda de dos muchachas que trabajaban en las labores domésticas, cerró todas las ventanas y tapó con trapos los calados y cuanto espacio le pareció propicio para la entrada del insecto. Sin embargo, la mariposa volvía a estrellar sus alas contra la puerta de su alcoba, una y otra vez, una y otra noche, hasta que Emiliano se levantaba, abría la puerta y observaba su escapado vuelo hacia la oscuridad. Palmis y las dos sirvientas se cansaron de buscarla durante el día, hasta que desistieron. 

Entonces, la pareja empezó a sentir temor por aquel hecho. Sobre todo, cuando las muchachas avisaron, un día la una y al día siguiente la otra, que tenían urgencia por volver con sus familias, alegando ambas, excusas que nadie creyó. 

Don Ulpiano se aferró, más aún, a la idea del alma en pena, y convenció a su hijo de irse con su mujer a vivir con él, por un tiempo, mientras la casa se ponía en manos del cura, para que la bendijera o exorcizara. Así fue. Palmis y Emiliano empacaron sus pertenencias personales y salieron de la casa, no sin antes dejar abiertos los ventanales, espacios y calados, por donde podría salir la mariposa escondida en algún rincón oculto de la casa, según el juicio de Emiliano, quien no avalaba mucho las supersticiones de su padre. 

Pero, cuando una semana después, despertó en mitad de la noche en su antiguo cuarto, en la casa de su padre, escuchando el sonido de las alas de la gran mariposa negra, estrellándose contra la puerta, ya no supo en que creer. Emiliano, medio adormitado, creyendo estar en plena pesadilla, se levantó y abrió la puerta para convencerse, con el “Santa María Purísima” que Palmis exclamó, de que estaba despierto y que la mariposa estaba allí, despertándolos nuevamente.

Esa noche ya nadie pudo dormir más en la casa, pues Palmis asustada llamó a su suegro para contarle el suceso, y detrás de él, Doña Emilia, la madre de Emiliano, las seis hermanas y los tres hermanos Amariz Maya y Mendoza, se reunieron en la sala principal, para después de encomendarse a Dios con un rosario, por orden de Doña Emilia, tratar de revelar la razón del extraño hecho. Nadie pudo hacerlo, sólo Don Ulpiano tenía una explicación.

-Al principio creí que era un alma en pena, de alguien que habitó en la casa y que no quería ser molestado, porque Santa Helena, antes de que Don Luis la comprara, fue una hacienda abandonada por muchos años, vendida tantas veces y comprada siempre por cachacos que sólo venían en vacaciones. Casi nadie sabe nada de su historia. Pero… ya no creo que sea así, no es un alma en pena de la casa, claro que no…

-Entonces ¿Qué es? ¿Cómo puede ser que aparezcan mariposas frente a nuestro cuarto, todas las noches, donde quiera que vayamos?- Preguntó Palmis, sonándose los dedos y echándose la cruz.

-Debe tratarse de una sola- contestó Don Ulpiano.

-¿Una sola? ¡Ay, papá! ¿Ahora nos va a decir que tenemos un alma en pena tras nosotros? ¿Qué, la recogimos del hotel donde pasamos la luna de miel?- La ironía de Emiliano hizo reír a sus nueve hermanos, pero molestó a Don Ulpiano.

-Con estas cosas no se juega- afirmó en tono severo, dirigiendo una mirada de regaño a Emiliano y sus demás hijos, quienes inmediatamente cambiaron el semblante. Sabían leer en los ojos del padre desde un aplauso hasta una pela, y esta vez la lectura amenazaba a rejo.

- Y no, no creo que tengan un alma en pena detrás de ustedes, ni que viajó en sus maletas desde el hotel donde pasaron la luna de miel. No, esto es otra cosa. Esto parece un trabajo monta'o.

-¡Brujería, sí señor, eso creo yo! –Afirmó Doña Emilia, santiguándose y rompiendo sus normales silencios, pues era una mujer que no acostumbraba a conversar mucho.

-¡Sí, brujería y de la brava… Alguien está detrás de ustedes! confirmó Don Ulpiano.

Emiliano guardó silencio, mientras su padre, Palmis y Doña Emilia, continuaron conversando. De pronto una imagen invadió sus pensamientos. Era la imagen de Emma, revoloteando a su alrededor durante las noches que visitaba a Palmis, sus grandes ojos negros, aquella mirada de antorcha encendida y aquellas palabras, las únicas que se dijeron, las que tanto le habían asustado, las que lo habían arrojado a la boda sin preparativos.           
No podía ser alguien más, sino ella. Sintió que debía contarle a Palmis toda la verdad sobre su madrastra, de lo contrario, algo peor podría pasar. Pero… ¿Cómo enfrentar aquel pecado? ¿Cómo confesarle que la había traicionado, siendo su novio, con su propia madrastra, sin que eso significase perder su amor?

No sabía cómo, sólo sabía que debía confesarlo. Así que, después de haber acordado con su padre ir a conversar con el cura para pedir su ayuda, tan pronto despegara el día, se encerró con Palmis en la habitación dispuesto a no salir de allí sin soltar aquel nudo enredado que tejió sin miramientos con Emma, y que había archivado en el baúl de los recuerdos olvidados, ignorando que el olvido sólo existe por momentos, pues, la memoria oculta, mas nunca destruye.

No le fue fácil. Optó por conquistarla primero, quería que sintiera su pasión. Así que, la enredó en su cuerpo hasta tenerla extasiada. En medio de las agonías le juró su amor eterno. Pero, todo el paraíso que le hizo visitar se tornó gris cuando, en pleno sosiego, exclamó:

-¡Perdóname! ¡Yo te fallé una vez!

Tras lo cual, sin dejarla siquiera pronunciar el “no entiendo” que adivinó en sus gestos, le contó cómo sus instintos de macho lo habían conducido a enredarse en las piernas de otra mujer, de otra mujer que estaba casada, y más que prohibida para él. 

Le contó cómo, en principio, se arrepintió y juró nunca más volverlo a hacer; pero, también fue sincero al narrarle cómo al hombre que llevaba dentro le fue imposible resistir los encantos de lo indebido. Y, con lujo de detalles le describió el momento en que se rebeló el amor por ella, aquel domingo que regresaba al pueblo, luego de haber pasado varios días fuera, renegociando la entrega de las mercancías hundidas, y la vio entrando a la iglesia; aquel domingo que se la llevó en su caballo y montaron juntos hasta cansarse; aquel domingo en que uno de los tantos parajes solitarios de la hermosa Magdalena los vio descender, abrazarse y besarse hasta que ella recordó que debía guardar su virginidad, para cuando ya él había grabado su pequeño cuerpo en las manos.  Ese momento en que olvidó por completo la aventura vedada, ese momento desde cuando empezó a mirar sus manos para recorrer de nuevo las diminutas formas de ella, ese momento que le regaló la idea de que su piel escondida era rosa.

Sin pararse en las lágrimas que los pequeños ojos de Palmis escurrían, sin dejarla expresar el prolongado gesto del “no entiendo”, continuó contándole cómo aquella otra mujer nunca pudo entender que él sólo había obrado como un hombre, que no tenían nada más que hacer juntos, que él había retomado el camino del amor y que nunca jamás quería volver a tomar atajos. 

Y, así también, en medio del silencio lagrimeado y desconcertado de Palmis, le juró que, desde entonces, desde aquel domingo en que grabó su cuerpo en las manos, desde la boda, sólo ella había sido su mujer y sólo ella lo sería.

La besó en los labios cerrados por el sentimiento extraño, continuado, del “no entiendo”, del “por qué me lo cuentas”, sumado al tímido resentimiento del “cómo pudiste”, que no pesaba mucho, pero que no dejaba de pesar. La besó muchas veces, sin lograr una respuesta; la siguió besando en el rostro, en los ojos humedecidos que seguían escurriendo su salado desencanto. La abrazó contra su pecho para no mirarla más así, lejana. 

De pronto, se irguió su espíritu de nuevo y terminó gimiendo perdón en medio de sus minúsculas caderas. Ella terminó respondiendo a todo con pasión extraña, poseída por una llama irrefrenable que emergió y la incitó a entregarse sin reparos, para dejar escapar en medio de sus desesperados gemidos una pregunta:

-¿Quién fue? ¿Quién fue? ¿Quién fue?- susurró agitadamente sobre los oídos de Emiliano, en medio de los besos. Él, con voz agitada, discreta y frívola, le soltó la respuesta:

-Emma, Emma. Tu madrastra…

En ese momento, Palmis experimentó el espasmo más exagerado que sus entrañas le habían regalado y a Emiliano se le desparramó el alma. Luego, siguieron más besos, y enredados en un abrazo morboso, se juraron amor, después que Emiliano suplicó mil veces más “perdóname”, logrando arrancarle un “te perdono”.

CONTINUARÁ...



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-¡Nos vamos para la casa de mi padre!

Le dijo Palmis a Emiliano, con voz de mando, cuando regresaron de conversar con el cura, quien después de enterarse que la mariposa los había seguido hasta la hacienda de Don Ulpiano, y escuchar la explicación que aquel respetado hombre del Magdalena tenía sobre el caso, sólo atinó a decir:

-Esto es algo serio, debo pensar mucho- procediendo a entregarles unos crucifijos bendecidos para que los colgarán de sus pechos.

La decisión de Palmis lo tomó por sorpresa. Era para él algo absurdo. Inmediatamente, se opuso. No quería estar cerca de Emma. Pero, Palmis estaba resuelta y tenía sus razones:

-Si ella es quien nos está molestando, la mejor forma de saberlo es acercándonos, para observarla.

Palmis prosiguió con una retahíla para convencerlo, mientras bajaba sus ropas del armario y empacaba. Emiliano no tuvo la oportunidad de negarse. Aquella actitud resuelta de Palmis, tan ajena a sí, lo dejó sin argumentos. Además, temía que su negativa fuese interpretada como debilidad frente a su antigua amante, temía que Palmis pensara que aún existía alguna posibilidad entre ellos. Temía, en el fondo, que Emma fuese capaz de provocarlo y él incapaz de negarse. Temía la mala jugada que las oportunidades traman, como aquella que surgió la tarde de las mercancías hundidas.

A Don Luis, tampoco, le agradó la inesperada llegada de la pareja, con maletas en mano, avisando que se quedarían allí por un tiempo no definido, hasta que lograran librarse de la extraña mariposa. Algo duro, como un puñetazo, se le clavó en el corazón; algo con sabor a tristeza atravesó su garganta, algo hirviente le quemó las venas. Algo que todos llaman mal presentimiento se dejó ver en ese instante. Aunque estaba seguro de la indiferencia que Emiliano sentía hacia su mujer, no podía pensar lo mismo de ella, pues desde el matrimonio de Palmis había cambiado mucho. Su amplia sonrisa, apenas, se veía asomar; el brillo de sus grandes ojos negros era menos intenso, y en varias ocasiones la había encontrado deambulando por la casa, en medio de la noche, envuelta en un sonambulismo que no le conocía.

Pero, no pudo negarse. Palmis era su hija y, en vista de la misteriosa situación que acontecía, debía ampararla. Emma ni se inmutó cuando Don Luis le informó de la visita. Realmente, él no pudo percibir el cambio de ritmo que los latidos de su corazón habían sufrido con la noticia. Una vez más estaría cerca de Emiliano, mucho más cerca que nunca. Sólo debía esperar una casualidad, de esas que, en ocasiones, envuelve al destino, como aquella que le puso una vez a Emiliano en su casa, en medio de la soledad, cuando comenzó todo entre ellos; cuando, para ella, se corrió el velo de las conveniencias y alcanzó a vislumbrar el paisaje de los deseos consumados.

No obstante, apretujó su emoción, haciéndola imperceptible. El resto del día permaneció en su alcoba, fingiendo sentirse mal. Ni siquiera probó el almuerzo que Don Luis, con la misma atención de siempre, le llevó hasta la cama. Allí, enrollada entre varias cobijas, aparentando escalofríos, recordó el perfilado rostro, los ojos saltones, los labios abultados y la piel porcelana de Emiliano. Allí, aparentando escalofríos, se volvió a encontrar con su maliciosa libido, desaparecida en la tormenta de rabia y tristeza que su pecho resistía, desde el día que Emiliano subió al altar con Palmis.   No había vuelto a sentir espasmos en su vientre, aunque más de una vez se esforzó por alcanzarlos para permitirle a Don Luis seguir creyéndola suya. Por eso, tuvo que aprender a simularlos, llegando a ser tan pulcra su mentira, que logró convertir a su esposo en el amante casi perfecto.  Lo único que le faltaba para serlo era dejar de ser él y transformarse en Emiliano, pero eso, ni siquiera su imaginación lo permitía, pues cuando lo intentaba la imagen de Palmis aparecía entre ambos, agitando la tormenta de rabia y tristeza que caía sobre su pecho.

Pero, ahora él había vuelto. Estaba allí, muy cerca, tal como lo había deseado. No importaba que Palmis estuviera a su lado. Podía soportar eso, tanto como soportaba a Don Luis. Cuando llegó la noche había recobrado la entereza que siempre le fue propia. Ordenó a las criadas una cena especial para agasajar a sus visitantes, se arregló como en sus mejores momentos y fungió como excelente anfitriona. Emiliano extrañó su mirada de antorcha encendida. Esperaba que Emma volviera a clavar aquellos grandes ojos negros en los suyos, atemorizándolo. Pero, ella fue indiferente. En ningún momento le prestó más atención que la necesaria. Todo lo contrario,   sus únicas miradas interesadas, aquella noche, se centraron en Don Luis, quien, por primera vez en tantos años de matrimonio, sintió que Emma estaba seduciéndolo. Eso lo hizo feliz. Borró de un tajo la molestia que sentía por la presencia de Emiliano. Derribó por completo sus dudas sobre los deseos de Emma para con su yerno. Se convenció de la fortaleza de su matrimonio y terminó brindando, al final de la cena, por el regreso de su hija a casa.

Palmis, en cambio, no se sorprendió con nada. Esperaba que Emma se comportara, tal como lo hizo. Estaba convencida de la capacidad que tenía su madrastra para fingir. Nunca creyó en aquella amplia sonrisa que dedicaba a su padre cada vez que él, sin disimulo alguno, le ofrecía las más grandes muestras de amor. Así que, esa noche no pegó los ojos un momento. Había regresado sólo con un propósito: descubrir el misterio de la mariposa, que para ella no era más que un misterio urdido por Emma. 

Por eso, mientras el silencio y las sombras se apoderaron de la casa, Palmis salió de su habitación, dejando dormido a Emiliano, y se agazapó en un rincón contiguo al pasillo, donde estaban los dormitorios principales de la casa. Desde allí, podía observar su antiguo cuarto de soltera, donde ahora dormía Emiliano, confundido por la indiferencia de Emma. También, lograba ver la habitación de su padre, seducido intencionalmente por Emma, quien esa noche urgió por su cuerpo para darle rienda suelta a todos los deseos que le despertaba la cercanía de Emiliano.

Una semana entera se repitió la misma escena: Palmis agazapada en las sombras con la mirada puesta en las habitaciones donde pernoctaban Emiliano, su padre y su madrastra. Emiliano, durmiendo, cada vez más confundido por la indiferencia que Emma seguía demostrándole. Don Luis, entregándose al amor en el cuerpo de Emma, mientras ella fantaseaba con Emiliano, consumiéndose en Don Luis.

Ahí seguía Palmis, agazapada en las sombras, cuando sucedió lo que esperaba. La puerta del cuarto de su padre se abrió en sigilo. Emma salió de allí envuelta en un largo camisón claro, que sólo dejaba ver sus pies descalzos; caminó despacio, atravesó el pasillo donde Palmis, arrinconada, observaba; bajó las escaleras que conducían a la sala, siguió caminando sin mirar a ningún lado, entró en la cocina, abrió una pequeña puerta que daba  al sótano de la casa, y se metió en él. Palmis, que la había seguido, se quedó en la cocina, escondida bajo el gran mesón donde servían la comida antes de llevarla al comedor. Sentada en el piso, cubierta con las alas del mantel, sintió el silencio de la noche y el peso de los minutos que pasaban sin tregua y casi sin sentido. Trataba de imaginar lo que Emma estaba haciendo a esas horas, en aquel lugar, al que ella nunca se había molestado en entrar. Pero, lo único que le llegaba a su cabeza era el sonido de las alas de la gran mariposa negra que desveló por tantas noches su sueño y el de Emiliano. 

De pronto, su pensamiento se cortó con el pequeño crujido que soltó la puerta del sótano por donde Emma salió caminando pasivamente, con la mirada perdida. Palmis pudo ver sus sigilosos pies descalzos, atravesando la cocina. Se quedó inmóvil, temiendo ser descubierta. Pero, Emma salió del lugar sin mirar a ningún lado, pasó por la sala, subió las escaleras, atravesó el pasillo de las habitaciones y entró en su alcoba sin cerrar la puerta. Palmis, que había salido a hurtadillas de su escondite, tan pronto la sintió abandonar la cocina, y la había seguido nuevamente, se quedó en las escaleras, previendo que Emma volviera a salir. Unos minutos después, decidió regresar a su cuarto, pero justo cuando estaba frente a la puerta sintió una presencia a sus espaldas, se volteó y, entonces, pudo ver a la mariposa que por tantas noches había perturbado su sueño, volando de manera pausada, entrando al cuarto de su padre. Cuando la puerta se cerró tras ella, tal cual como si una mano la condujera, sintió un escalofrío que heló su sangre. Atemorizada, entró corriendo a su habitación para contarle todo a Emiliano. Lo halló despierto, caminando de un lado a otro de la habitación, tan asombrado como ella.

-Estuvo aquí. La mariposa estuvo aquí. Nos encontró, otra vez- le dijo Emiliano, mientras seguía andando de un lado a otro como buscando una respuesta.

-La vi. Emiliano, la vi. Es Emma. No sé cómo hace, pero…la vi, es ella.

Hubo un momento de silencio. Los dos se quedaron lelos. Su respiración, agitada, podía oírse por todo el cuarto. El pensamiento de cada uno voló por separado hacia la dimensión vívida del pasado, para encontrarse allí con Emma revoloteando cada noche alrededor de ambos, cuando eran novios y se veían en la sala de la casa. Allí, también se encontraron desvelados por el sonido de las alas de la gran mariposa negra que azotaba la puerta de su alcoba, de todas las alcobas recorridas desde que regresaron felices de su luna de miel. Instintivamente, se miraron. Luego, se acercaron y se abrazaron. Palmis apretujó su pequeño rostro contra el pecho de Emiliano. La respiración de ambos, agitada, comenzó a suavizarse hasta que apenas podía sentirse.

-¿Qué fue lo que viste?- preguntó Emiliano, rasgando el silencio.

Palmis abandonó su pecho, lo tomó de las manos y lo llevó hasta el bordillo de la cama. Allí se sentó y comenzó a contarle. Cuando hubo terminado no quedaban dudas para ninguno de los dos. Era Emma quien enviaba a la mariposa tras ellos.

-¡Voy a entrar a ese sótano!- Dijo Palmis, resuelta.

-¿Sola? ¡No! Yo voy contigo- acotó, Emiliano.

CONTINUARÁ...



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Al día siguiente, mientras todos los habitantes de la casa tomaban la sagrada siesta que proseguía al almuerzo, la pareja se deslizó hasta la cocina. Emiliano empujó levemente la puerta del sótano, arrancándole un leve rechinar que pareció rebotar en la oscuridad que asomó en aquel sitio. Palmis sintió un escalofrío que le paró los bellos, pero no se detuvo. Siguió tras Emiliano quien bajó sin titubear por las empinadas gradas, casi invisibles, de la entrada.

Una vez dentro, los dos percibieron un fuerte olor a esperma derretida. A tientas se fueron adentrando hasta que Palmis tropezó con algo que resultó ser una vieja lámpara de aceite. Emiliano la encendió. Entonces, la pequeña luz que desprendía les permitió ver lo que escondía aquel abandonado rincón de la casa. Las paredes, envejecidas, estaban arropadas con inmensas telarañas donde hasta una persona podía envolverse; varios muebles deteriorados copaban los rincones; un par de baúles de madera que evocaban épocas remotas, ya casi grises por el polvo que los cubría, acompañaban la pared del fondo, junto a una mesa alta que parecía contener un altar. La  pareja se encaminó hacia allá para descubrir que de aquel sagrario provenía el fuerte olor a esperma derretida, pues había allí varias velas dispuestas en círculo, que por la cantidad de cera esparcida denotaban haber sido encendidas muchas veces. Los cirios rodeaban un gran libro abierto, de páginas amarillentas que olían a siglos olvidados, detrás del cual había una fotografía de ambos, el día de la boda, colocada a la inversa. Fuera del círculo de velas, varios libros semejantes parecían custodiar el altar.

-¡Es brujería! Tu papá tenía razón- exclamó Palmis, santiguándose                        y tragando saliva para bajar el nudo que se le había hecho en la garganta.

-¡Vámonos de aquí!- Ordenó Emiiano, tomándola por la mano que, a punto de hielo, no paraba de temblar.

Ella lo siguió como en principio, pero a prisa. Antes de subir las gradas que daban a la puerta de salida, Emiliano apagó la lámpara y la dejó en el piso, justo donde la habían hallado.

-Emma no puede saber que estuvimos aquí- advirtió Emiliano, tras lo cual subieron las escaleras y salieron del lugar con apremio.

Casi toda la tarde se les escapó tratando de acordar lo que debían hacer. Al final decidieron ir con el cura y contarle lo que sabían.

-No todo, Emiliano. No todo. Hay una verdad que no se debe decir- Acotó Palmis.

-¡No te preocupes, amor mío! Yo soy un caballero. Hay ciertas cosas que los caballeros nunca decimos. Emma puede ser una bruja, pero no deja de ser una mujer casada. No sería capaz de dañar su honor, ni el de tu padre.

-¿Dañar su honor? ¿Cuál? Ella no tiene honor. Es una adúltera. Una adúltera  y una bruja. Por mí, que todo el pueblo sepa qué clase de mujer es esa. Si te pido que guardes silencio es por mi padre. Él no se merece esa humillación. Y…por ti.  ¡Dios mío! ¿No te has dado cuenta que todo esto puede terminar en una tragedia? Sí mi padre se entera… ¡Mataría a los dos! Eso es lo que me asusta. ¿Acaso no entiendes?

-¡Perdóname! Te lo vuelvo a suplicar: ¡Perdóname!

-No tienes que hacerlo. No hay nada que perdonar. Tú eres un hombre.  No tienes la culpa de nada. Es ella la culpable. Ella tenía que respetar su matrimonio y nuestro noviazgo.

-Entonces, prométeme que lo vas a olvidar. No quiero que volvamos a hablar más nunca sobre ese tema. Hagamos de cuenta que nunca pasó. ¡Te lo pido!

-¡Así será, mi esposo amado! ¡Así será!

El sacerdote los escuchó con atención. Su sorpresa fue mayúscula.

-¿Están seguros que se trata de Emma? ¿Cuántas sirvientas hay en la casa? Puede ser una de esas mujeres. Recuerden que la mayoría de las muchachas de esta región vienen de Palenque, y por allá la brujería se practica mucho. Además ¿por qué Emma iba a montarles un trabajo a ustedes? No tiene sentido.

-Emma nunca me ha querido. Ella se casó con mi padre por su posición. Tal vez quiere que nos alejemos de Mómpox para encargarse por completo de los negocios que papá maneja en sociedad con Don Ulpiano, y que Emiliano administra- explicó Palmis, con mucha seguridad, dejando sin argumentos al cura y sorprendiendo a su esposo, para quien se estaba develando un carácter que jamás hubiese adivinado en ella.

-Además, yo la vi saliendo de la alcoba en mitad de la noche. La vi entrar    al sótano, vi a la mariposa volar detrás de ella, vi a la mariposa entrar  al cuarto de mi padre. Es ella- Insistió Palmis.

-Sí, pues asumamos eso. La señora Emma está practicando brujería…Bueno, esto ha pasado otras veces, en las mejores familias. Para el diablo las almas no tienen  apellidos. Pero debemos ser discretos. Sería terrible si el pueblo se enterara. Sobre todo por Don Luis, por ustedes- manifestó el padre. Después les explicó lo que estaba aconteciendo:

-Es un traslado. Las brujas pueden mandar su alma fuera del cuerpo,                  a donde quieran, usando el cuerpo de un animal.

-¿Qué se hace en estos casos?- preguntó Emiliano.

-Un exorcismo- Respondió el sacerdote.

-¿Y cómo se le puede hacer un exorcismo a Emma sin que mi padre lo sepa?

Todos se quedaron callados. Ninguno imaginaba cómo decirle a Don Luis que su esposa, la mujer a quien había idealizado, era una bruja que trasladaba su alma por las noches en una mariposa para molestar a su hija y a su yerno.

-Dile a tu padre que venga a verme mañana- Manifestó el cura- Dios me ayudará a encontrar la mejor forma de contarle esta dolorosa verdad.

Esa noche, mientras Emma se lucía como anfitriona con los platos que había ordenado para sus invitados; mientras mantenía cautiva la atención de Don Luis, con sus conscientes coqueterías; mientras continuaba fingiendo la más absoluta indiferencia hacia Emiliano; Palmis le dijo a su padre, sin asomar una pizca de malicia, que el sacerdote quería conversar con él por la mañana.

-Pasaré temprano. Por la tarde estaré ocupado-

Pero no llegó a ir.  Ese día sucedió algo inexplicable: Emma amaneció sentada en la cama, cubierta con su camisón claro, los pies descalzos y la mirada perdida. Palmis y Emiliano despertaron bruscamente con los llamados desesperados de Don Luis.

Pasaron días, noches, semanas, meses, y Emma seguía allí, con su mirada perdida, sin pronunciar una palabra, sin moverse del sitio donde la colocaban.
Don Luis recorrió todo el Magdalena, pueblo por pueblo, trayendo con él  a cuanto médico hallaba en su correría, pero nadie supo darle una explicación. Ni siquiera el sacerdote, aún sabiendo lo que sucedía con Emma, lograba encontrarle razón a su estado de postración.

Don Ulpiano convenció a su consuegro de apelar a un viejo curandero, famoso en toda la región por conjurar todo tipo de hechicerías. Se decía que las mujeres hacían cola con sus críos para que les curara el mal de ojo, desde el más simple, hasta el seco, que mataba a los niños en pocos días. También lo buscaban hacendados para curar gusaneras en el ganado, las cuales sanaba sin siquiera ver al animal. Sólo le bastaba saber si la res había quedado echada de frente o a espaldas del sol para hacer su ritual de oraciones, tras lo cual la gusanera salía saltando de la carne sangrante del animal y las llagas se cerraban. Igualmente, lo consultaban para curar la sequedad del vientre. Por ello, tenía infinidad de ahijados, ofrecidos en agradecimiento por mujeres con fertilidad desahuciada a las que había obrado el milagro de volverlas madres. 

Por todos lados se oían historias sobre las prodigiosas sanaciones de aquel anciano, a quien, entre muchos otros hechos inverosímiles le acreditaban haberle sacado un sapo del estómago a un boga, a quien extrañamente no paraba de crecerle la barriga.

Don Ulpiano mandó a llamar al curandero, quien apareció después de ser buscado por varios días. Tenía una expresión de pasividad que su ajada piel hacía resaltar. Su cabello era plateado, largo y lacio, como el de los indios. Usaba una camándula de donde pendía un crucifijo con el santo Ecce Homo, un medallón con las mil vírgenes y la imagen del Corazón de Jesús.   Además, colgaban de su cuello varios collares con pepas de colores, plumas, piedras y hojas secas que le regalaban un característico olor montaraz. Todo ello, concordaba con sus ropajes viejos, anchos y de color arhuaco.  Después de haberse puesto al tanto de la situación que le acontecía a Emma, pidió que lo dejaran a solas con la enferma. Por varias horas estuvo encerrado con ella en su habitación, en donde pidió verla, según explicó, porque allí había acontecido el evento. Cuando salió de la alcoba la pasividad de su rostro parecía contrariada.

-¡No tiene alma! Ella se ha ido. Está en algún lugar del que no puede regresar- diagnóstico el anciano, mirando fijamente a lo lejos.

Don Luis montó en cólera. Inmediatamente se levantó y echó al curandero, haciendo un esfuerzo por no botársele encima. Don Ulpiano trató de calmarlo, mientras Emiliano y Palmis se disculpaban con el anciano y lo acompañaban hasta la puerta.

-¿Un cuerpo sin alma? ¿Un cuerpo sin alma? ¿Cómo se atreve ese indio chumeco a insultar a Emma de esa forma?- Gritaba con furia Don Luis, mientras caminaba de lado a lado por la sala.

Después de aquel día se negó a seguir consultando el estado de Emma y, a petición del sacerdote, accedió a dejarla en manos de las monjas, quienes atendían un sanatorio en las afueras de Mompox.

-Aquí estará en manos de Dios. Las hermanas orarán todos los días por su curación. Usted verá, Don Luis, que el milagro llegará- aseguró el padre, cuando la dejaron allí.

Desde entonces, cada domingo Don Luis Celli se levantaba muy temprano,  se vestía con su mejor traje, colgaba una rosa roja en la solapa de su saco,  se perfumaba, se arreglaba el cabello con brillantina y se iba a visitar a Emma con la esperanza de hallarse nuevamente con sus grandes ojos negros deslumbrando encanto, con su amplia sonrisa, con su cabellera puesta exactamente en su lugar, con aquel andar elegante que resaltaba sus pronunciadas curvas, con la Emma que amaba. Pero, una vez la encontraba allí sentada, allí pérdida, su esperanza se transformaba en decepción y la amargura invadía su corazón.

Ahí estaba nuevamente, como cada domingo, sentado en la mesa, cabizbajo, comiendo sin degustar, asintiendo sin pensar cualquier cosa que Palmis o Emiliano le dijesen, torturándose al recordar el sueño de amor que había vivido, y que ahora no era más que una torcida pesadilla. Ahí estaba, perdonando el deseo que su esposa había llegado a sentir por un hombre que no era él, culpándose sin ser culpable, detestando a Emiliano por creer que había traído consigo la sombra que se apoderó de Emma. Ahí estaba, cuando ya no pudo más y se encontró con una copa de vino tinto que su mano acercaba a su boca. La miró. La detuvo, y con toda la fuerza de su dolor la arrojó contra el mundo. La copa se estrelló con la pared que enfrentaba  la espalda de su hija y se volvió añicos. El vino tinto salpicó a Palmis y  a Emiliano.

-Pero… ¿Qué es lo que pasa papá?- Le inquirió Palmis, molesta, mientras se levantaba para limpiar su ropa.

Don Luis también se levantó bruscamente, respirando con sobresalto.  Los miró con desaprobación y les dijo:

-Para ustedes no pasa nada. Todo lo tienen. La vida es dulce. Para mí, ha pasado todo. No tengo nada. La vida es hiel.

Aquellas palabras no las esperaban. El silencio se tomó el momento. Don Luis les dio la espalda, y como quien camina con un alma ajena, se encaminó hacia la salida del comedor. Entonces Palmis cortó el silencio. El de aquel momento y el de todo el tiempo.

-Es usted muy injusto, papá. Nosotros no tenemos porqué pagar su amargura. Yo sufrí mucho por la muerte de mamá, sola, en silencio; mientras usted corrió a casarse de nuevo con una mujer que ni siquiera lo merecía. ¿Por qué en lugar de tratarnos así no se pregunta qué habrá hecho ella para haber terminado de esa manera?

Emiliano se quedó perplejo. Jamás había oído a Palmis hablar con tal rudeza. Don Luis frenó en seco y se volvió hacia ella.

-Así que al fin lo dices. Yo siempre lo supe. La desgracia de Emma nunca  te ha importado. Todo lo contrario, te hace feliz. Esa es la forma en que crees que debo pagar por no haberme quedado viudo toda la vida.

-Fue a usted a quien no le importó la muerte de mamá. Jamás la lloró. En cambio por Emma, que aún está viva, y que nunca se ha merecido su amor, está destrozado.

-La odias porque me casé con ella y no me quedé sólo llorando mi viudez hasta la muerte. Eso te hubiera hecho feliz. Deberías agradecerle por la felicidad que me regaló. Pero, no me importa lo que pienses. Tú no eres nadie para juzgarme y mucho menos para juzgar a Emma.

-Soy tu sangre, papá.  Soy más que Emma para ti. Ella es una extraña. Yo soy tu hija.

-Pues, a partir de hoy, no lo eres más. Vete de aquí con tu marido y nunca más vuelvas.

Don Luis les volvió la espalda. Está vez caminó con alma propia, llena de ira, pero propia.

Palmis no encontró más palabras. Se quedó en pie, mirando a su padre abandonar el comedor. Emiliano, quien no había hecho otra cosa que observarla, siguió callado. De pronto Palmis pareció volver en sí. Lo miró y           le dijo:

-¡Vámonos de aquí ahora mismo y no volvamos nunca!

Emiliano no la escuchó. Seguía mirándola, extrañado. Una pregunta saltó de sus labios:

-¿Por qué dijiste eso, Palmis?

-¿Cómo que por qué? ¿No escuchaste a mi padre? Nos acaba de echar.

Esta vez si la  escuchó, reaccionando con inquina.

-Lo que quiero saber es por qué dijiste que tal vez Emma había hecho algo para terminar así.

-¡Ah! ¿Eso? Tú más que nadie sabe por qué. Pero, dijimos que nunca más íbamos a hablar sobre eso.

Emiliano volvió a guardar silencio. Esta vez no fue el desconcierto, sino un recuerdo quien lo dejó mudo. El recuerdo de la última noche que vio a Emma, dueña de sí, sentada a la mesa con todos, haciendo gala como anfitriona, coqueteando con Don Luis, ignorándolo a él. Esa noche, cuando todos estaban dormidos, igual que la anterior, la mariposa había vuelto a estrellar sus alas contra la puerta de su alcoba, y él había vuelto a levantarse resuelto a espantarla, como siempre. Sin embargo, no lo hizo. Palmis, se lo impidió y fue ella quien salió tras el animal.


CONTINUARÁ...




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IMAGEN TOMADA DE
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-¡Emiliano,levántate! ¡Marchémonos ya de esta casa! No quiero seguir aquí- Le ordenó Palmis, sacándolo de su memoria.



Él se levantó y la siguió hasta la alcoba. Ella abrió la cómoda y empezó a descolgar la ropa, arrimándola sobre la cama.  Luego sacó las maletas y comenzó a meterla allí, de forma desordenada. Mientras tanto, Emiliano permanecía quieto junto a la puerta, observándola. Una idea fija le atormentaba. Palmis se percató de su actitud.  Se detuvo. Caminó hacia él. Cuando lo tuvo en frente le miró a los ojos y le preguntó:

-¿Qué te pasa?

-No me dijiste la verdad. ¿Qué pasó esa noche, Palmis?

-¿De qué hablas? No entiendo.

-La última noche que Emma estuvo entre nosotros, sana. ¿Qué pasó?

Palmis guardó silencio. Sus ojos, presos en los de Emiliano, comenzaron a reflejar un brillo ajeno a la dulzura usual de su mirada, un fulgor frívolo que Emiliano conoció en los ojos de Emma. Su corazón se exaltó y sus manos comenzaron a helarse como cuando estaba ante ella. No lo resistió y se apartó bruscamente de Palmis. Ella lo buscó de nuevo, le tomó por las manos, lo condujo hacia la cama, se sentó en la orilla junto a él y comenzó a hablar, mientras un par de lágrimas que parecían paridas de aquel brillo ajeno, asomaron en sus pequeños ojos.

Aquella noche, Palmis había salido tras la mariposa. Al pasar por la sala casi se tropieza con Emma, quien se dirigía hacia las escaleras, envuelta en un sonambulismo que le impedía ver o escuchar. La mariposa desapareció por un momento y volvió a aparecer en la sala. Palmis encendió la lámpara del techo para mirarla bien, pero ella salió despavorida huyendo de la luz. Palmis siguió tras ella y notó que ya no volaba pausadamente, todo lo contrario, el movimiento de sus alas era brusco y agitado, parecía confundida. De pronto se encontró en la cocina, justo frente a la puerta del sótano, que estaba entreabierta. La mariposa entró allí. Palmis quiso hacer lo mismo, pero se detuvo. Cerró la puerta y la dejó dentro. Corrió a su cuarto para contarle a Emiliano que había atrapado a la mariposa, pero cuando lo tuvo en frente, cambió de idea.

-Ya se fue- le dijo. Tras lo cual se le acercó, lo abrazó, lo besó y le pidió que la amara.

Emiliano olvidó todo y le regaló sus caricias hasta el amanecer. Los dos despertaron sobresaltados por los llamados desesperados de Don Luis, quien esa mañana había encontrado a Emma, sentada en la cama, con su mirada perdida. Entonces, Palmis decidió callar, y en medio de la confusión, fue hasta el sótano y le colocó un candado. De ahí en adelante, se hizo a la idea de no saber nada, como todos los demás. Y nunca más recordó que el alma de Emma estaba encerrada en el sótano de la casa.

Emiliano no podía creer aquello que acababa de escuchar. Se sentía horrorizado. ¿Cómo podía ser que aquella joven, que poseía la dulzura de una niña, hubiese sido capaz de actuar con tanta crueldad?

-Te desconozco, Palmis. No tienes justificación. Has visto sufrir a tu padre todo este tiempo y tu corazón no se ha conmovido. ¿Qué clase de mujer eres? – le reprochó con amargura.

-Ella se lo merece. Es una bruja que no conforme con haberse robado el amor de mi padre, de haberse puesto en el lugar de mi madre, también quería quitarme a mi amor.

Emiliano, sin contemplación, la levantó por los brazos y la arrojó contra la cama.

-Te ordeno que abras esa puerta, hoy mismo, y  la dejes salir. Si no lo haces, no me volverás a ver.

-No, eso no. Yo hago lo que tú quieras, pero no me dejes. Yo soy tu esposa, yo te amo.

-Hoy mismo, Palmis, abres esa puerta. Yo voy contigo.

Así fue. Esa noche, mientras la casa dormía, los dos se dirigieron hasta el sótano. Palmis abrió el candado y empujó la puerta. Luego, se apartaron y escondidos en las sombras aguardaron la salida de la mariposa. No tardó mucho en aparecer. Su vuelo era tímido.      

El animal salió de la cocina y desapareció. Ellos retornaron a su alcoba. Allí se quedaron en silencio,  sin mirarse siquiera, esperando el amanecer. El milagro que Don Luis ansiaba se realizaría aquella mañana. Luego, tal vez, irían con el sacerdote y dejarían todo en sus manos, como habría tenido que ser.

Cuando despuntó el sol, la pareja, aún sin mirarse y sin hablar, bajó hasta el comedor para desayunar, como lo hacían todas las mañanas. Creían que esta vez Don Luis no estaría allí. Después de lo que había ocurrido era poco probable que quisiera compartir desayuno con ellos. Pero, se equivocaron. Se encontraron con él sentado en la mesa, tomándose el tinto, con el semblante tranquilo.

-¡Buenos días, Palmis! ¡Buenos días, Emiliano!- les saludó, tan pronto los vio.

Emiliano y Palmis contestaron el saludo parcamente. No comprendían aquella actitud. Don Luis captó su desconcierto y cortésmente quiso explicarse.

-Todas las cosas tienen un tiempo- les dijo, y prosiguió: mi tiempo para llorar a Emma ya terminó. Anoche recibí una señal. Aquella mariposa negra que aparecía misteriosamente ante su puerta cada noche; aquella mariposa negra que se marchó al mismo tiempo que la lucidez de Emma; aquella mariposa negra que llegaba a mi mente cada vez que la visitaba en el sanatorio…regresó. La encontré volando por la sala anoche cuando bajé a buscar mi pipa, olvidada en la mesa de centro, como siempre.

Don Luis hizo una pausa. Se quedó mirando lejos. Palmis y Emiliano volvieron a mirarse en ese momento.  Un extraño temor agitó sus corazones. Don Luis continuó:

-Pero… no se preocupen. No volverá a importunarlos- aseguró. Y levantando  la mano izquierda, que apoyaba en el muslo, les mostró el cuerpo inerte de la mariposa. Tenía quebrada una de sus alas por el impacto que la suela de uno de sus mocasines le había asestado.

Momentos después llamaron a la puerta. Era una de las monjas que cuidaban a Emma. Traía la triste noticia de su fallecimiento. Don Luis organizó un elegante funeral. No derramó una sola lágrima y se prometió a sí mismo no volver a mencionar su nombre. Puso la casa en venta y se fue a vivir a una más pequeña, en las afueras del pueblo. Palmis se dedicó a cuidarlo hasta el día en que lo halló dormido, frígido, con su pipa en la mano, en uno de los sillones. Emiliano, quien se dedicó a viajar por todo el Magdalena, para atender los negocios de familia, se acostumbró a recibir, de cuando en cuando, la visita de una pequeña mariposa gris que aparecía en la puerta de su alcoba para marcharse tan pronto lo veía asomar.










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