FICCIÓN MEDIA


ESTRATEGIA


Imagen: Desayuno
Tomada de: 
https://www.boredpanda.es/ilustraciones-ilusiones-opticas-flyingmouse365/?utm_

Las letras que hablarán en este espacio tienen una virtud y un defecto: parten de una vivencia, existen como realidad de unas y unos cuantos; son historia. Al mismo tiempo, mienten, en cuanto a nombres, espacios y momentos. Pero, por una causa justificable: respetar las tristezas, dolores, angustias y secretos; así como las hazañas, aventuras, pasiones, amores e insurgencias heroicas, de quienes se instituyen como personajes individuales y colectivos. Hasta ahora, estas letras que pretenden ingresar al mundo de las novelas tienen como título ESTRATEGIA. Tal vez, en su desenlace puedan reclamar otro título. Va estructurada por Capítulos. 
El orden de publicación será irregular. 
De todas formas, encontrarán su inicio,
continuo y final.
Sin más, aquí empiezan:

Una decisión
(Antonio Machado)



Abrió los ojos y se encontró perdido. La lámpara de vidrio corrugado que pendía de la platabanda no le era familiar. La platabanda tampoco. El techo de su dormitorio era de madera vieja, pintada en muchas ocasiones. Cerró los ojos con fuerza para aclararse. Sabía que esto le había pasado otras veces.   Sólo tenía que esperar unos segundos para entenderlo. Su memoria le reflejó la habitación completa, entonces recordó. No era su cuarto, no era su casa.  Era apenas otro de los tantos alojamientos de emergencia que en los últimos tres meses había tenido que utilizar por seguridad. Sólo llevaba allí una noche. Contrariamente a las otras ocasiones, ésta vez había dormido profundamente, había logrado caer en el sueño, había viajado a su infancia, había vuelto a ser feliz, en su casita humilde de pueblo, en la placita donde todas las mañanas iba a buscar la leche recién salida del ordeño, olorosa a hierba.

¡Qué distinto era ahora! No había vuelto a su pueblo en años, pero sabía que su casita humilde ya no existía, que a la placita ya no iban los niños con cántaros vacíos buscando leche, que la leche ya no olía a hierba.

Volvería algún día allí, en sus últimos años, con María Eugenia y los hijos que ella le daría cuando pudiesen vivir como debía ser, cuando el miedo no existiera, cuando el país fuera otro, cuando en el gobierno estuviera el pueblo, cuando el Partido hubiese vencido.

-¿Venceremos?- se preguntó de pronto, asaltado por la sensación que lo había invadido desde hacía tiempo, y que no se había atrevido a enfrentar. La sensación de caminar a oscuras, la sensación de ir hacia el vacío, la sensación de mirar atrás y no encontrar a nadie, la sensación del final, la sensación de la derrota.

Tal vez lo estaban afectando, tal vez no estaba preparado como él y todos pensaban para estos momentos, para los momentos “álgidos” como rezaba la última caracterización que él mismo había contribuido a elaborar en el Partido, “los momentos de la arremetida del enemigo”. “…van a venir los ataques, habrá guerra sucia, habrá muertos y desaparecidos, van a tensar la cuerda, hay que agarrarse muy bien, porque el que no se coja fuerte lo tumban…”. 

Eso que había dicho y repetido tantas veces en las reuniones del comité central, y que cada uno de ellos comentaba fielmente en los comités regionales. Eso que resultaba tan fácil de asimilar en la teoría, era casi imposible de aceptar en la práctica, aunque las apariencias dijeran lo contrario.

En los últimos tres meses había asistido al entierro de más de veinte compañeros. Todos asesinados a tiros, todos amenazados previamente, todos cogidos con fuerza a la cuerda, todos eran “un compañero más caído en la lucha”, todos eran uno más, todos tenían dolientes, a todos los lloraban y todos hacían falta, ¡tanta falta!
Un día retrasó una reunión veinte minutos, esperando a un camarada que no llegaba y que sólo recordó que no llegaría jamás cuando lo iba a mencionar en la lista de los convidados, el nombre le trajo inmediatamente el olor a flores blancas y amarillas, el olor a jazmines que ahora le parecía deplorable.

-¿Cuántos más vamos a morir? ¿Cómo pararemos esto? ¿Vamos a dejar que nos maten a todos? ¿Cómo triunfaremos si nos eliminan?- eran las preguntas que la militancia se hacía.

- Hay que resistir compañeros, hay que tomar medidas de seguridad, hay que aprender a conspirar, no podemos abandonar la lucha, no podemos perder los espacios que hemos ganado…eso es lo que el enemigo quiere. Lo fundamental es no dejarse atemorizar-

¡No dejarse atemorizar! Esa era la orientación.

-Pero…todos estamos atemorizados- se auto confesó esa mañana. Sino ¿qué hago durmiendo cada dos días en un sitio diferente?-

Pero… ¿Cómo no?

Había recibido varias llamadas de voces anónimas, con ecos de ultratumba, asegurándole su puesto en el cementerio; lo seguían constantemente y a María Eugenia le habían enviado un sufragio dándole el sentido pésame por la muerte de su esposo.

Rápidamente dio un tirón a la manta que lo había abrigado dulcemente toda la noche, se sentó en la orilla de la cama, buscó a tientas con los pies sus pantuflas, sintió el hielo del baldosado y no pudo evitar compararlo con un féretro. Se levantó y se calzó con apremio, no toleraba más el hielo. La verdad: no toleraba más el miedo acabado de descubrir, la razón de la sensación extraña que lo tuviera invadido hacía tiempo.
Se dirigió al baño, un minúsculo cuarto que tenía el inodoro en frente  de la regadera, todo forrado con baldosa gris veteada de rosa. Se miró en el espejo, colocado sobre el lavamanos, y encontró allí a un hombre de ojos hundidos, parpados sombreados, con rasgos fileños agudos, pómulos huesudos y frente encogida. Era el rostro de un hombre molesto, en el que no parecía haberse dibujado una sonrisa en años. Tensó los labios hacia un lado y otro, y sus dientes blancos, grandes, hermosos, aún estaban allí. Se dio dos golpes en cada mejilla, abrió el grifo dejando salir agua fría y caliente al tiempo, metió sus manos hasta sentirla tibia y se la arrojó sobre los ojos, una y otra vez, hasta empaparse. Volvió a mirarse al espejo, pero el hombre que buscaba, el que recordaba, el de los ojos abombados, el de párpados saltones, el de rasgos graves, el de pómulos escondidos, el de frente estirada, el de imagen tranquila, el de sonrisa eterna, el que era él, se negó a aparecer. Se quedó mirando fijamente su imagen, la de ahora, la que ignoraba, y se dijo convencido:

-Es el precio de la lucha

Salió del minúsculo espacio, tomó su bolso de mano, tirado allí donde lo había dejado al llegar en la noche, al lado de la puerta; lo subió a la cama, abrió la corredera, metió la mano rebusconamente y sacó su cepillo de dientes, bastante gastado ya, su tubo de crema dental casi sin nada, y su jabón de baño, varias veces usado. No tenía toalla, se le había quedado en la casa de un compañero donde estuvo durmiendo antes. Arrancó la sábana, se quitó el mono de dormir y los interiores, y nuevamente entró al baño.

Abrió las llaves para dejar al agua tibiarse, mientras complacía el llamado fiel que sus intestinos le hacían cada mañana. Sentado en el inodoro, medio acurrucado, sintió el chispeo agradable de las gotitas que salpicaban sus pies, sintió a sus ojos embelesarse con el gris veteado de rosa del baldosado, y no pudo evitar recordar a María Eugenia bañándose junto a él, cubierta sólo con el agua que se escurría hermosamente en su piel cada mañana, antes de salir a su trabajo en el periódico, cuando no importaban las rutinas, cuando se podía decir “soy comunista” con la misma connotación de “soy periodista”, “soy abogado”, “soy estudiante”, “soy colombiano”…

Terminó su obligación intestinal casi sin percatarse. De pronto, estaba bajo la regadera, imaginando a María Eugenia, husmeándola, tocándola. Su masculinidad se irguió como no lo hacía desde hacía tiempo, sus ojos cerrados la veían, su olfato la olía, su piel la abrazaba, estaba allí con él complaciendo su hombría. Sus muslos tensos le anunciaron el espasmo. Abrió los ojos y sintió el calor hermoso de su represión arrojarse al abismo, entonces oyó su respiración angustiosa y vio a su pecho subir y bajar agitado, pero…sin ella. Dejó regarse el agua en el piso hasta borrar las huellas de su evasión. Unos minutos después tocaron la puerta. Tenía una reunión en la sede del Partido esa mañana. Recogió la habitación mientras se vestía, tendió la cama con la sábana mojada, tomó el maletín y salió rumbo a continuar su lucha.

Claro, ese día era diferente, había identificado cabalmente la sensación que lo perseguía, podía tolerarla mejor, podía buscarle solución. Finalmente, había tomado una decisión.

******************************************************************************************************************************************************************

Después de librarse del seguimiento acostumbrado, subiendo y bajando de varias busetas en sitios inesperados, por fin llegó a su casa. Estaba como recordaba: la verja cubierta de hiedra bien mantenida, el ficus podado en redondo, las rosas florecidas, el frente limpio.  María Eugenia seguía cuidándola como cuando vivían allí. Ella venía dos o tres veces en la semana, a veces seguido, a veces no.
Sintió el impulso de entrar, pero se detuvo, miró la ventana de la sala.     La cortina estaba recogida y en el vidrio del centro asomaba claramente el matero con el manzano bonsái que él le había regalado en el primer cumpleaños que pasaron juntos. Lo había conseguido en el almacén de un viejo chino, donde solía siempre ir cuando quería algo especial, pues se podía hallar allí desde un alfiler hasta un camello.
El bonsái en el vidrio central de la ventana de la sala era la señal acordada para indicarle que todo estaba bien. Miró a los lados y a sus espaldas antes de cruzar la calle a prisa. La reja de la entrada estaba abierta como debía ser, la puerta de la sala también. Entró, cerró con fuerza y puso el pasador. La casa estaba impregnada de olor a lavanda, como le gustaba a María Eugenia. Apenas lo percibió, otro aroma más sutil hizo presencia. Era un aroma conocido, propio, intimo. Era ella. Salió de la pared que separaba la sala del comedor, con sigilo, mirándolo de pies a cabeza, con una mezcla de ansiedad, alegría y tristeza.

.- ¡Antonio, mi amor!- susurró y estiró los brazos llamándolo hacia sí.

Él obedeció, soltó el maletín en la puerta y se abalanzó sobre ella. La apretó entre sus brazos unos segundos, apartó su rostro, buscó sus labios y la besó con la fuerza de un adolescente enloquecido. Ella respondió de la misma forma. Siempre era así. Lo dejaba amarla de la manera que él quisiese, con pasión, con ternura, con urgencia o con sosiego. La levantó y se la llevó corriendo al cuarto, a su cuarto. La cama estaba tendida, esperándolo. La arrojó en ella sin miramientos y procedió a quitarse la ropa con desespero.   Ella lo observaba con los labios entreabiertos, con sonrisa detenida. Hacía más de un mes que no estaban juntos, se veían en reuniones, pero por seguridad dormían separados y ella había preferido no saber dónde encontrarlo, por temor a cometer una imprudencia que lo pusiese en peligro. Él sí sabía dónde estaba ella cada noche, a través de su compañero, padrino de boda y entrañable amigo César. Con él la había mandado citar esa tarde allí, contrariando la orientación del Partido de no volver a la casa. Sabía que era un error de seguridad, pero no resistía más su ausencia, no resistía más las camas ajenas, los techos extraños, las sábanas olorosas a desconocido.
Como si hubiesen estado separados por años, el amor se entregó con derroche, los besos, las caricias, los susurros, los gemidos, las angustias de la proximidad del clímax, parecieron estrenarse.

La noche los encontró despiertos, ella redimida sobre su pecho, él con la mirada fija en el techo de madera vieja repintada, apenas visible por la luz de la lámpara de la mesita de noche que ella en un momento de lucidez, había encendido. El resto de la casa estaba a oscuras y a ninguno parecía importarle.

-Me voy- dijo de pronto él, como sin proponérselo.

María Eugenia sintió que algo se había roto, levantó la cabeza, se impulsó hacia arriba, lo miró a los ojos y preguntó con temor:

-¿Cuándo?

- Pronto, lo más pronto posible.
-¿Para dónde?

-Para donde se van todos.

Ella movió la cabeza de un lado a otro en señal de desaprobación, se retiró, se sentó en el borde de la cama dándole la espalda, luego se giró hacia él y le dijo:

-Esa no es vida para ti, tú lo sabes, ya lo hemos hablado muchas veces… ¡Vámonos al exilio, vámonos a Cuba!

Él siguió mirando fijo al techo, no le sorprendieron aquellas palabras, las esperaba.

-Hay una línea en el Partido sobre eso. En estos momentos no podemos abandonar la lucha. Salir del país implica retirarse.

- Irse al monte también- le gritó con rabia, levantándose y dirigiéndose hacia la salida.

Él volteó a verla y observó su espalda desnuda atravesando la puerta, quiso llamarla, pero se contuvo. Sabía que en unos minutos regresaría para tratar de disuadirlo.

Entonces, se incorporó y recostó la espalda en la cabecera de la cama. Miró a su alrededor y vio su ropa y la de ella tirada por todas partes. Sonrió, se hizo consciente de su locura acabada de pasar. Miró nuevamente hacia la puerta y vio un reflejo de luz venir del fondo de la casa, donde estaba la cocina, y a continuación a María Eugenia, desnuda con dos vasos en las manos. Ella lo miró con seriedad por unos segundos, luego soltó su franca sonrisa y le extendió la mano, ofreciéndole beber.

-Lo que a ti te gusta- dijo.

Él se levantó, lo recibió, lo miró, echó a reír y le contestó:

-Leche tibia. Esta es la mejor prueba de amor para un esposo, después del amor…no olvidarse de lo que a él le gusta.
Se abrazaron, se sentaron juntos y degustaron la leche. Cuando terminaron ella lo abordó nuevamente.

-No estoy de acuerdo con esa posición. Tú eres un periodista, tú eres un político. En la guerrilla te vas a perder.

-Pero aquí me van a matar.

-Eso ya lo sabemos, pero la salida no es el monte. ¡Todos no pueden irse al monte, carajo! Además, salir del país no implica abandonar. Lenin vivió exiliado muchos años y nunca abandonó.  Al único que se le ocurre decir que el exilio es traición es a nuestro secretario político…

-No, esa es una posición de la mayoría del comité ejecutivo.

-¿Es la tuya? ¿Tú piensas que exiliarse es traicionar?

-No.

-¡Aja! Entonces, ¿por qué te niegas a eso?

-No me veo fuera del país…aislado…

-Y… ¿sí te ves en el monte?

-No, tampoco. Mi plan no es quedarme allá. He pensado mucho todo este tiempo, no podemos dejar que nos sigan eliminando, no. Tenemos que organizar nuestra defensa urbana. Si me voy al monte sólo será por un tiempo…pienso salir de allí, clandestinizarme en la urbe, organizar células cerradas, armadas, de respuesta, que hagan temer al enemigo, que lo hagan pensar dos veces antes de atacarnos.

-El Partido no está de acuerdo con eso.
-No, no es el Partido el que se opone, es el comité central. El Partido, la militancia, sí está de acuerdo.

-¿Cómo vas a lograr eso si el comité central no lo aprueba?

-A sus espaldas. Hay gente en la guerrilla que está dispuesta a eso. ¡Es que no hay otra salida, o damos o nos dan! ¿Para qué carajos decimos que tenemos un brazo armado y que apoyamos todas las formas de lucha?

Antonio prosiguió sustentándole su decisión, ella guardó silencio. Quería convencerlo a como diera lugar de tomar la vía del exilio, pero se encontró absurda frente al convencimiento que él demostraba.

Sintió la lejanía, sintió el futuro ajeno al pasado, sintió que su vida jamás volvería a ser lo que fue, sintió el peso irresistible del presente, sintió lo inevitable.
Se elevó en sus sentimientos, la voz de Antonio seguía allí, sonaba, pero ella no lo escuchaba. De pronto se oyó el silencio y ella regresó. Él la estaba mirando, se había percatado de su ausencia y había callado para hacerla volver.

-No veo futuro en eso. Te perderás. En el exilio puedes jugar un papel importante, el que siempre has jugado, el de la orientación política, puedes seguir escribiendo. En la clandestinidad no podremos vivir juntos tampoco, y…te pueden matar en cualquier momento-  le dijo soltando el llanto contenido desde que llegó la primera amenaza, el llanto que esperaba contener por siempre para no evidenciar cuán asustada estaba.

Él la abrazó, más por evitar verla llorar, que para consolarla. Sabía que no había consuelo, que ella tenía razón. Era un riesgo, pero no veía otro camino.


******************************************************************************************************************************************************************
         El  error
  (Bertha)
Imagen de Pinterest

El banco estaba lleno como todos los fines de mes. Bertha tuvo que resignarse una vez más a perder casi toda la mañana en la fila, pues, por más que se propuso llegar temprano esta vez, no logró salir de casa antes de las ocho. 
La noche había sido larga y tortuosa, gracias a la tos incesante de César. Era la única persona que conocía a la cual la gripe le ocasionaba sólo espasmos nocturnos. En todos los años que llevaban casados únicamente los catarros de César habían logrado separarlos, pues, él se sentía apenado por su mal y antes de malograr el sueño de su esposa prefería recluirse en el último cuarto de la casa, donde podía pasar desde una noche, hasta semanas enteras tosiendo. Pero, en esta ocasión habían tenido que quedarse juntos, ya que Doña Carmenza, la madre de Bertha, estaba de visita y ocupaba el cuarto vacío. Llevaba dos semanas con ellos tratando de estabilizar su presión arterial. El calor de Barrancabermeja, donde vivía con su otro hijo, le estaba contraindicado.

En eso, precisamente, pensaba Bertha, mientras avanzaba lentamente en la fila. Las pastillas para su anciana madre no podían faltar. Este mes el dinero del alquiler de la casa que tenían en las afueras, la bendición testamentaria que su difunto padre les había concedido, no alcanzaría para mucho. Era el único ingreso con el que contaban desde que César había sido despedido. La mensualidad del colegio de los niños estaba vencida y con eso no se podía jugar, o pagaban o nos los dejaban entrar y esa vergüenza no la pasarían sus hijos, así hubiese que comer una vez al día. Tendría que hacer de tripas corazón y llamar, nuevamente, a su hermano para pedirle ayuda. Afrontar que no podía hacerse cargo de su madre. Soportar las recriminaciones que sabía que le haría:

-¿Otra vez César sin trabajo? ¿Pero, hasta cuándo ese hombre va a entender que tiene familia? ¿Por qué el Partido ese no le da plata? ¿Qué le ha dejado la lucha? ¡Ya es hora de que se deje de esas pendejadas y se dedique a su profesión. Es el único contador que conozco que vive en la olla! 

Cada vez que esto pasaba se preguntaba:

-¿Será que mi hermano tiene razón? ¿Es culpa mía porque no he sabido imponérmele a César?

Recordaba, también, las palabras que su padre había proferido, sin pena ni gloria, el día en que anunciaron su matrimonio:

-¡Pobrecita, mija! No sabe lo que va a sufrir. Casarse con un comunista es condenarse. Yo pensé que usted era inteligente, pero, me equivoqué…

En aquella época esas palabras se estrellaron contra la roca de sus sentimientos. César representaba el único amor real que había conocido. En sus otros romances adolescentes nunca sintió la pasión que aquel revolucionario le despertó. César tenía una mirada fuerte, un verbo agudo, profundo y convincente. Su sonrisa era una mezcla de ternura y picardía. Era el centro de las asambleas estudiantiles, el líder de los mítines, el codiciado de todas. Casarse con él era algo que no admitía discusión.

Pero, ahora, cuando los años habían dejado atrás la locura, y la realidad de todos los días chocaba contra los sueños del pasado, cuando se asomaba a la despensa y sólo encontraba restos de una cosa u otra, cuando los niños pedían más y ella sólo podía darles menos, cuando la ropa se envejecía y los zapatos se gastaban sin poder reemplazarlos, cuando el título de contador sólo lograba trabajos eventuales, cuando el reconocimiento de dirigente no generaba admiración, sino persecución; ahora, las palabras del fallecido padre y los reproches del hermano parecían tener sentido.

No se arrepentía de haberse casado con César, en el amor había sido feliz; pero, sí de haberle permitido continuar militando, destacándose, entregándose a la lucha más que a ella y a sus hijos. Cada vez que esto pasaba pensaba con firmeza que todo debía cambiar, que había que parar y retirarse, dejar a otros que pusieran el pecho, asegurar el futuro.

Cuando le llegó por fin el turno, estaba decidida a trazarle otro rumbo a sus vidas. Pasó la libreta, la cédula y el recibo de retiro por la ventanilla. Esperó unos minutos, mientras el cajero le entregaba el efectivo, lo contó muy bien y se retiró.

Ya en el taxi, de regreso a casa, se dispuso a arreglar la cartera, pues, había salido tan apresuradamente, absorta en sus conclusiones, que el dinero aún estaba en la libreta. Lo guardó muy bien en la billetera para evitar un fatal extravío. Tendría que rendirlo, al menos hasta que su hermano le girara algo. Revisó el saldo, como de costumbre; siempre quedaban los mismos veinte mil pesos que el banco exigía para mantener abierta la cuenta, pero…. fijó bien su mirada y se encontró con muchos ceros a la derecha. Los veinte mil pesos se habían convertido en más de seis millones. La columna de depósitos registraba tres consignaciones de a dos millones cada una. Evidentemente, sus angustias la estaban trastornando. Debía estar alucinando. Sacudió su cabeza de un lado a otro, cerró los ojos, se recostó sobre el espaldar y volvió a mirar la libreta. Los seis millones seguían allí.

-Señor, perdone que lo moleste, pero…no entiendo la cuenta que aparece en mi libreta. ¿Será que me puede hacer el favor de echarle un ojito y decirme cuál es la cifra que aparece en el saldo?- le dijo al chófer, pasándole la libreta y tratando de disimular su confusión.

El taxista disminuyó la velocidad, se orilló y miró los números.

-Seis millones con veinte mil pesos señora- leyó el hombre.

No estaba alucinando. Le habían consignado tres giros de a dos millones cada uno. Evidentemente, era una equivocación. Su hermano, el único que depositaba a su favor cada vez que estaba en aprietos, a menos que se hubiese ganado la lotería, no le mandaría una suma así. Además, aún no había hablado con él, para ese momento todavía no sabía que César estaba desempleado de nuevo.

Mientras el chófer giraba para regresar al banco, como ella se lo había solicitado, imágenes del pasado regresaron a su mente. Se vio de niña en la tienda de la esquina comprando cigarros para su madre con un billete grueso, volviendo a su casa alegre con el billete, los vueltos y el cigarro, porque se habían equivocado al despacharla, y recibiendo el regaño de su madre por haberse quedado callada, volviendo de nuevo a la tienda a pagar, como era justo, según su mamá. Se encontró en el patio del colegio, con apenas quince años, recogiendo un rollito de billetes equivalentes a una mensualidad, y luego en la oficina de la rectora, reportando el hecho. Se halló caminando por la acera de la plaza aledaña a su casa, chocando sus pies con una pulsera de plata, que su madre no pudo regresar porque nunca supo a quien le pertenecía, quedando condenada a permanecer en el cofre de las prendas valiosas, por si acaso le aparecía dueño.

Esta vez, como todas las recordadas, le habían puesto en el camino algo que no le pertenecía, y allí iba de nuevo a regresarlo, como su madre le enseñó. Sin embargo, ya no era la niña de los recuerdos, ahora le estaba doliendo la honestidad. Las cuentas del mes se arreglarían fácilmente, si esos pesos se quedaban allí.

-¡Pero... qué tonta! No me puedo quedar con él, aunque quiera. Los bancos no se equivocan nunca y si lo llegan a hacer, tienen muchos mecanismos para darse cuenta del error. Lo mejor es reportarlo ¿Qué tal que después me lo cobren? ¿De dónde lo voy a pagar? Tremendo lío en que me voy a meter- reflexionó.

El taxista la sacó de sus pensamientos, anunciándole que habían llegado. Bajó a prisa, el taxímetro estaba corriendo. La fila de la mañana estaba despejada.

-No hay error señora, ese monto lo consignaron a esta cuenta- le afirmó el cajero, después de revisar minuciosamente los registros. Luego, le entregó copia de los recibos de depósito. Los tres estaban a nombre de la misma persona, una mujer llamada Berenice Landaeta, quien no tenía para Bertha la menor huella de familiaridad.

Salió del banco con paso atontado. La prisa había terminado. Abrió la puerta del taxi, se sentó y no quiso pensar más. Todo el camino no hizo otra cosa que mirar por la ventana, leer cuanto aviso veía, fijarse en la gente, en sus ropas, en sus bolsos, en sus lentes, en los carros, en las motos, en los carritos de helados, en los árboles…

 ******************************************************************************************************************************************************************


Imagen tomada de: https://sp.depositphotos.com


MARTICA
(La Cita)

Faltaban ocho minutos para las tres.  Apuró el paso.  Debía recorrer cuatro cuadras más para llegar hasta la parada del bus que le habían indicado. El corazón se le agitó, como siempre. A pesar de los años que llevaba cumpliendo tareas conspirativas, su espíritu no dejaba de sacudirse con cada responsabilidad que le asignaban. Esta vez, menos que nunca, podía fallar. De su puntualidad dependía la concreción de una propuesta que haría saltar la lucha en el país hacia el objetivo que la teoría parecía haber asesinado: la toma del poder. Sentía, como muchos de sus compañeros, que el horizonte se había desdibujado entre escuelas, conferencias, congresos, marchas, paros, campañas electorales  y, ahora… la guerra sucia. 

-¡Ya es momento!- pensó, al tiempo que miró el reloj.
Faltaban cinco minutos para las tres.

-¡Listo! Llegué a buena hora- se dijo, tan pronto se ubicó en la esquina de la plazoleta por donde cruzaban las busetas para llegar a la parada de la calle 43 con carrera séptima, del barrio La Encrucijada.  La parada estaba casi vacía, sólo esperaban allí algunos muchachos con clara pinta de universitarios, y unas cuantas mujeres, como se lo habían advertido.

El cielo estaba opaco, anunciaba lluvia. La brisa era fresca y tenía olor a tierra mojada. Entraba el invierno. Esa tarde la recordaría siempre, nunca supo por qué, pero la llevó en sus recuerdos hasta el final.

Desde su posición divisó la buseta que, tal como se lo habían asegurado,  pasaría de tres a tres media. No traía pasajeros parados. Con tranquilidad observó cómo cruzó la esquina y paró. Se bajaron dos señoras, un hombre mayor y varios estudiantes. Luego, abordaron las mujeres y los universitarios que estaban en  la parada. En cuestión de segundos el lugar quedó solitario. La camioneta arrancó. Ella apretó su paso hacia la parada, con los nervios de punta, y sucedió lo esperado: desde una de las ventanillas alguien sacó un brazo y arrojó una cajetilla de fósforos al pavimento.
Miró hacia atrás y hacia los lados. Nadie la observaba. Se agachó. Fingió amarrarse los cordones de uno de sus tenis y cogió la cajetilla. Se levantó y siguió caminando como si nada. El susto había pasado.

Disimuladamente guardó la cajetilla en el bolsillo derecho de su jean.

-¡Ahora, pies en polvorosa, Martica!- Se dijo, con la voz de su padre, quien le hablaba desde su interior cada vez que estaba ante una situación complicada.

Entonces, comenzó a caminar con premura, dio la vuelta a la manzana, recorrió varias cuadras, salió a una gran avenida y le metió la mano al primer taxi que apareció. Tan pronto se supo fuera de la zona, observó al chófer entretenido en el volante y sacó la cajetilla de fósforos de su jean. Cuando se dio cuenta que era de los de palito, -no había tenido tiempo de reparar en ella- sonrió y suspiró. Ese detalle sólo podía venir de quien venía. Luego la abrió. Un papelito enrollado le dio las coordenadas:

-Hotel California, habitación 42, 7 p.m.



 ******************************************************************************************************************************************************************

Tomada de Pinterest.com
Fue la primera en llegar, como se había acordado. Apenas pronunció la primera parte del santo y seña: “comida especial, doctor”, la puerta se abrió y un brazo enorme, fuerte, la arrastró hacia adentro.

-Martica, yo conozco tu voz a leguas.

-¡Costeño, muérgano!- respondió ella, mientras él pasaba el cerrojo a la puerta sin quitarle los ojos de encima.

-¡Te necesito!- afirmó aquel hombre mayúsculo, quien junto a la silueta delgada y frágil de Martica parecía un patagón.

Ella sacó la caja de fósforos de su chaqueta, pícaramente se la enseñó y dijo:

-Lo sé. Los fósforos de palito me lo dijeron. ¡Qué lindo detalle, amor!

Segundos después estaban tirados en la cama, besándose y acariciándose por encima de la ropa.

-En cinco minutos comienzan a llegar- susurró ella.

Entonces él se apartó, desabrochó su camisa, soltó la bragueta del pantalón, metió una de sus grandes manos por debajo de la minifalda de jean que Martica llevaba -tan apropiada para la ocasión-, descubrió su centro de gravedad y se olvidaron de que sólo tenían cinco minutos para el amor.
Cuando tocaron la puerta los labios de Martica decían “¡Te amo!”, mientras los ojos de su gigante recorrían su medio cuerpo desnudo.
Rápidamente se incorporaron. Martica arregló sus tangas, bajó su minifalda, compuso la cama y se metió corriendo al baño. Él terminó de vestirse, abrió el cajón de la mesita de noche, sacó una Bereta, la metió en su cinto, se acercó a la puerta y   preguntó:

-¡Qiubo, qué se le ofrece?

-Comida especial, doctor.

-¿Trajo lo que encargué?

-Sí, butifarra con limón.

Al escuchar el santo y seña, abrió la puerta. Martica salió del baño con el cabello en su lugar, los labios bien pintados y un brillo especial en los ojos, único rastro dejado por el amor recién hecho.

-Él es Antonio- le dijo a su hombre grande.

-¡Ah! Mucho gusto, hermano. Yo soy Urías.Acomódate. Ya vamos a hablar cuanto lleguen los demás. ¿Cuántos faltan, Martica?

- Dos: César y Pacho. En ese orden deben llegar.
La puerta volvió a sonar. Todos guardaron silencio. Urías se tocó el cinto, se acercó y preguntó:

-¡Qiubo, qué se le ofrece?

-Comida especial, doctor.

-¿Trajo lo que encargué?

-Sí, patacón pisa’o.

Todos se miraron y asintieron. Urías abrió la puerta, dejó pasar al convidado, cerró, le extendió la mano y preguntó:

-¿César, cierto?

-¡Sí, compañero, César!

-Urías.  ¡Pasa!

César, Antonio y Martica se saludaron.

-Voy a preparar un tintico. ¿Les parece?- Dijo Martica, dirigiéndose a la pequeña cocina de la habitación, donde había una cafetera y dos papeletas de Colcafé Instantáneo.

-¡Sí,claro ¡ ¡Cómo no! Asintieron todos.

En ese momento volvieron a llamar a la puerta. Todos se miraron y nuevamente guardaron silencio. Urías fue a abrir.De nuevo tocó su cinto e inquirió:

-¡Qiubo, qué se le ofrece?

-Comida especial, doctor.

-¿Trajo lo que encargué?

-Sí, arroz de lisa.

Urías miró a Martica y ella asintió. De inmediato abrió la puerta e invitó a pasar al último convidado. Mientras cerraba le extendió su mano:

-Y tú debes ser Pacho, si no estamos quebrados, viejo man- Dijo, al tiempo que soltó una carcajada sonora que contagió a Pacho.

-¡No, qué tal! Claro, Pacho, el mismo que viste y calza. Mucho gusto, camarada.

Mientras Martica servía el tinto, todos se acomodaron. Urías se instaló en la alfombra y recostó su ancha y larga espalda sobre la cama. Los demás también se sentaron en el suelo haciendo un círculo alrededor de Urías.

-Martica, ya que todavía estás parada, haznos el favorcito de prender el televisor- pidió Pacho.

-Muy buena esa, compañero. Se nota que anda en la jugada- Dijo Urías.

Martica encendió la televisión, giró la perilla de los canales, varias veces, hasta que apareció Caracol. Sonrió infantilmente y le subió el volumen. Todos voltearon a mirar.

-¿Qué pasó, sardina? ¿Nos va a poner Sábados Felices? Eso es un atentado contra esta reunión- protestó sarcásticamente César.

-Mire que sí, camarada. Colombiano que se resista ante Sábados Felices no tuvo infancia- dijo Antonio.

-O se crió en la guerrilla, mano- aseveró Urías.

Todos se echaron a reír. Martica cambió el canal, dejando a Gloria Valencia de Castaño con Naturalia.  Aunque ese programa le encantaba, sabía que no era del gusto colectivo, así que no había riesgo de distracciones en la reunión. Todos concordaron en eso. Entonces se incorporó, con su tintico en mano, al círculo, sentándose al lado derecho de su clandestino amor.


 ******************************************************************************************************************************************************************



Urías parecía personaje creado por la ficción. Poseía un físico extravagante: medía más de dos metros, tenía una estructura muscular maciza - por más que comiera jamás se le abultaba el estómago-, sus brazos fornidos le alcanzaban las rodillas, tenía la piel aduraznada, los ojos inmensos agatunados, la barbilla prominente, la nariz acaballada, y una gran cabeza, apenas disimulada por su lacia  melena castaña que le tocaba las paletas. Siempre decía que era el perfecto colombiano: “mitad cachaco, mitad costeño”, pues su padre era originario del Magdalena y descendiente de esclavos, mientras que su madre era una típica santandereana con orígenes peninsulares.

-La crianza es la que marca- decía cada vez que debía explicar porqué hablaba “cantaʹo  como los costeños”, si tenía pinta de cachaco. Y, ahí mismo, aprovechaba la ocasión para soltar vivaces narraciones sobre su infancia en Mariangola, uno de los 26 corregimientos de Valledupar, ubicado hacia el suroccidente, en los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta; a donde sus padres llegaron huyendo de la violencia, después del asesinato de Gaitán, cuando él era apenas un crío.

Mariangola fue el único lugar donde  vivió, antes de convertirse en guerrillero. Allí había sido libre hasta que “yo no sé a qué triple hijueputa se le ocurrió montar una escuela, y al desgraciado del cura convencer a los papás de uno de que nos encerraran ahí”, contaba. Esa fue la época en que conoció lo que era “una buena pela”, por la “sapería de  la monja que daba clases” quien cada vez que se volaba del colegio iba “derechito a la casa a contárselo a mi mamá”.

-¡Ñerda! Es que ya no nos quedaba tiempo de irnos paʹl río, ni de subir paʹl monte a corretear burras, ni de meternos paʹrriba a mirar a las guerrilleras bañándose. Nos zampaban dos turnos y tareas paʹ la casa- comentaba muerto de risa.
Así, entre escapadas y pelas terminó la primaria, pero no pudo continuar el bachillerato porque para esa época se quedó  sin familia, se internó en la montaña y se volvió  guerrillero.

-Yo no tuve de otra. Me tocó agarrar el fusil.- contaba, sin ahondar en detalles, pues cuando recordaba su primer día como combatiente se veía llorando a moco tendido, como un niño, mientras se montaba el uniforme. Muy pocas personas conocían su tragedia, entre ellas Martica. En una de sus noches de amor le había contado como el Ejército había matado a “papá, mamá y mis dos hermanitos”.

Fue una mañana de martes. Todos se habían levantado. Urías, quien no esperaba el desayuno para revisar los criaderos, notó que una de las tres cerdas que tenían -la que estaba preñada- no estaba,  y se fue a buscarla para un montarral ubicado detrás de una loma que rodeaba la pequeña finca donde vivían, sembraban plátano y, además, criaban pollos, chivos, marranos, conejos y curíes.

Allá la encontró, tumbada con ocho cerditos pegados a las tetas y otros cuatro debiluchos, incapaces de pelear un pezón, resignados a morir antes de crecer.  Así que se entretuvo poniéndolos a mamar, limpiándole el espacio a la parida y espantando las moscas. En esas estaba cuando escuchó varios disparos. Rápidamente se lanzó al suelo, miró para los lados y se arrastró hasta un matorral donde se cubrió. Imaginó que era otro de los encontronazos entre el Ejército y la guerrilla, que en los últimos meses se habían vuelto frecuentes por la zona.               

Al rato, un extraño silencio lo rodeó. Lo único que oía era el chillido de los cerditos recién nacidos, pues, hasta la cerda estaba callada. Entonces, decidió abandonar el matorral y regresar a la casa. Pero, nuevamente, sonaron disparos. Así que se tendió otra vez en la maleza. El tiempo le pasó allí. Entre silencios extraños y más disparos lo agarró el sol de medio día. En ese momento se le dio por pensar  que habían sido muy pocos y espaciados los disparos, para ser un enfrentamiento.

-¡Eeeche! Esta vaina es rara. Yo mejor me voy paʹ la casa.- se dijo.

El cuadro que encontró lo dibujó con crayones, durante el primer amanecer de vida guerrillera, y lo guardó entre su morral para siempre: 

En la puerta de la casa, su padre, colgado, con las manos y pies atados, el rostro desfigurado y la ropa empapada en sangre que había escurrido, formando un charco bajo el cuerpo.  En un taburete, su madre, mirando hacia el padre, con la ropa hecha tiras, un hoyo profundo en la frente, los ojos espantados y la piel escarlata. Su hermana, siete años menor que él, y su hermano, que apenas caminaba, acurrucados alrededor de su madre, con el rostro entre las manos, fríos, tiesos y embadurnados del color escarlata de ella.

Lo único que pudo hacer fue correr, meterse en el monte y subir al campamento guerrillero donde había visto por primera vez mujeres desnudas, bañándose en el río. Solía ir a llevarles razones: “pasó un convoy del Ejército”, “unos tipos raros andan por ahí en un jeep”;  a entregarles medicinas, comida o libros que los campesinos les enviaban; o a recibir clases de economía política, filosofía e historia, en las escuelas para la guerrillerada, a donde eran invitados los labriegos simpatizantes y su prole.

Al llegar, agitado, sudando, no pudo hablar. Tampoco llorar. Pero, la noticia ya se conocía. Esa mañana, tres familias habían corrido la misma suerte. Él era el único sobreviviente.

-¡Quédese aquí hasta que encontremos una casa segura en Valledupar a donde lo podamos mandar! - le dijo el Comandante Ariel, encargado de los departamentos César y Guajira por el Ejército Revolucionario Colombiano (ERC).

Por la noche, después de tomarse un par de rones que los guerrilleros le habían ofrecido, se le acercó al Comandante y le dijo:

-Yo no me voy de aquí. Yo quiero ser guerrillero. De aquí en adelante voy a echar tiros-

-Piénselo bien. Esto no es fácil. Es para siempre.

-Ya lo pensé. A mí no me van a matar como a mi familia.

El amanecer lo agarró dibujando sobre un pedazo de cartón, con colores de cera que encontró sobre la mesa de una improvisada biblioteca, el último recuerdo de su familia. Cuando le entregaron el uniforme y las botas, se soltó a llorar. Las lágrimas no dejaron de correr, mientras se vestía. Así, con los ojos enlagunados y la nariz aguada se presentó al acto que le organizaron como bienvenida al ERC.

-Tal vez la guerrilla era mi destino, pelaʹita- le dijo a Martica- Aunque yo aprendí que esa vaina no existe, que se hace camino al andar, como dice la canción. Pero, ¡Qué berraco! El único que se salvó fui yo, por andar pendiente de una marrana.  O sea, que si esa animala no pare ese día, no estuviera echando el cuento.

Y en el andar hizo camino. Estuvo asignado a cumplir labores logísticas por casi un año, con tan sólo una pistola como dotación. El Comandante Ariel no quería darle responsabilidades militares fuera del campamento y, tampoco, enviarlo a combate, ni darle armamento pesado.

-Con ese pelaʹo toca tener cuidado. Lo que le pasó fue grave. De pronto le da por hacer una vaina y por ahí nos joden a todos- había manifestado a la dirección del frente guerrillero, durante una reunión donde evaluaron los nuevos ingresos.

Sin embargo, su personalidad entusiasta, que le permitía encontrarle chiste a todo, reír a carcajadas, cantar a campo traviesa, tocar cuanto instrumento se le atravesara, y bailar sin parar, cuando organizaban festejos; además de su temperamento recio, que lo llevaba a hurgar en detalles, mortificar por la perfección, sancionar la dejadez, huir de las alabanzas, expresar confianza en las personas y en las “oportunidades de redención”, como llamaba a “la autocrítica”, lograron que las prevenciones desaparecieran.

Ahora, era el Comandante del Eje Nororiental del Ejército Revolucionario Colombiano (ERC),  tal como lo había presentado Martica ante Antonio, César y Pacho, y andaba en pleno corazón de Colombia cumpliendo una de las misiones más difíciles que se había propuesto: “organizar las milicias urbanas y cuerpos especiales, para trasladar la guerra a las ciudades”, aún cuando contaba con férrea oposición del Comité Central del PRC, brazo político de la organización guerrillera.

No obstante, esa noche, al exponer la propuesta frente a Pacho, Antonio, Cesar y Martica, fue enfático al explicar que no se trataba de dividir al PRC, ni mucho menos de generar política anti-partido.

- Si queremos hacer una revolución, necesitamos tanto al  Ejército del Pueblo como al Partido, como a la organización de masas. El que aquí no esté claro en eso que lo diga de una, hermano, para que no perdamos tiempo.- aseveró.

-Todos aquí estamos claros en eso, compañero. Por eso vinimos- afirmó Antonio, lo cual, César, Pacho  y Martica consintieron.

-Importante que partamos de ahí- manifestó Urías, para continuar explicando que  estaba allí por la necesidad de tomar la iniciativa para ganar la guerra e instaurar un gobierno del pueblo.

-Aquí falta vocación de poder en la dirección del PRC. Los viejos como que decidieron morir en sus camas como congresistas vitalicios. Algo que no se entiende, porque la guerra sucia que nos ha tirado el Gobierno ya se llevó a más de trescientos miembros de la Unidad Patriótica. Cuando les dé la gana quiebran  a todo el Comité Ejecutivo, por muy senadores  que sean- aseveró el Comandante.

-Eso es lo que nosotros hemos venido discutiendo en el Comité Central. ¿Cuántos más tienen que morir para que la dirección  del Partido entienda que debemos cambiar de táctica?- manifestó Antonio.

-Sí, es que ya no podemos seguir con la vía electoral. La burguesía no se va a dejar quitar el poder en elecciones. Ganamos las municipales en todo el país, y… ¿Pa´qué sirvió? Ya casi todos los alcaldes nuestros están muertos, desaparecidos, exiliados o escondidos en el monte.- comentó Pacho.

-Y no se puede hacer una revolución desde los cementerios o desde el monte. Pero… la dirección del Partido insiste en que sigamos poniendo el pecho a cambio de nada.- manifestó César.

-Bueno, ya llegó el momento, compañeros. Nosotros allá arriba estamos claros en que el Acuerdos de Paz firmado, y que la fulana Apertura Democrática, no fueron más que una ilusión, que caímos porque teníamos que probar, una vez más, a ver si por las buenas cambiábamos este sistema de mierda. Pero, más claro no canta un gallo: la oligarquía nos tendió una trampa, nos volvió a joder. Nos mataron a grandes cuadros. ¡Ya no más! ¡Ni maricas que fuéramos!- concluyó Urías, soltando una de sus típicas risotadas.



******************************************************************************************************************************************************************


Antonio
(La clandestinidad)

No fue difícil convencer a los del Comité Ejecutivo del PRC de aprobar el paso a la clandestinidad de Antonio Machado. La detonación de un explosivo frente a la sede del Periódico Voz del Pueblo, que Antonio dirigía, y dos gallinas decapitadas, envueltas en una docena de panfletos donde se le acusaba de ser “un malparido comunista vocero de la guerrilla al que ya pronto le va a llegar la hora”, que habían lanzado frente a la puerta de su casa, momentos después de que María Eugenia se apareciera por su hogar a “darle un cariñito”, como decía ella, sirvieron para reforzar la tesis expuesta por Pacho sobre “la necesidad de salvaguardar al compañero, sometido a amenazas y seguimientos permanentes que ya huelen a urna, hermano”.

-Pues, yo creo que lo primero que debemos hacer es preguntarle a Antonio qué opina de eso, si él cree que, en definitiva, es mejor clandestinizarse que seguir acá tomando medidas de seguridad. Porque es que no se crean que allá va a estar muy cómodo y tranquilo. Allá se tiene la muerte en la pata ʹe la oreja, y todos los días. En eso hay que estar claro- Advirtió Guillermo Vera, secretario político del PRC, después de escuchar a Pacho.

-Aunque es jodido, compañeros, yo estoy de acuerdo. Ya estoy mamaʹo de la amenazadera, ya ni contesto el marica teléfono porque lo primero que pienso es que me van a amenazar. Y la seguidera, de esa vaina ya tengo un rosario, y me estoy acostumbrando a tener un hijueputa tira cerca, y… eso es peligroso… el día menos pensado me llegan las balas y me matan pendejamente. ¡Ah!… lo que dice el camarada Guillermo es verdad. Allá no voy de picnic, yo estoy claro, pero no voy a estar desarmado. Y… si me llega la hora y me dan, pues… yo también doy.
Pero…hay que justificarlo, toca justificarlo, para que cuando estén dadas otras condiciones pueda volver. Yo no quiero quedarme en el monte, eso sí que quede escrito. Mi papel está en la urbe, estoy convencido de eso. Si no es así… me perdonan, prefiero armarme y andar por toda Bogotá con la mano en la cacha…- contestó Antonio, dándole paso a Cesar para que planteara lo que habían convenido.

-Yo creo que eso no es problema, Antonio. Vea, lo sacamos paʹ Cuba, o paʹ la URSS como exiliado, hacemos una denuncia abierta sobre la falta de garantías y tal, y después lo ingresamos clandestino paʹl monte, se queda por allá un buen rato, aprende unas cositas, y cuando la marea esté baja lo rescatamos del exilio.

-No, yo ahí si no estoy de acuerdo. El exilio en este momento no podemos abanderarlo, eso sería abrir la puerta para que cientos de militantes se nos vayan, se caería al suelo todo el espacio que hemos ganado. Yo lo he dicho y lo sostengo: en este momento el exilio es traición- apuntó Guillermo.

La discusión, entonces, tomó otro color. Casi que de forma inmediata, todos los miembros del Ejecutivo levantaron la mano para pedir derecho de palabra. Irene fue la primera en hablar.

-Creo que Cesar no está claro sobre algunos lineamientos del Partido. Se los voy a recordar, camarada: la lucha política y electoral, en este momento, es la lucha principal. La guerra sucia busca ponernos a correr para que perdamos los espacios que hemos conquistado en todo el país. Por eso, no podemos aceptar el exilio. Ahora no, no estamos en retirada. Esa orientación fue aprobada en mayoría por el Comité Ejecutivo. Así que lo que usted propone, sobre la forma de conservar con vida al compañero Antonio, es una contradicción con ese lineamiento, y una forma de marcar la indisciplina dentro de los militantes, y de tirarse el trabajo del Partido. ¡Qué berraco!

Irene, quien se había levantado de su butaca para hablar, como siempre lo hacía, no volvió a sentarse cuando terminó, sino que corrió la silla, se abrió paso, empujó la silla dentro de la mesa redonda, alrededor de la cual estaban reunidos, y se quedó de pie, firme y furibunda, mirando a Cesar con reproche. Cesar, la observó, miró a su alrededor, y sarcásticamente dijo:

-¡Ay, jiʹjuepuerca! Usted es más estalinista que Stalin, Irenita. A ese paso voy a terminar expulsado. Pobrecito, Pacho. Mijo, lo considero.

Más de uno, entre ellos Pacho, soltó la risa, mientras Irene se mantuvo seria. La discusión continuó:

-Yo me disté, desde el principio, de esa teoría de que el exilio es traición, y sigo firme con mi cavilación. Con todo respeto, compañero Guillermo, compañera Irene, ustedes están equivocados- manifestó Rafael Morales, con su particular voz ronca y acento campesino, tras lo cual se levantó, se separó de su asiento, apoyó la espalda en la pared que enfrentaba la mesa, encendió un tabaco y prosiguió su intervención en medio de gestos, runrunes, respiraciones profundas, la mirada severa de Irene y la risita taimada de Cesar.

-La lucha electoral no tiene que llevarnos en bandeja ʹe plata al enemigo. Nojotros estamos por una revolución y así lo dice el programa del Partido, y también dice que apoyamos toʹas las formas ʹe lucha. Quedarnos metidos en la vaina electoral…yo creo que eso sí es lo que quiere el enemigo, paʹ eliminarnos faciliiiito. Así que yo creo que toca revisar esa línea, y paʹ mañana es tarde, vea. Si no, ¿cómo carambas vamos a resolver el lío del camarada acá? ¡Díganme a ver! ¿O vamos a dejar que también nos maten a Antonio?

Pacho, con su acostumbrada parquedad, se mantuvo silente mientras la discusión progresaba. Incluso, mientras Irene intervenía para manifestar su posición, que estaba en abierta contradicción con la de él, permaneció observándola con sus ojos enamorados, sin que siquiera un dejo de molestia se filtrara en su mirada.

Después de oír a Rafael, levantó la mano y pidió “una moción de orden, camaradas”, con la que logró calmar las aguas y lograr lo que habían acordado en la reunión del Hotel California: aprobar el paso a la clandestinidad de Antonio. La discusión propiciada por Cesar sólo era un poco de casquillo para, como ellos mismos se dijeron, muertos de risa al salir de allí, sacarle la piedra al viejo, como fraternalmente le decían a Guillermo, por querer estigmatizar al exilio “¡tan berracamente, ala!”.

-Compañeros, sobre el exilio no tenemos porque discutir hoy. Aquí el Ejecutivo trazó una línea al respecto y todos la acatamos, así todos no estemos de acuerdo. La propuesta de Cesar está bien, pero sin meterle la denuncia pública. Sacamos al compañero del país, abiertamente, legalmente, y luego lo retornamos en silencio, clandestinamente. ¡Listo! No hay lío con eso. Ahí nos inventamos una charla para el enemigo, para cuando empiece a preguntar…. y otra para la militancia. Aquí lo importante, y lo dije desde el principio, es poner a salvo a Antonio. ¿Sí o no?

Por unanimidad, entonces, se clausuró la discusión sobre el tema del exilio, y el Comité Ejecutivo del PRC aprobó el paso de Antonio Machado a la clandestinidad. Era el tercero en el Comité Central a quien le habían autorizado la incorporación al ERC, pero, el único al que se le planteaba como “provisional”. 
Los otros dos dirigentes, Eulalio Córdoba, un universitario, barranquillero de cepa, y José Jairo Gómez, músico paisa, simplemente habían decidido “cambiar de forma de lucha, ante la arremetida violenta del Estado”, como lo manifestaron en un documento titulado “Carta abierta al pueblo colombiano”, enviada a la prensa para dejar clara su desincorporación voluntaria, desde ese momento, del PRC “…para los efectos que de esta decisión puedan derivarse, tanto política como legalmente, contra el Partido donde nos formamos como revolucionarios, y del que nos consideramos hijos, al cual seguiremos respetando y amando hasta el último de nuestros días”.

Con Antonio, era diferente. No habría comunicado público, no habría desincorporación. Sólo se reemplazaría, temporalmente, en sus funciones como Secretario de Propaganda, y en su responsabilidad como Director del Periódico Voz del Pueblo, mientras “cumplía con un tratamiento médico en Cuba por una afección renal”.

Una semana después, Antonio voló hacia La Habana. Mientras observaba por la ventanilla lo que parecía ser su próximo destino: las montañas de Colombia, recordaba a María Eugenia, su María Eugenia.

-No voy a reprocharte por desoír mis pedidos. No tiene sentido. Tú eres mi hombre amado, mi irreductible comunista. No podías actuar de otra forma. Yo…sólo espero que tengas suerte en este camino, porque tienes razón: no hay otro camino. Espero que pueda volverte a ver, amor. Aquí o en cualquier lado, donde toque, te voy a estar esperando- le había dicho ella, hacía dos noches, cuando se despedían.

Un par de lágrimas quisieron asomar en sus ojos extraviados por el recuerdo, pero, una voz ruda que escuchó a su lado, frustró su necesario llanto.

-¿Cómo se siente hoy?- preguntó un hombre moreno, de amplio estómago, con agudos ojos y candado alrededor de los labios, que estaba sentado junto a él, y en quien, hasta ahora, reparaba.

Antonio vaciló en responder. Era el santo y seña acordado para hacer contacto con la gente del ERC que lo llevaría de vuelta a Colombia. Pero, esperaba que lo abordaran en Cuba, unos días después de su llegada.

-¿Cómo se siente hoy?- volvió a preguntar su compañero de viaje.

-Mejorando, voy camino al médico- respondió Antonio, casi que instintivamente.

-Tengo una receta que le puede funcionar. ¿La quiere?

-Siempre que sirva para volver pronto.

El hombre le entregó una Revista SEMANA, envuelta herméticamente en plástico transparente. Antonio la guardó con cuidado en su maletín de mano.

-¡Gracias!-

-¡De nada!-

A continuación el hombre se recostó en la silla, cerró los ojos y no dijo una palabra más. Antonio lo observó con detenimiento hasta grabar completamente su imagen, “por si las moscas”, se dijo.

Cuando anunciaron el aterrizaje en Caracas, escala obligada para quienes querían viajar a la Isla de los comunistas barbudos, destino prohibido desde Colombia, el hombre abrió los ojos, ajustó su cinturón y continúo ahí, como si no existiera un pasajero a su lado. Antonio le siguió el juego. 
Luego, cuando los pasajeros comenzaron a bajar, el hombre se levantó con tranquilidad y salió sin inmutarse, entre uno de los primeros en descender. Antonio pisó tierra, pasó los controles de migración y corrió a buscar un baño para revisar lo que había recibido. Se sorprendió al encontrar un pasaporte colombiano con su rostro, pero, a nombre de Benjamín Ayala Briceño, y un pasaje de retorno a Caracas, desde La Habana, para el día siguiente.


 *********************************************************************************

Al llegar al Aeropuerto Internacional José Martí, en La Habana, Antonio sufrió los rigores de la estricta seguridad cubana que, de múltiples formas, aplicaba su inteligencia para detectar cualquier detalle que pudiera develar irregularidades, coincidentes con los informes que tenían sobre los planes de la CIA para infiltrar agentes entrenados en ejecución de actos terroristas o cualquier actividad de sabotaje.

Ya se lo habían advertido en el Partido: Vas como un ciudadano común y corriente. No te recibirán como funcionario del Partido, ni como exiliado. Ni allá, ni acá queremos dar pie a que tu salida del país se interprete como lo que es…simplemente vas a cumplir con un tratamiento médico…

Antonio se mantuvo paciente, observando con el atisbo e imaginación de un verdadero periodista. Más bien, disfrutó el lento proceso de ingreso, grabando miradas escondidas, palabras capciosas y preguntas aburridas, que pasarían desapercibidas o molestarían a cualquier ser del común; pero que, para él, estaban claramente inscritas en la necesaria seguridad de un Estado amenazado y asediado por la potencia militar más peligrosa del mundo.

Cuando, finalmente, selló su pasaporte, pasó los controles, reclamó su equipaje y se enrumbó hacia la salida, lo primero que vio fue a una muchacha saporrita, de cabello largo, rizado y amonado, con un cartel frente al pecho y entre sus brazos que decía “¡Bienvenido, amor!”, frase que había memorizado como contraseña de quien lo contactaría en la isla.
Con una mezcla de suspiro y sonrisa, que conjuró el susto innegable con el que venía, se acercó a la joven con su santo y seña: -“¡Feliz por verte!”. Ella le saltó encima con un abrazo, al que él supo responder con toda naturalidad, mientras escuchó un susurro en dulce acento paisa: -“Soy Rosangela, bizcocho”.

Con mucha fraternidad y como si lo conociera de años, Rosangela lo tomó del brazo y se encaminó con él hacia la salida del aeropuerto, preguntándole cómo había estado su viaje. En segundos habían abordado un pequeño Lada con un gran aviso de Taxi sobre el techo, que los condujo hasta el Hotel Habana Libre.

Según los instintos de Antonio, este inmueble debía estar ubicado en el centro de La Habana, por lo poco que había podido precisar, mientras intentaba, por un lado, complacer el embeleso de sus ojos que, tras el vidrio de la ventanilla del taxi, se arrebataban con las edificaciones majestuosas de aquella ciudad que sintió como un museo vivo, muy al estilo de la España invasora que osó por siglos servirse de aquel paraíso tropical a su antojo; y por otro, atender a Rosangela, quien, como buena paisa, conversaba parlanchinamente.

El Hotel Habana Libre tenía una arquitectura desemejante a casi todo lo que había observado, que Antonio identificó como un implante de la época de penetración gringa en la isla, la llamada Modernidad de los años 50.

Rosangela lo instaló, como su pareja, en la habitación que ella ocupaba. El cuarto era espacioso, ambientado con un mobiliario de madera, vidrio, metal, cerámica, paños y cortinajes, que exhibían un amasijo estético revelador de dos tiempos: el dominio yankee y la Revolución de los Barbudos.
Un gran lienzo colgaba de la pared que enfrentaba la cama matrimonial, con una imagen que rememoraba la lucha independentista, emprendida por Maceo, El Titán de Bronce, quien encabezaba, montado sobre un caballo pardo, una marcha de hombres y mujeres del campo, con su prole y enseres a cuestas.
Antonio fijó sus ojos en el cuadro, como auscultándolo. Rosangela le dijo que en Cuba iba a encontrar montones de obras dedicadas a Maceo y Martí, al Che, a Fidel, a Camilo, y que, a veces, no se distinguía si narraban pasajes reales de la historia o eran, simplemente, arte imaginativo.
Luego, le explicó que él debía salir, a eso de las dos de la tarde del día siguiente para Caracas, como Benjamín Ayala Briceño. Abrió un escaparate de madera pulida, que hacía las veces de closet, y lo colocó en posesión de varias mudas de ropa, medias, calzado, lentes, un reloj y anillo de graduación, con lo cual debía personificar su nueva identidad.
-Todo lo que vos trajiste me lo dejás arregladito aquí, que no lo vas a necesitar, por ahora- le dijo.
Luego, abrió el cajón de la mesita de noche que formaba perfecto juego con el escaparate, sacó una libreta, se sentó en la orilla de la cama, bajó la voz y lo convidó a sentarse a su lado para mostrarle algo que llamó “detallitos”, y que no eran otra cosa que una retahíla de datos que debía memorizar, antes de salir para Caracas, sobre la vida y obra de Benjamín Ayala Briceño.

-Esto es por sí acaso los venecos te llegan a preguntar. Recordá que allá también hay represión, no vayás a creer que no. El gobierno de Luis Herrera es compinche del de Belisario, y como vos venís de Cuba… no te vayan a coger por no saber quién eres, bizcocho. ¿Si me entendés?

-¡Claro, compañera, claro!

-Bueno, te dejo tareíta. Yo voy a hacer una vuelta y regreso como en una hora. Mientras… aprovechá, te bañás, te arreglás, descansá un ratico…no sé, lo que vos querás. Y cuando regrese vamos a caminar por El Malecón, aprovechamos y comemos, así no te aburrís, se te hace más corta la noche. O nos vamos al cabaret del hotel, siempre tienen espectáculos…vos decidís…

-Sí, me parece bien, compañera. Vaya tranquila, nos vemos en una hora.

Tan pronto la muchacha salió, Antonio se espernancó sobre la cama con los brazos en cruz y las piernas de orilla a orilla. Se sentía apabullado. Suspiró profundamente y recordó a María Eugenia.

-¿Por qué no me la traje?- se reprochó, aunque de inmediato sacudió la cabeza de un lado a otro y reflexionó:

-No, esta fue mi decisión. Ella no tenía porqué venir. La veré tan pronto regrese.

Volteó a mirar la mesa de noche y vio sobre esta la libreta de los detallitos” que Rosangela le había dejado. Se incorporó, la cogió, acomodó una almohada tras su espalda, se recostó y comenzó a leer las anotaciones que tenía: lugar y fecha de nacimiento, nombre de padre y madre, nombre de abuelo y abuela, orígenes de la familia, nombre de los hermanos -eran tres-, tipo de sangre, dirección de habitación, número de teléfono, lugares donde había estudiado, número del pase de conducir, fechas de salida de Colombia, ingreso a Venezuela, a Cuba… aquí se detuvo, y reflexionó:

-¿A Cuba?…mi nuevo yo está aquí- se quedó por segundos como en blanco. Luego, volvió en sí, cayendo en cuenta de lo que ya sabía: la seguridad de ningún país, menos la cubana, va a pasar en alto la salida de alguien que no ha entrado…por supuesto…mi otro yo, debe estar aquí…yo estoy como caído del zarzo…

A efecto seguido, saltó de la cama y fue hasta la maleta que había dejado tras la puerta, la abrió, a tientas esculcó y sacó la Revista SEMANA que había recibido en el avión, donde aún seguía el pasaporte con su identidad de salida de Cuba. Lo abrió y pasó sus páginas hasta encontrar el sello de migración ENTRADA. La fecha y hora coincidían, exactamente, con lo que estaba anotado en la libreta de los “detallitos”. Lo volvió a guardar en la maleta, y regresó con su tareíta.

Al continuar leyendo, encontró estado civil (soltero), “por suerte”, se dijo; y profesión. En este punto se volvió a parar: Benjamín era periodista, igual que él. Eso hizo que soltará una risotada.

-Bueno, al menos esta me la sé.

Luego, cerró la libreta, la soltó sobre la mesa de noche, se levantó, se desprendió de la ropa, volvió hasta la maleta, la cargó, la montó sobre la cama, sacó una muda completa y se encaminó al baño.

Cuando Rosangela regresó ya había memorizado el número de cédula de Benjamín, su fecha de cumpleaños, la ciudad donde nació y el número telefónico. Estaba hambriento y deseoso de “tomar aire cubano”, por lo que sin mucha conversadera salieron de la habitación y se fueron andando por el museo vivo, como Antonio insistió en bautizar a la capital de la Isla de la Revolución.

A unos cuantos metros, se toparon con una larga fila de gente, muy bulliciosa, pues, entre la pequeña multitud había niñas y niños.

-¿Y esa fila, para qué es?- preguntó Antonio, inquieto y exaltado.

-Helados Coppelia, man. ¿Querés probarlos? Son una berraquera y con lo que pagás uno en Colombia, te comprás toda la heladera acá.

-¡Claro, cómo no!- respondió Antonio con un gesto que le tornó infantil la mirada.

En la fila pasaron casi media hora, tiempo que aprovechó Rosangela para contarle la historia de esta famosa heladería, construida en tiempos de Revolución, para 1966, por empeño del propio Comandante Fidel, quien quería que la Cuba de Martí produjera más sabores de helados que los monopolios gringos; así que buscaron máquinas de primera línea en Suecia y Países Bajos; mientras que un equipo de combatientes se encargó de diseñar el espacio, dándole forma y nombre al proyecto. Su distinguida marca es una abierta alusión al Ballet Coppelia, y salió de Celia Sánchez, valiente guerrillera, entonces, Secretaria de Presidencia.

El sabor del Coppelia, disfrutado en silencio y como en cámara lenta por Antonio y Rosangela, les acompañó hasta que sus papilas comenzaron a degustar de un mojito en “El Gato Tuerto”, un establecimiento reputado que se les cruzó unas  cuadras más adelante; a donde entraron por petición de Antonio, quien había oído hablar de aquel lugar a varios de sus camaradas internacionales. Antonio no pudo encontrar al gato con un parche en el ojo que, tomándole del pelo, le dijo a Rosangela creía que era el chef; pero, se río a montón con cada palabra que creyó descubrir en el argot golpiaʼo que saltaba de las mesas en rededor, y disfrutó al percibir la sal caribeña en su atrevido existir como colándoseles por la piel, así como el golpeteo del oleaje Caribe, empujando al Malecón cercano al lugar.

-Aquí estuvo Gabo- dijo Antonio.

-¡Brindemos por nuestros Cien Años de Soledad!- replicó Rosangela, levantando su mojito.

-¡Salud por los Cien Años de compañía Nuestra Americana que escribiremos ahora!- contestó Antonio, al tiempo que alzaba su vaso para chocarlo con el de Rosangela.
Mientras saboreaban los mojitos, Rosangela aprovechó para alabar la solidaridad del gobierno cubano con la lucha por la revolución en Colombia, aunque “las cosas no son como antes, vea, porque… se presiente que va a venir un cambio fuerte, internacional, con esas reformas de la Unión Soviética. Aquí, la gente está convencida de que la URSS se va a caer, pero… la decisión de Fidel es continuar con el Socialismo, así se queden solos con esa bandera”.

-Solos no se van a quedar. El continente está ardiendo: ahí está Nicaragua, El Salvador y nosotros…nosotros vamos a hacer la revolución, y por eso que usted está diciendo, con más razón. Si los rusos, que hace rato andan de retirada, se entregan al Capitalismo, allá ellos. Nosotros tenemos que seguir el camino.

-Sí, claro, Antonio. Pero, vea, toca prepararnos moralmente, sobretodo, para el berraco trancazo. Y, económicamente, eso es importantísimo. Los cubanos van a sufrir muchísimo si la URSS se cae o les da la espalda. Y… eso nos va a afectar a todos. Mire, en otra época, usted se hubiera podido quedar unos diítas acá, y seguro una reunioncita con la gente del Partido, nos hubiéramos alojado en la posada de los CDRs, que es una berraquera porque uno ahí puede conocer cómo funcionan los Comités de Defensa de la Revolución, y ellos siempre están ávidos de que les echemos los cuentos de allá…perooo… no, ahora no, toca más bien acelerar las cosas, y cuidarnos de no meter al Estado cubano en líos. Bueno, ellos mismos nos lo han dicho. Y nosotros lo entendemos. Cada quien tiene sus prioridades y debe cuidar su frente, ¿si me entendés, bizcocho?

La conversación siguió hasta que la comida apareció. Antonio se concentró en devorar el exquisito arroz con grí y marrano frito que le sirvieron, mientras Rosangela hacía lo mismo con la sopa de cangrejo que había ordenado. Al terminar, pidieron un postre de chocolate, un par de mojitos más y la cuenta, que Rosangela asumió. Luego, se encaminaron hacia El Malecón, dejando al Gato Tuerto para las nostalgias y pesadumbres de Antonio, que recordaría como a una de las galerías que acostumbraba a visitar sólo para evadirse, cuando se sentía ofuscado; pues, cargaba a cuestas una considerable ignorancia sobre la plástica, puesta de manifiesto esa noche, cuando ni siquiera logró identificar las imágenes del automovilista argentino, Juan Manuel Fangio, exhibidas en un paño especial del restaurante como reseña de su participación en el Primer y Segundo Grand Prix de Cuba, que la estrella del volante suramericano había conquistado en 1957. 

-Si no me lo dice, ni por allí…- le apuntó a Rosangela con desparpajo, cuando esta le comentó que el decorado del restaurante con obras de grandes artistas nacionales, y ese mural de recordación a Fangio, trae a un mundo de turistas.

Ya estaba oscuro cuando los pies de ambos se pusieron sobre El Malecón, daban casi las diez de la noche. El lugar lucía lleno de lugareños y turistas, parejas enamoradas y añoranzas traídas por la brisa húmeda del mar que retrotrajo como película, en los recuerdos de Antonio, aquella semana mágica en la Bahía de Santa Marta cuando conoció a María Eugenia.

Había una escuela regional del Partido a la que él asistió, enviado por el Comité Central, a orientar el estudio de El origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, escrito por Frederich Engels. María Eugenia logró impresionarlo con sus apreciaciones sobre el texto, y terminó enamorándolo una noche en las arenas de El Rodadero, donde hicieron el amor con la complicidad de la luna en su creciente, y al abrigo de las olas confundidas en sus cuerpos.

-Es el mismo mar- dijo Rosangela, sacando a Antonio de su idílico amorío en Santa Marta.

-¿Qué?- contestó él, con algo de pena al sentirse descubierto en su abstracción.

-Que es el mismo mar de nuestra costa Caribe, de nuestra Santa Marta, Barranquilla y Cartagena...

Antonio soltó la risa, y se sonrojó, sin notarlo. Rosangela se rió también, lo apuntó con el índice derecho y le dijo:

-¡Ajá! Te pillé. ¿Quién sabe de qué te estabas acordando? ¡Hummm!

Antonio volvió a reír, se la quedó mirando, trató de decir algo, movió la cabeza hacia los lados, y confesó:

-¡Para qué negarlo! Usted es mujer y las mujeres siempre se lo pillan a uno.

Entonces, decidieron regresar al hotel, casi que contando los pasos para complacer a Antonio, que le dijo a Rosangela: -“…como ya me voy, quiero disfrutar un poco más de Cuba, no sé si pueda regresar algún día…”
En el trayecto, mientras se escuchaban sones de la Orquesta Aragón y a Los Van Van, Rosangela le confesó “nos veremos de nuevo en otro lugar, no creás que te vas a librar de mí mañana”, y también que “vos vas a estar en Caracas unos cuantos días, tenés que prepararte antes de volver, ahí te va a recibir una gente, venezolana, que trabaja con nosotros hace tiempo, con ellos plena confianza”.

Cuando llegaron al hotel, ya se acercaba la media noche, Rosangela se apresuró hasta la recepción, pidió la llave, y en baja voz le dijo a Antonio:

-Hay una botella de ron esperándonos en la habitación.

Antonio se sorprendió. Sin saber qué decir, atinó a una objeción:

-¡A ver…oiga, pero, permítame aportarte algo! Yo traje viáticos y no los he tocado, usted ha pagado hasta el helado…además, no puedo despreciar una botella de ron, y puede que el guayabo me haga perder el avión de mañana…así no le queda a usted en la conciencia”, le dijo, con un guiño de petición caballeresca en la que Rosangela no cayó:

-Tranquilo, parce, que a vos no se te va a caer un testículo porque una mujer te brinde, ve, dejá el machismo-, le dijo, abriéndose camino hacia el ascensor, con toda la seguridad de sentirse seguida.

Una vez en la habitación, Rosangela se soltó las sandalias que usaba entretejidas hasta las rodillas. Luego, abrió el escaparate y sacó una bata de dormir. Sin reparos, se descolgó el vestido tipo hindú que, hasta ese momento Antonio precisó, llevaba puesto con todo un glamour que la hacía original; y se desvistió ante sus ojos. Él quedó como pasmado, se volteó y encaminó al baño. Rosangela, ante aquella actitud medrosa, soltó una carcajada y dijo:

-¡No le parés, bizcocho! Si querés te empelotás aquí mismo, yo no tengo líos con eso, somos camaradas.

Antonio rió, apenado, sin voltear su rostro, y se encerró en el baño a esperar que Rosangela se vistiera. Estaba algo mareado. En su cabeza daban vueltas el sabor del Copelia, la bohemia del “Gato Tuerto”, los sones identitarios de la isla; así como  las risas cuajadas de los cubanos y el meneo alegre de las caderas cubanas que se regodeaban bailando sus raíces, mientras él se empinaba los mojitos más mojitos que había probado.
Luego, salió como si nada. La muchacha estaba sentada en el borde de la cama, sirviéndose el ron que le había ofrecido y que había sacado, nunca supo de dónde, mientras él estaba en el baño con la mente dando botes entre la vivencia que no acabada de transitar aquella noche.

-Es muy, muy rico, y espera por vos. ¡Probalo!- le dijo, extendiéndole su vaso.

Antonio lo recibió, olió, cató y se zambulló el trago completo en un solo sorbo. No pudo evitar fijar sus ojos en los pezones de ella, que asomaban frescamente, tras la batica que se había puesto. Eran pequeños y rosados. En ese momento, sintió que Rosangela le atraía. En segundos pudo apreciar su vientre plano, su ombligo hundido y sus piernas gruesas, blancas como leche. Le devolvió el vaso, ella lo recibió, se sirvió otro trago y, calcando a Antonio, se lo tomó de un solo sorbo.

Antonio se desprendió de su timidez y comenzó a quitarse la camisa, mientras ella lo observaba en silencio. De pronto sintió apretada la pretina del pantalón y una urgente necesidad de desabrochársela. Instintivamente, puso sus dedos índice y pulgar sobre la correa y la desató. Rosangela se levantó, se le acercó y puso sus manos sobre las de él.

-Sólo si vos querés- le dijo.

Él guardó silencio, le apartó las manos y desabrochó su pretina, se quitó el pantalón y lo arrojó sobre la cama. Se quedó mirándola, ella se acercó y le pasó los dedos por los labios.
El Malecón, la brisa húmeda del mar, la sal colada en su piel, los mojitos, las voces del son, las risotadas cubanas, las caderas alegres, el cuadro con Maceo encabezando una marcha campesina, el ron, el acento paisa de Rosangela, los dedos de ella, los labios de él, el chaparrito cuerpo de ella, el semental de él, Colombia, Cuba y Venezuela, se fundieron en aquel curioso cuarto, a nombre del amor espontáneo y la necesidad de vivir.


*********************************************************************************

El chantaje
(César)



Pasaba las páginas, una tras otra; veía los titulares, las fotos, los anuncios… no había texto, ni imagen, que lograra interesarle.  Su pensamiento escapado caminaba por espacio y tiempo diferente. Algo estaba pasando y no lograba descifrarlo.
Hacía dos días que Bertha le había preguntado, mientras se afeitaba, si conocía a una mujer llamada Berenice Landaeta. Tras oír ese nombre, sus dedos perdieron el tino de la navaja que se le afincó en la barbilla, haciéndole brotar un borbollón de sangre; fluido vital que agradeció para evitar responder, ya que Bertha saltó a curarlo y se olvidó de su interpelación.
Sin embargo, esa mañana, ya no en el baño, mientras se afeitaba; sino, en el comedor, cuando desayunaba; Bertha había vuelto a preguntar lo mismo. Entonces, evocó aquella navaja rajando su barbilla. Desafortunadamente, lo que tenía en sus manos era una taza de chocolate; así que no pudo evitar una respuesta. Entre dientes y con el corazón a punto de saltarle por los ojos, desenfundó el arma usual de su género, la mentira:

-¡No, no la conozco! ¿Por qué?

La contestación de Bertha: “No, por nada, es que se me hace conocido ese nombre…”, estuvo en armonía con la suya: era falaz. No había forma de que “ese nombre” llegase a los oídos de Bertha y, menos, que se le hiciera conocido.

Algo estaba pasando y, evidentemente, tenía relación con el sobre que había encontrado en la terraza de su casa, una semana antes, con una pregunta similar: “¿Recuerdas a Berenice Landaeta?”.

Tal vez,  Bertha había recibido otro sobre igual, y no quería decírselo, para no alarmarlo. Tal vez, ella pensaba que se trataba de la guerra sucia. No era extraño. Todos los del Comité Central recibían notas amenazantes. El único que, hasta ahora, no había recibido advertencias, ni amenazas declaradas, era él. Bertha debía estar muy asustada, entonces.

-¡Pobrecita!- se dijo, con un dejo de culpa.

Pero… ¿cómo hablarle al respecto? Se mezclaban sus temores en aquel momento. El enemigo era sagaz, atacaba desde cualquier flanco, por el eslabón más débil podía prenderse para romper la cadena. Bertha era su eslabón débil. Indudablemente, la guerra sucia se enfilaba contra él.  

-¿De qué forma van a atacarme? ¿Qué tiene que ver Berenice con todo esto?- se interrogó.

Antonio era el único que sabía de ella, se conocían de casi toda la vida, por algo se habían nombrado padrinos de matrimonio. Jamás traicionaría su amistad. Ese lazo iba más allá de la militancia.

-Y, justo, ahora…cuando este man pasó a la clandestinidad- Se dijo, sintiendo que tendría que cargar solo con su desconcierto. Al Partido no podía meterlo en un lío personal, aunque pareciera político.

De pronto, percibió el perfume promiscuo del Agua Brava y oyó el rodar de una silla. Alguien se había sentado a su lado. Volvió en sí y se encontró con la página internacional del periódico frente a su cara, tomando sentido, en ese momento. La imagen de Gorbachov aparecía a cuatro columnas y la Perestroika centraba el titular. Sintió un jalón en sus pupilas, pero… en definitiva, no podía leer esta mañana, así que cerró la página y dobló el diario.
Comenzó a recoger el reguero de prensa que había dispuesto en la mesa. Alguien más se había sentado en esta y debía darle campo. Los muebles dispuestos para la hemeroteca -en la biblioteca de la Universidad Nacional, a donde seguía asistiendo como asiduo visitante, aunque hacía muchos años le habían entregado su título- no eran suficientes para el fanatismo, casi religioso, que se profesaba por las noticias y que chocaba con el costo de los impresos, inalcanzable para los paupérrimos bolsillos de aquella logia informal de lectoría.  

-No se vaya todavía- le dijo una voz ronca que desprendía olor a colilla de Piel Roja sin filtro.

Él volteó y vio a su lado a un hombre mayor, de bigote bien definido, peinado hacia atrás con brillantina, y con gafas  bifocales grandes.

-¿Habla conmigo?- preguntó.

- ¿Julio César Araujo Otero, contador, miembro del Comité Central del PRC? Sí, con usted. Necesitamos conversar- contestó el hombre, con voz de mando.

César se puso a la defensiva. Olió sangre, oyó balas. Miró a sus espaldas y  a los lados. Encontró a varios hombres observándolo. En la puerta, de pie, un sujeto muy alto con lentes oscuros y la mano derecha en el bolsillo del saco, sonreía sarcásticamente. Estaba acorralado. Había cometido el error de distraerse. Lo habían seguido, lo habían atrapado. Dio un salto hacia atrás y gritó:

-¡No me voy a dejar llevar, me matan aquí, desgraciados!

Al romper el silencio habitual de la biblioteca, varios pares de ojos abandonaron las letras y se posaron sobre él. Eran miradas de pasmo. Vistas que presentían. El hombre se levantó de la silla y, amistosamente, le dijo:

-Tranquilo, César. No es lo que usted piensa, es asunto de negocios. Me mandaron de la empresa AIT. ¿Usted era su contador, no?

Efectivamente, César había trabajado allí hacía casi un año, hasta que por sus reiteradas excusas, para cubrir las múltiples actividades políticas, le entregaron la carta de despido.

César se sintió apenado, confundido. El hombre volvió a llamarlo a la calma. Los olores de Agua Brava y Piel Roja se amalgamaron. Miró a su alrededor y los varios pares de ojos, que antes leían, seguían mirándolo. El sujeto de la puerta había sacado su mano del bolsillo. Ya no sonreía.

-Venga, siéntese. No somos paras... – aseguró aquel extraño, bajando la voz.

César volvió a observar a su alrededor y encontró que varios pares de ojos ya no le veían, habían vuelto a las letras. La bibliotecaria, casi invisible siempre, estaba de pie, como esperando un desenlace.

-Si fueran paras, ya me habrían matado- pensó.

Miró al hombre, y este- que había vuelto a sentarse, tranquilo- movió las manos y los ojos, invitándolo a regresar a su silla. César respiró profundo, caminó despacio, haló la silla que antes ocupaba y se sentó, dándole frente al sujeto parado en la puerta.

-¿Qué quiere conmigo, quién es usted?

-Negocios, César, ya le dije. ¡Deje la paranoia, relájese! Si hubiéramos querido matarlo, no estaríamos conversando. Hace rato usted estuviera mirando pa’rriba ¿No cree?

-¿Por qué no me llamaron? En AIT tienen mi número.

-Hay cosas que no se pueden conversar por teléfono.

-¿Qué cosas, quién es usted?

-No importa quién soy. El negocio no es conmigo, yo sólo soy el encargado de contactarlo. Necesitan su firma. Le van a pagar muy bien.

El hombre miró los periódicos doblados sobre la mesa, tomó uno, buscó la página de clasificados y, con una ironía que tocaba la burla, le apuntó:

-Le van a pagar muy bien, para que no tenga que seguir viniendo aquí todas las mañanas a buscar anuncios de empleo.

Algo estaba pasando. César confirmó que su intuición era certera. De pronto, sintió un calor intenso en la boca del estómago.

-Hábleme claro de una vez. ¿Qué joda es lo que quiere?

-Ya le dije.

El hombre se inclinó, bajó la voz y repitió: “Necesitan su firma. Le van a pagar muy bien.”

-¿Mi firma para qué, quiénes la necesitan?

-Bueno…déjeme contarle… digamos que la empresa ha tenido muy buenas ganancias y necesitamos justificarlas, porque… los gringos…usted sabe…

El calor intenso que había tomado el estómago de César pasó de un tajo a su rostro, la tez le cambió de blanca a bermeja; creyó entender de qué se trataba todo aquello. Se inclinó, acercando su cara cobriza a la de aquel hombre, lo miró fijamente a los ojos y le dijo:

-Está muy equivocado, yo soy un revolucionario. No hago trabajos a los hijueputas narcos. ¡Búsquese  a otro!

Sin esperar respuesta, se levantó, recogió en desorden los periódicos, le dio la espalda y se encaminó hacia la bibliotecaria, que seguía en pie, expectante, tras el mostrador desde donde atendía. La voz del hombre volvió a sonar:

-¡Qué raro! Berenice está tan segura de que usted puede colaborarnos.  ¿Por qué será?

César se frenó en seco. Volteó y regresó, mirando con desconcierto al hombre que, en ese momento, sonreía. Como en una secuencia en cámara lenta, observó cómo aquel extraño individuo se levantó y sacó del interior de su saco un sobre de papel amarillo que arrojó sobre la mesa.

-Es para usted, para ayudarlo a cavilar- le dijo, cambiando su sonrisa a carcajada seca. Tras lo cual, se marchó.

Varios hombres se levantaron de otras mesas y lo siguieron. César se quedó parado, impávido, por varios segundos. Cuando sus ojos volvieron a pestañear, miró a los lados y encontró a la bibliotecaria fija en él. Parecía congelada en la misma posición que tenía desde el principio. No le importó. Bajó su mirada hacia el sobre tirado en la mesa. Dejó caer en ella los periódicos que hacía unos instantes había recogido. Tomó el sobre. Hurgó con las yemas de sus dedos, suavemente. Lo colocó en sus oídos. Luego, en su nariz: Agua Brava y Piel Roja era lo único que podía olfatear. Entonces, lo abrió, meticulosamente. Metió su mano derecha y tentó algo liso y frío que su mente asoció con papel postal. Cuando, finalmente, averiguó lo que era, afirmó la certeza sobre la sagacidad de su enemigo.


****************************************************************************************




La casualidad la había puesto de nuevo en su camino, después de varios años sin saber de ella, ni siquiera la recordaba. Ya no era la muchacha espontánea y extravagante que había conocido. El tiempo transcurrido parecía haberle tributado una cuota de mesura. Su natural cabello rizado, que lucía orgullosamente el peinado de la brisa, estaba recogido, reprimido en su rebeldía. Su maquillaje no exponía la gama de colores de la luz blanca. Escasamente, asomaban líneas delgadas alrededor de los ojos, y sobre los labios, un rosa mustio hacía resaltar el canela de su piel. Su vestido era ejecutivo, nada que ver con las mini faldas, los jeans rotos y los tenis sucios que la identificaban. Sólo una cosa conservaba intacta de aquel pasado, y ella se lo hizo saber: las ansias por estar con él. A pesar del tiempo, a pesar de la distancia, a pesar del olvido, a pesar del matrimonio que supo que había contraído, a pesar de todo, ella no lo había olvidado. 

Sin embargo, los sentimientos confesos de Berenice, a César le parecieron irrelevantes. Las locuras con ella eran una memoria que se le antojaba ajena. Aquel muchacho que deliraba por la que sus compañeros de colegio señalaban como la Putica del Departamental -porque él creía que lo amaba, ya que era el único que no tenía que pagar o regalar algo para eyacular entre sus entrañas-; aquel muchacho que trepaba de noche la tapia del patio de la casa de ella, para meterse a hurtadillas en su cuarto, aprovechando las borracheras diarias del histérico a quien Berenice identificaba como “el que parece ser mi papá”; aquel muchacho que disfrutó los sustos que pasó, cada vez que ese posible progenitor de Berenice, en medio de sus delirios etílicos, estuvo a punto de encontrarlos  desnudos y delirantes; así como la pericia  que  ella había adquirido para saltar de la cama, vestirse y salir a conseguirle la dosis de aguardiente que lo calmaba, mientras él lograba volver al patio y escabullirse por la tapia; aquel muchacho que toleraba la prostitución de ella, a cambio de ser atendido cuando él lo pidiera; aquel muchacho…ya no existía. Había desaparecido en la maraña universitaria de la gran ciudad, donde nunca tuvo tiempo de pensarla.

Y, es que la vida de César saltó de la pequeña, cálida y aireada, San José de Cúcuta -con las barriadas en pendiente, sus Columnas a Bolívar y Padilla, la casa embrujada de La Cabrera, el alegre Malecón y ese blasfemo concubinato binacional, que paría y criaba permuta comercial, monetaria, verbal, gastronómica y humana- a la inmensa, fría, belicosa e histórica, Santa Fe de Bogotá -donde los espectros del Virreinato vagaban al asecho de noches eternas que seguían convocando akelarres con las almas de La Pola, Manuela, Nariño, Bolívar y Gaitán-.

De sus días marcados  por la cotidianidad  en un colegio de hermanos lasallistas, donde seguidores de la Teología de la Liberación confrontaban e interpelaban –teóricamente- la doctrina de Católicos Apostólicos y Romanos, ante un estudiantado expectante que asumía aquellos combates filosóficos con la típica  jocosidad cucuteña; César voló al ambiente de la Universidad Nacional, donde se reflejaban los antagonismos de un  país cargado de estigmas, integrando a cachacos y costeños en la convulsiva realidad patria, volcada en el campus universitario con símbolos, pancartas, pintas, asambleas, discursos, candela, humaredas y petardos.
Ya, los apremios del sector estudiantil se habían hermanado con los del movimiento popular, intentando evitar el secuestro de La Parca, entre cantos con flauta, quena y tambor; foros, mítines, huelgas, paros activos y manifestaciones; dolorosamente, insuficientes para cambiar el destino narrado en primeras planas con nombres de noveles mártires.

En aquel ambiente, incrustado en la gran urbe nubosa,  César fue atrapado en una orgía de controversias intelectuales, donde coexistían los perfectos ismos: desde Bakunin y Nietzsche, Jung y Wilhelm Reich; pasando por  Foucault, Mercurse y Sartre, hasta la letra roja que lo incitó a escapar por las ventanas de  Engels y Marx.

De pronto, se encontró militante de un Partido conformado por gentes con pensamiento de ciencia ficción, quienes parecía que lo esperaban desde siempre; se hizo adicto a la nicotina, probó la marimba, aprendió a manejar el verbo con fluidez, a conspirar, a construir armas defensivas; y terminó siendo un líder, con su consecuencial pase imprescriptible al mundo de las aventuras y romances fugaces, donde la promiscuidad era premeditada, insolente y razonada.

Entonces, un año antes de graduarse, durante un taller de logística defensiva urbana, realizado en el sótano de la galería de un colaborador del Partido, conoció a Bertha, la mujer con quien decidió escenificar la trama del amor romántico. Ella era una controvertida joven que se esforzaba, tanto en arreglarse el pelo, las pestañas y las uñas, como en servir de buena gana, y sobre cualquier riesgo, a la causa que ayudara a espantar del gobierno a los burgueses frente nacionalistas; contra quienes cargaba el desplazamiento de sus abuelos maternos, quienes terminaron sus días sin memoria, en una gris casa urbana, alucinando con el campo incendiado por pájaros y chulavita.

La encumbrada estética de Bertha, muy a lo Coco Chanel del momento, reñía  con su verbo de respeto a la Madre Naturaleza, la ancestralidad y la vida campesina. Sin embargo, le había permitido ser ojos y oídos del Partido en espacios de las nenas dedito parado, razón por lo que su militancia se mantenía en reserva. Esa discordancia, entre ser y parecer, despertó en César una gran curiosidad que terminó matando sus prácticas de amor libre y múltiple, llevándolo a condenarse en el deleite de ser pareja, la urgencia de renovar lujuria con el mismo cuerpo y el embeleco de que los labios que besaba, las manos que tocaba, las palabras que profesaba, no tenían afines. Descubrió, con Bertha, una libertaria compañía, el deseo de resucitar como niño, engendrando hijos; y la ilusión de alcanzar la vejez, reflejándose en los mismos ojos.

Y, después de muchos años, despertando en la mirada de Bertha, había retornado Berenice, como una fantasmal evocación foránea. Por eso, ni se importunó cuando la vio. Sus intereses eran utopías. Sus ocupaciones eran quijotescas. Sus días alternaban entre la construcción de una Democracia Avanzada hacia el Socialismo, y la lucha por la subsistencia de la familia, encarnada en Bertha, Federico y Carlos -sus hijos-.

Imagen tomada de Pinterest

*******************************************************************************************



Las fotografías de sus coitos con Berenice estaban tan bien elaboradas que parecían páginas de revista pornográfica. Se veía allí convulsivamente poseído por el cuerpo de ella, en posiciones febrilmente obscenas, atrapado por el animal que se revela, cuando la hipófisis derrama sus hormonas en el torrente sanguíneo.

-¿Cómo había podido sucumbir ante sus vivencias olvidadas?- Se preguntaba, encerrado en el baño de su casa, mientras miraba las evidencias de aquellos momentos en que apartó de su vida a Bertha -descubiertas en el sobre de papel amarillo que aquel sujeto extraño le había arrojado, sobre la mesa de la Biblioteca, esa mañana-.

-Si no hubiese creído en la casualidad, cuando le presentaron a Berenice Landaeta como su nueva asistente en AIT. Si se hubiese imaginado que terminaría desnudándola sobre el escritorio, agonizando entre sus caderas, encima de la alfombra; dejando inconclusas reuniones para amanecer gimiendo en una cama chillona del cuarto donde ella vivía; mintiéndole con frialdad a Bertha sobre sus ausencias, y escudándose en reuniones del Partido, para afirmarse. Si se hubiese negado a recibir aquel vasito de ron con hielo que una noche, en la soledad de la oficina, Berenice le había servido “para que no te duermas y podamos terminar el trabajo atrasado” -que, por tantas reuniones en la sede del Partido, había dejado acumular-. Si se hubiese resistido contra esas manos canelas que sitiaron su cuello, emboscaron su pecho y tomaron el centro de su humanidad…-se fustigaba, César, en medio de su desconcierto.

Pero, el hubiese es una realidad que sólo consta en el imaginario humano, no existe. Y, la experiencia nunca se puede adelantar. Por eso, César estaba allí, escondido en el baño de su cuarto, devorándose los sesos para entender en qué clase de laberinto había entrado y en qué momento se iba a encontrar con el monstruo que lo devoraría; porque, estaba seguro, nadie había sabido de su renacido romance con Berenice; sólo Antonio, quien a bordo de un parapetado Dodge Dart, cubría sus retiradas tardías de la oficina o lo buscaba, antes del amanecer, entre la Carrera Quinta y la Calle 30, del Barrio La Perseverancia, por donde Berenice pagaba residencia.

Entonces, era indiscutible que había caído en una trampa, donde su aparente olvidado pasado fue el señuelo. Apenas, empezaba a comprender porqué, después de que lo despidieron de AIT, sus encuentros con Berenice dejaron de ser tan efusivos. Las ansias de ella por estar con él parecían haberse atenuado. De un día para otro, habían terminado sentados en la cama, conversando sobre el país, como dos buenos camaradas. Las citas de amantes perversos iban mutando a reuniones amistosas, con una pócima de sexo al iniciar, como señal de costumbre; hasta que una madrugada de enero, mientras el mundo se alienaba, celebrando el Año Nuevo, y los integrantes del Comité Central del PRC cuidaban su vida, dispersos y encubiertos en varias ciudades; César volvió al alba en la mirada de Bertha, amándola, como cuando sintió que era la mujer de su historia. Ahí, un destello de conciencia le proyectó un atisbo de culpa por su amancebamiento, y decidió apartarse de Berenice, a quien volvió a percibir lejana y extraña.

Semanas después, cuando el Partido dio la voz de regreso a Bogotá, le pidió a Antonio que lo llevara hasta la residencia de Berenice, decidido a terminar su aventura; mas no la encontró. Le dijeron que se había mudado. Aquello lo sorprendió. Habían acordado que él la buscaría ahí, tras su retorno a Bogotá. Y, ante cualquier circunstancia imprevista, ella dejaría una nota en clave con su ubicación. Sin embargo, “mejor así”- se dijo- no tendría que dejarla, otra vez, como lo hizo cuando se vino a estudiar.

Aunque, su conciencia había experimentado alivio con la desaparición de Berenice, durante varias semanas, su cerebro reptil le impuso la dictadura del recuerdo, y volvió a sentir la necesidad de perderse en sus redondos y prominentes senos, de angustiarse en su ancha cadera y ascender por sus abultadas nalgas, mientras ella gritaba desesperada que lo amaba y lo amaría por siempre. César no resistía contra su instintiva evocación. Se dejaba arrasar por esta, disfrutando sus delirios en soledad o imaginando a Berenice en el cuerpo de Bertha; mientras el tiempo, las renovadas tareas del Partido, la Guerra Sucia, los entierros de camaradas, las marchas, la nevera vacía, los trasnochos de los trabajos ocasionales que se obligaba a conseguir, y el amor cotidiano con Bertha, le devolvieron su normalidad accidentada, durante los meses de su adulterio; volviendo a ocuparse de tareas abandonadas, que Antonio había logrado salvar, sin que el Partido lo notara. Berenice completó su desaparición, pasando a manos del olvido. Al menos, así era en la lógica de César. Hasta que el mundo pensado por otros se la trajo de regreso, convertida en chantaje.

Nada estaba tan claro para él, como que detrás de todo estaba el Estado contra el que combatía. Lo que más le dolía era que quisieran utilizar un argumento tan vil para hacerlo comprometer con plata manchada por sangre revolucionaria y tatuada con cerebros envenenados. Prefería enfrentar a Bertha, asumir su infidelidad -aunque dudaba que ella pudiera exculparlo- antes que destruir su honor, arreglándole cuentas a los narcos. Pero, también, algo más lo inquietaba:

-¿Por qué yo, si hay tantos que pueden hacer lo mismo, sin necesidad de un chantaje?

El único sentido que le encontraba a todo ese símil de película gringa, era la materialización de una sofisticada expresión de la Guerra Sucia.

-Sí, esto no es más que Guerra Sucia. Me quieren matar, pero…en vida- se dijo.

Y volvió a recordar a Berenice con aquellos ojos insinuantes y sus manos acariciándolo, esa noche en que renació su locura; su cuerpo desnudo sobre el escritorio y su risa abierta en medio del amor. Sintió a su miembro elevarse. Comenzó a palparlo, mientras la imaginación se la trajo y, otra vez, la tuvo con él, encaramada en su hombría, gritando, como ella solía hacerlo. En pleno delirio, aquellas fotos empezaron a rodar ante sus ojos y una explosión violenta empapó su pantalón. Volvió en sí. Miró a su alrededor. Se encontró recostado sobre la puerta del baño, mientras su líquida humanidad deslizaba por los muslos, mojándole el pantalón.

Descubrió allí que tenía dos almas. La una, deliraba por lo posible, lo prosaico, lo pérfido, lo voluptuoso; cualidades encarnadas en Berenice, y que podía tomar con tan sólo imaginarlo. La otra, amaba lo arisco, lo ensalzado, lo susceptible, lo leal; combinación que traslucía la piel de Bertha y de la que él se apropiaba cuando se reflejaba en sus marrones ojos saltones, escuchaba en susurros su delgada voz, o renacía unido a su cuerpo en una mañana.

Su alma doble, ya revelada, comenzó a bifurcarse. Volvió a dejarse asaltar por los instintos que, nuevamente, le impusieron a Berenice; pero, cuando estaba a punto de perderse en su fascinante alucinación, el alma que amaba a Bertha le desbarató el delirio, proponiéndosela frente a las fotografías que enfocaban su morbo sobre la naturaleza de otra. Una mezcla de furia y dolor le atravesó el pecho. Sus ojos comenzaron a lagrimear, al tiempo que husmeaban el reducido espacio donde se hallaba furtivo. En el piso, bajo sus pies, estaban dispersas las fotos de su locura. Se inclinó, las tomó, las ordenó, las volvió a mirar, una a una, fijándose en cada detalle.

-¡Puta, desgraciada! ¿Cómo pudiste hacerme esto? Ojalá te escondas bien, porque si te llegó a encontrar mal parada por ahí…te mueres- se dijo.

Y toda su exasperación la vació, volviendo añicos las fotografías. Cuando se convirtieron en trocitos, se incorporó, tomó papel higiénico y las envolvió. Luego, buscó la cesta, la abrió, revolcó sus desechos y metió las fotos troceadas y camufladas en el fondo.  No había terminado de soltar un largo suspiro, cuando sintió en sus manos algo pastoso. Las miró, se asqueó y saltó sobre el lavamanos, dejando escapar la expresión que mejor  le iba a lo que estaba viviendo:

-¡Me llené de mierda!

Imagen tomada de Pinterest
*******************************************************************************************

Berenice

(La emancipación)

 

                           


Ya se había ido diciembre, mas sus brisas continuaban ahí, trasegando las últimas semanas de enero, cual pasajeras retraídas en el andén de un tren que dejaron ir, sin otra razón que la ausencia de apuros para rodar nuevas distancias.

Berenice parecía disfrutar el arrebato de su cabellera, sacudida por aquella húmeda aura que le recordaba tiempos de felicidad, en un pedazo de infancia que mantenía vívido, como si no hubiesen otros, por el autoengaño que le regalaba su inconsciente para dejarla existir sin la memoria real de momentos, que sólo advertía en fragmentos borrascosos.

Había descubierto el Día de las Velitas, La Navidad, los aguinaldos, las mamaderas de gallo del Día de los Inocentes, la celebración del Año Nuevo y los regalos de los Reyes Magos, cuando tenía siete años; momento en que su padre decidió irse de la finca donde habitaban, en las afueras de El Socorro, huyendo de las amenazas godas; y radicarse en la ciudad de las chimeneas encendidas, la Barrancabermeja de su única infancia.

La casa a donde llegaron, estaba habitada por una familia de piel rosada y ojos turquí que, por generaciones, había servido a los Landaeta, en las propiedades urbanas que poseían al sur del Santander. Berenice fue, entonces, el centro de atención de quienes tenían por cultura cuidar a sus patronos más que a sí mismos. Sin embargo, aquella niña venía desprovista de ascendencia, porque a su corta edad, no sólo estaba acostumbrada a brindarse sus propias atenciones, sino a servir a su padre, tal cual solían hacerlo las domésticas.

En la finca, los peones vivían arrumados con sus familias en casitas de bahareque, edificadas en las cercanías del sembradío o de los establos y corrales, donde criaban vacas, caballos, cerdos, gallinas, patos y pavos. Berenice sólo salía de la casa cuando su padre lo decidía, y junto a él.

En la casa, apenas, había una trabajadora que hacía las veces de cocinera, lavandera y aseadora: Lisa, ese era el nombre con que Berenice la recordaba.  En la cocina, Lisa le entregaba las comidas, debidamente servidas, y Berenice ponía la mesa para ella y su padre, recogía los platos y volvía con los trastos sucios al pilón donde, ambas, los fregaban. La ropa desfilaba, primero, por una pila espumosa; después, por infinitas restregadas en un lavadero de piedra tallada, hasta que era colgada al sol, en cuerdas de alambre dulce, para terminar bajo una plancha de hierro calentado en brasas, tras pasar por una almidonada, tarea que Berenice tenía asignada.

Ese diciembre de su mudanza a Barrancabermeja había sido como un nacimiento. Su padre la dejó en manos de aquella familia que la asumió, en principio, como patrona; luego, como otra más de su prole, tras descubrir la desprejuiciada inocencia que poseía.

A su edad madura, aún no tenía claro, cuántos años había pasado en aquella casa, con su familia rosada de ojos turquí. Sin embargo, poseía tres recuerdos fijos, como tatuajes, que le apaisajaban el alma: el primero, correspondía al día de su llegada, cuando la matrona de aquella estirpe, Aureliana, una mujer de muchos años, cabellos blancos largos, regordeta y risueña, la recibió con un abrazo, alzándola sobre sus hombros, para llevarla hasta el comedor, donde le esperaba una mesa servida con dulces de leche, brevas y guayaba, pan con queso y chocolate caliente. El segundo, la vez que Aureliana le dibujó una tarjeta para que asistiera al festejo del Día de las Madres que harían en la escuela, después de saber que Berenice se negaba a ir porque no tenía mamá, según le escuchó.

-Usted si tiene mamá, lo que pasa es que sólo Dios sabe dónde está y cuándo usted se va a encontrar con ella- le había asegurado la matrona, tras entregarle un cartoncito dibujado con corazones, flores rojas y una leyenda que decía “para mi madre, donde Dios la esté cuidando”.

 Y, el tercero, donde ella se recordaba empacando sus ropas y llorando, cuando su padre le anunció que se tenían que mudar porque la casa, con todo y sirvientes, tenía otro dueño.

Ahora, caminaba sin destino por el malecón que ostentaba al Río Arauca, con sus largos rizos liberados nuevamente, como en  tiempos lejanos a ese recodo de infancia que permanecía intacto en sus evocaciones; aquellos del bachillerato, la adolescencia y César, por quien ya no sabía que sentir.

Estaba en una ciudad ajena a toda su vida, como ella lo era a sí misma. Había decidido apropiarse de su fatalidad y trazarse un rumbo, lejos de su padre y todo el entorno que era su relato. Sentía que había cumplido. No le debía nada. Cuando lo vio cruzar la calle, tras superar la última reja de la penitenciaría, arrastrando los pies, con los ojos en el pavimento y su corpulencia desecha en arrugas, suspiró alivio; había perdido su autoridad sobre ella. Estaban libres.  Él, del proceso por narcotráfico que le habían impuesto. Ella, de él. Al fin se había emancipado. Ningún deber le correspondía ya hacia su progenitor.  Ese fue el acuerdo tácito que firmó, cuando aceptó entrampar a César, a cambio del extravío de evidencias y el sobreseimiento judicial; pues, había cruzado los límites de su asco, por todas las obligaciones  que debió cargar, a causa de la  orfandad maternal en que creció. Y así se lo hizo saber a Víctor Landaeta, el decrépito hombre que ya no podría obligarla a más y que, acaso, alcanzaría a inspirar su lástima.

-Hasta aquí llego con usted, papá. Dígales a sus compinches que ya no cuenta más conmigo, para nada. ¡Pase lo que pase! ¿Oyó?

-Siempre supe que vusté terminaría igual que su madre. No crea que es tan fácil huir. ¡Piénselo!

Aquellas palabras rebotaron contra la decisión de Berenice, quien sólo atinó a mascullar el reproche de su historia:

-¡Sí, como si hubiera sido muy fácil ser hija suya!

Una semana después, volvió a saber de él, mientras veía las noticias meridianas en el televisor de la pensión donde estaba alquilada, en aquella ciudad ajena. Lo habían encontrado en su cama, con un tiro en la sien, ya casi descompuesto; y el arma fatal, a unos cuantos metros de su brazo derecho. La versión policial apuntaba suicidio por demencia senil.

 Imagen tomada de Pinterest e intervenida.

 *********************************************************************************

 Gilda

(Reminiscencias de un sacrificio)

 



Santander del Sur, 1955

Entre penumbras, cantos de ranas, zumbidos de anófeles y viento enjuto, Gilda pudo presentir la llegada de su abuela, tras el olor a hoja ardiente de tabaco que se adelantaba a los serenos pasos de la corpulenta mujer, encanecida en historias, ajada en realidades, lúcida en premoniciones y apuntada de inmortalidad; quien estaba ahí para atender su llamado de angustia.

Apareció a sus espaldas, envuelta en humareda ébano y acompañada por media docena de gatos parcos, justo cuando estaba a punto de salir corriendo, con todo su miedo y desconcierto a cuestas. Jamás se había imaginado acudiendo a una sesión de su abuela. Le temía a las invocaciones espirituales de la cucha Alfreda, como era conocida la madre de su progenitora, en aquellos parajes verde azulados del sur santandereano. Alfreda nunca se equivocaba. Quien desoía sus avisos o ignoraba sus visiones, soportaba la desdicha de un arrepentimiento eterno.

Pero, para Gilda, el temor a las nigromancias de su abuela era fútil, frente al que estaba sufriendo por la noticia de su concubinato con Víctor Landaeta, arreglado por su padre en una mesa de apuestas, donde se la había jugado contra cincuenta cabezas de ganado, con el hijo mayor del gamonal de Zapatoca, en su afán por reponer semovientes perdidos; tras la venganza aluvional del Magdalena, que seguía peleando sus naturales dominios, convertidos, por voracidad humana, en opulentas haciendas.

Gilda estaba enamorada. A sus catorce años se había prometido a Baldomero, un laborioso boga al servicio de Doña Julia, su madre; capataza del fundo donde vivían, de acuerdo a la usanza de su padre, quien se amancebaba con campesinas jóvenes y las posicionaba como mandamases, asegurando el cuidado de sus bienes, desde el vínculo de sangre que creaba, con cada preñez que imponía.

Julia había parido, durante diez años seguidos, a siete varones y tres niñas. Gilda era la menor y la había salvado de quién sabe cuántos años más de gravideces, debido a que venía atravesada y, en su brega por nacer, se trajo consigo un pedazo matriz, que fue un “bendito climaterio”, según había dicho Alfreda, tras lograr la salvación de su única hija, luego de luchar durante tres días, hasta  conseguir  que Gilda coronara y saliera al mundo que, ahora, se le nublaba.

Cuando Julia le comunicó a Gilda que, por decisión de su padre, Víctor Landaeta vendría por ella, para llevársela a vivir con él a Barrancabermeja, el cielo por donde caminaba en sus amoríos con Baldomero se le había desplomado, largándola a un precipicio que no terminaba de advertir fondo. Más aún, cuando su madre le afirmó el carácter inapelable del acuerdo, porque lo que se prometía en apuesta era más que sagrado: o se pagaba tal cual, o se pagaba con sangre. Sin embargo, Gilda apeló a rebelarse:

-Yo no quiero ser mujer de ese señor. Yo soy novia de Baldomero. Él va a venir a hablar con usted para que nos dé permiso de casarnos.

-Pues, que ni se le ocurra asomar las narices por acá. ¿Usted está loca, mija? Eso es una orden de su papá. Además, ¿cómo se va a negar a ser la mujer de Víctor Landaeta? Ese hombre le va a dar una posición en la vida, usted va a ser una señora, con propiedades, con mando. ¿Qué le puede ofrecer ese boga? Más bien, dele gracias a su papá por conseguirle un buen partido.

-¡Mamacita, se lo pido, no deje que ese señor me lleve! Yo no quiero irme con él, puedo terminar muerta.

-¿Cómo así? ¿Por qué usted dice eso, Gilda? ¿Acaso fue que ya metió la pata con el Baldomero?

La pregunta de Julia hizo que Gilda bajara la mirada y se desbaratara en un solo llanto. Julia respondió con la furia de su impotente sobresalto materno, sabía que una tragedia se había invocado; así que sólo atinó a soltarle un pescozón a su hija y darle el único consejo que podía:

-Busque a la cucha y póngase en las manos de ella.

Y, en eso estaba, apostando por las manos mágicas de su abuela.

Imagen tomada de Pinterest.

********************************************************************


                                                           Alfreda

(Augurios de la tercera mano)

 

Los grandes ojos claros de Gilda habían dejado de pestañar, parecían petrificados sobre las tres manos con que su abuela barajaba los naipes. Era cierto lo que decían sobre la cucha Alfreda, tenía un don ancestral, legado por mujeres de su prole que podían indagar el pasado, razonar el presente y presagiar el futuro, a través de su mano izquierda.

La mano profética era desprendida del cuerpo, tan pronto como se oía el último efluvio y los ojos dejaban de mirar; luego se cubría con cera y escondía, envuelta en un paño oscuro, hasta ser entregada, durante la tercera luna, después del entierro de la difunta, a la hija, nieta o bisnieta, que hubiese nacido en medio de gran sufrimiento o tristeza. La mano izquierda que se legaba, era sustituida por la que se había heredado de madre, abuela o bisabuela.  

Alfreda había recibido la mano izquierda de su abuela Sibila, quien la escogió por haber sido arrancada del vientre de Anastasia, su hija, herida de muerte entre los más de dos mil quinientos cuerpos que se llevó la horrible noche durante la Barbarie de Palonegro; población a donde se habían desplazado, buscando a los hombres de su familia, reclutados a la fuerza por la tropa conservadora para la Guerra de los Mil Días.

Alfreda nació, mientras Anastasia agonizaba cantando, como una cigarra que se desdobla, enlazando muerte y vida. Sibila se la llevó consigo y la crió, entendiéndola como la reencarnación de su hija, y sabiéndola sucesora de su mano profética. Nunca la vieron llorar al marido, hijos, hija, hermanos y yerno, que aquella guerra contó como víctimas fatales. Ella sabía que esa tragedia les aguardaba, su mano izquierda se lo había anunciado, cinco meses antes, cuando la noche del siglo que fenecía se transmutó en la madrugada de otra centuria.

Gilda había creído que la historia de las tres manos de su abuela era una especie de metáfora, por la facilidad con que ella barajaba las cartas, aspiraba el tabaco y bebía chicha, durante las consultas que atendía. Sin embargo, ahí estaban sus tres manos, dos izquierdas y una derecha. Nunca pudo ver cuándo asomó la segunda mano izquierda, los gatos que rodeaban a su abuela maullaban en compás, con una misteriosa melodía que la habían distraído, mirándoles en sus extraños movimientos orquestados; sólo la descubrió cuando la cucha Alfreda comenzó a mover uno de los tres bultos de la baraja, que le había pedido ordenar, tras cruzar los naipes siete veces. La segunda mano era la que volteaba cada carta elegida.

-El camino está cerrado, la bestia aparece en tu destino- anunció la cucha Alfreda, al revisar la última carta del bulto que Gilda había ubicado en el centro, siguiendo  la orientación de su abuela.

-No intentes huir, debes enfrentar lo que te impone este tiempo.

Los ojos absortos de Gilda avivaron y se posaron sobre los de su abuela, un aluvión de lágrimas le invadió el rostro y una punzada se le clavó en el vientre, haciéndola cruzar sus manos sobre él. La regla no había vuelto, después de haberse prometido a Baldomero en un ceremonial íntimo, entre  un recodo del Río Chucurí, a donde habían imaginado que construirán una casita de madera, cuando se casaran ante un cura.

-Llora, llora todo lo que tengas que llorar. Después, escucha y llénate de dureza para hacer lo que te toca, si quieres evitar una tragedia más grande- le dijo Alfreda, mientras aspiraba compulsivamente el tabaco y bebía su chicha.

Al día siguiente, Gilda despertó en medio de un alboroto, oyendo gritos, llantos y gemidos, entre las mujeres de la hacienda. De un salto, se desarropó y cogió la levantadora que colgaba en una esquina de la cabecera de su cama. Su corazón palpitante la obligaba a saber qué estaba pasando. Era el Ejército, venía por reclutas, ya habían escogido entre los obreros y bogas a los nuevos soldados. Gilda, ni siquiera, pudo decirle adiós a Baldomero. Era el primero en la formación que marchaba, como preso, hacia la guerra interminable.

En ese momento, supo que debía hacer lo que le tocaba, tal como su abuela se lo había orientado. No lloró. Agachó la cabeza y volvió la espalda para no seguir mirando la ilusión que se iba. Entró a la casa y encontró a Julia parada frente a una de los ventanales, sin inmutarse por su presencia, como si no la hubiese visto. Siguió caminando hacia su cuarto, rememorando, de una en una, las consejas de la cucha Alfreda. Sobre todo, sus últimas palabras:

-En juego largo hay desquite. Ve, enfrenta y resiste. Cuando hayas dado otras dos vueltas al sol, se abrirán de nuevo tus caminos.

Imagen tomada de Pinterest.

********************************************************************

 

  Lisa

(Carta de la mano izquierda)

 

Sentada sobre su cama, Gilda miraba fijamente hacia la puerta. En la pared contigua, estaban sus dos maletas, listas para emprender el viaje hacia la vida que su padre le había impuesto. Sobre estas, un neceser de cuero rojo con broches de plata que le había regalado su madre, apenas hacía un año, cuando supo que menstruaba, como ofrenda por haberse convertido en mujer, según el pensar vernáculo.

El pequeño neceser atesoraba pedacitos de papel, con trazos que sólo ella podía traducir, donde Baldomero ponía las contraseñas de sus encuentros.  Ahí, también, camuflada entre sus juegos de aretes, collares, pulseras, ganchos y tiras para hacerse los marrones, guardaba su artesanal argolla de matrimonio -el que ella y Baldomero se habían jurado con el Río Chucurí de testigo-, hecha por él con hojas secas de tabaco y fibras de fique.

Baldomero se le aparecía como un sueño triste. No podía, por más que quisiera, creer que volvería a verlo, lo habían enviado al camino de la muerte; ninguno de los peones de la hacienda, reclutados por el Ejército, había sobrevivido. Sufría la pesadumbre de una viudez con cuerpo ausente.

De pronto, se le repetían palabras de Alfreda: “…cuando hayas dado otras dos vueltas al sol, se abrirán de nuevo tus caminos.” Le era difícil descifrarlas, más su interpretación instintiva le daba para entender que su concubinato forzado con Víctor Landaeta no sería por siempre.

En esa convicción se había aferrado y por eso podía estar ahí, pasivamente, esperando la hora en que viniera por ella un hombre con el que, ni siquiera, había cruzado conversación; pues, las veces que recordaba haberle visto por la hacienda, llegaba a caballo, nunca descendía; y se marchaba, después de conversar con su padre.

-¡Gilda, abra, hija! Necesito que hablemos, antes de que se vaya.

La voz de Julia, tras la puerta, le sonó lejana, como si fuera un ensueño.

-¡Gilda, abra, hija!

El segundo llamado de su madre, acompañado de varios toques desesperados, la hizo volver en sí. Una mezcla de rabia y dolor le revolvió el alma. Aquella permisividad que Julia expresaba frente a su tragedia, era lo más parecido a una traición. No entendía cómo ella había sido capaz de aceptar que su padre la ofreciera en una apuesta.

-¡Gilda, ábrame, haga el favor! No busque que mandé a tumbar la chapa, necesito decirle algo, no sea terca, es por su bien.

La voz de Julia se apagó un momento y la de Alfreda retumbó en su pensamiento: “La mano izquierda vendrá por ti”.

Gilda se levantó de la cama, como empujada por un impulso ajeno, caminó hacia la puerta, abrió y encontró a su madre con la cabeza gacha, parada junto a Lisa, una de las muchachas del servicio, ataviada con ropa de salir y una pequeña valija. Julia reaccionó y entró con apuro al cuarto. Lisa la siguió y cerró la puerta, tras ella.

-Gilda, yo soy su mamá y no quiero su mal, hija. Usted no lo entiende, pero, a nosotras, las mujeres, nos toca aceptar muchas cosas en esta vida, aunque no queramos. Míreme a mí, enamora´íta de su taita, me arrejunté con él, creyendo que se iba a casar conmigo después, y vea que nunca lo ha hecho. Más bien, he tenido que aguantarle a ese hijuepuerca el montón de mozas que ha montaʾo y la catorcera de hijos que les ha puesto, dizque porque él no confía en hombres y las mujeres si le responden por las tierras.  

-A usted nadie la obligó a vivir con él, mamá. A mí sí me están obligando a irme con un hombre que ni conozco.

-Fue decisión de su taita, no mía. Y no se puede echar paʼ tras porque usted sabe cómo se paga eso. ¿Quiere que lo maten o que la maten a usted? Mire, mija, sea inteligente. La cucha ya la consultó, oiga lo que ella le dijo, ella nunca se equivoca. La tragedia se va a evitar. Usted metió la pata y enredó más las cosas. Al boga ese no lo va a volver a ver más, ese ya estará difunto pronto. Pero, por usted, la cucha si puede meter sus manos.

Gilda se volteó, caminó hacia la cama y soltó a llorar. Julia fue tras ella, se le adelantó y  la abrazó.

-No llore más y páreme bolas- le dijo.

Luego, se apartó, la tomó del brazo, la giró, la soltó y se encaminó hacia Lisa, quien se había quedado cerca a  la puerta.

-Lisa se va con usted. Se lo exigí a su taita como condición para que usted no pusiera problemas, y que le dijera a Don Víctor Landaeta que Lisa era su sirvienta personal, la que sabía cómo arreglarle la ropa, peinarla y prepararle la comida, que llevársela era lo único que usted exigía. Don Víctor aceptó.

-No entiendo- balbuceó Gilda, secándose las lágrimas.

-Es una orden de la cucha, le mandó a decir que Lisa era la carta de su mano izquierda. ¿Ahora sí entiende?

 Imagen tomada de Pinterest.

********************************************************************



 

Ciudad de las teas

(Rúbrica de otra vida)


Gilda y Lisa viajaron desde San Vicente de Chucurí a Barrancabermeja, a bordo de una lujosa camioneta Ford F-100, enviada por Víctor Landaeta con instrucciones precisas de tratar a las viajeras con el mayor cuidado, y la orden expresa de no pararse, durante el trayecto.

A Lisa la había deslumbrado aquel vehículo. Sus escasos periplos no superaban el ayuntamiento, moviéndose con sus propios pies o sobre lomo de caballo. Así que le fue imposible dejar de observar los detalles de aquel transporte, dotado de cabina con descansa brazos, quitasoles, luz en la cúpula, encendedor para cigarros y un exuberante receptor de radio, que a Víctor Landaeta no le había costado un solo peso; pues, era parte de las compensaciones que recibía su padre, hacía una treintena de años, por haber usado sus influencias con las autoridades municipales para favorecer al dueño de la primera concesión petrolera en Barrancabermeja, otorgándole tiempo para conseguir inversores extranjeros.

Gilda, por su parte, ni había reparado en el vehículo; por su mirada, aquel  furgón pasaba como burbuja de pipa jabón al aire. Habría dado cualquier cosa por no subir allí jamás.  Se miraba como a una res, rumbo a la zurra.

En la cabina, junto a Lisa y el chófer, más bien se sentía estrujada. Aquel hombre que manejaba, joven, pálido y mal encarado, no pronunciaba palabra, pero, de cuando en vez, dejaba escapar su mirada sobre ella, en una especie de auscultación que la muchacha sentía infame. En el vagón iban dos hombres altos, ensombrerados y armados con escopetas cruzadas al pecho, revólver al cinto y navajas que asomaban la cacha por sobre las polainas.

Durante el trayecto, Gilda y Lisa sólo intercambiaban miradas de tanto en tanto, cuando algún jinete, vacas en cruce o campesinas andando con sus crías, les despegaban los ojos de sus horizontes en movimiento. Gilda parecía ensimismada en el paisaje que veía venir desde su rectangular perspectiva, ofrecida por el vidrio delantero de la camioneta, en el puesto que ocupaba por disposición de uno de los hombres ensombrerados, quien había bajado a recibir los equipajes y, tan pronto los hubo encaramado al vagón, le ordenó sentarse junto al chófer, y a Lisa, ubicarse en la ventanilla.

El silencio en la cabina se puso tan pesado, que el chófer encendió la radio, cambiando el ambiente con la voz costeña de Pacho Galán, quien vivía su ascenso a la gloria, tras inventarse el merecumbé; un ritmo atlántico que hizo menear los hombros de Lisa; mientras Gilda lo apreciaba ajeno, sin imaginar que seguiría escuchándolo, hasta en la tercera generación de su descendencia. 

Después de repetirse el pegajoso estribillo: “…Anoche, anoche soñé contigo, soñé una cosa bonita, que cosa maravillosa. ¡Ay cosita linda, mamá…!”, tarareado por el chófer con gran desafinación; una locución masculina, encajonada y apurada, interrumpió para anunciar en primicia de Radio Nacional el fallecimiento de Alexander Fleming: “el mundo lamenta la muerte del inventor de la medicina contra todas las infecciones”, se oyó decir.

Sin embargo, ni al hombre, ni a las dos mujeres de a bordo, pareció importarles aquella noticia, no sólo porque jamás habían visto o escuchado mentar la penicilina; sino porque sus mundos estaban tan llenos de noticias de muertes que no tenían alma para inmutarse por otra más, menos viniendo de una órbita tan lejana.

Cuando el viaje llegó a destino, Gilda  recordaba, uno por uno, los enunciados de la cucha Alfreda. Intuitivamente, se había propuesto memorizarlos. Sentía que necesitaría oír a su abuela esa noche, presentida como siniestra. Tenía sentimientos encontrados: en momentos, pánico, ira y desazón; a ratos, valor, calma y seguridad.

Lisa la sacó de sus inadvertidas palpitaciones, cuando le escuchó decir emocionadamente: “¡Ahí taʼ Gaitán, señorita Gilda, mírelo, parece vivito!”, al  divisar la estatua que la Comuna Bermeja había erigido al paladín popular, tras derribar la del dictador Laureno Gómez, hacía menos de una década; en aquel abril que materializó el presagio de guerra lanzado por el tribuno.

Entonces, Gilda abrió sus ojos para apreciar aquella ciudad, a donde había ido muy pocas veces. Las teas encendidas que asomaban en derredor, las chivas de madera con hombres sofocados, sentados sobre la capota; y las gotas de sudor que empezaron a manarle por la frente, rubricaron el preludio de otra vida y el epílogo de su ocurrida existencia

 Imagen original tomada de Isuu.com 

********************************************************************

                                                                        Beleño Negro

(Espejismos y olvidos)


Víctor Landaeta no estaba en la casa, cuando Gilda y Lisa llegaron. Ambas fueron recibidas por la mayoral, Aureliana, a quien Gilda dibujó en sus emociones como de risueña tez rosada, cordial mirada turquí y hechura de gualanday; reflejo que hizo sosegar su corazón, a punto de escapársele del pecho, desde que se apeó de la camioneta y el hombre ensombrerado que le había asignado su puesto en cabina, saltó del vagón y la enfiló, junto a Lisa, hacia la terraza de entrada. 

-¡Bienvenida a su nueva casa, señorita Gilda!- le había dicho Aureliana, cuando aún cruzaba el pórtico que anticipaba la sala; tras lo cual volteó sus ojos hacía Lisa, asomó una sonrisa abrazadora y, asintiendo con la cabeza, aseveró:

-La cucha sabe lo que hace, ¿cierto, mija?

Lisa y Gilda cruzaron sus miradas, luego, las enfrentaron hacia Aureliana, en un silencio que parecía pregonar una conexión sorora. En segundos, la sala se llenó con la prole de Aureliana, compuesta por cinco mujeres y tres hombres, su esposo, el mayor de todos, alto y macizo; y dos imberbes larguiruchos; tanto las unas, como los otros, con idénticos semblantes rosados y el mismo mirar turquí.

Tras presentar a su familia, sin tanto preámbulo, “porque no tenemos mucho tiempo”, advirtió Aureliana; Gilda y Lisa fueron pasadas al comedor y, aunque Gilda manifestó no tener mucha hambre, terminó embutiéndose con dulces de leche, brevas y guayaba; mestiza con queso de hoja, cucas y avena helada, que les fueron sirviendo, sin preguntar.

-¡Lisa, mija, vusté trajo todo lo que necesita, o le hace falta algo?- preguntó Aureliana, cuando estaban terminando la avena.

-Tengo todo.

-¡Hummm, muy bueno! Pues, ahora se viene conmigo paʼ la cocina, le entrego lo que necesite y se pone en lo suyo, cuanto antes. Por sus cosas, no se preocupe, mija, que ya los chinos míos las guardaron en la pieza donde se va a quedar.

Gilda las escuchaba en silencio, no terminaba de entender, ni lo intentaba, las palabras que se cruzaban aquellas mujeres. Su pensamiento iba y venía de Baldomero a Víctor Landaeta, de la tristeza al miedo. Aureliana la sacó de su divagación:

-Señorita Gilda, espéreme tantico aquí. Yo posesiono a Lisa en la cocina y vengo por usted para instalarla en su habitación. Don Víctor no viene en toʼavia. Ese va a llegar tarde, medio jincho… ¡Hummm! Si, desde tempranito, anda jartando guarapo. Bueno, taʾ celebrando su casorio con vusté. ¡Qué se enjinche! Eso es mejor paʼ vusté. ¡Por diosito que sí!

-¿Casorio? ¿Cuál casorio, Aureliana? Yo ni siquiera conozco a Don Víctor…me trajeron obligada para acá… ¿Usted no sabe?

-Mire, señorita Gilda, yo sé lo que tuitico el mundo sabe. Y, también, lo que no sabe ni vusté. ¡No remilgue más! La suerte está echaaʾ. Nadie escapa de su destino. Y el suyo podría ser pior. Siga la conseja de la cucha Alfreda, vusté es su nieta, ¿no?

Gilda afirmó con la cabeza, miró a Lisa, quien la observaba en silencio, y volvió sus ojos sobre los de Aureliana.

-¡Pues, haga caso! Espéreme tantico acá, ya le mando un guarapito. Lisa, mija, camine paʼ la cocina que vusté tiene que ponerse a lo que vino.

Lisa se levantó de un salto para seguir a Aureliana, quien sin miramientos se encaminó hacia el fondo del comedor y cruzó un arco inmenso que comunicaba a un pasillo, tras del cual una puerta de madera vieja daba paso a la cocina. Gilda respiró profundo y se quedó lela, mirando las espaldas de las dos mujeres, hasta que se le perdieron de vista. Al ratico, vio venir a una de las hijas de la caporal, con un vaso de peltre en la mano.

-Aquí le mandó mi mamá, señorita Gilda- le dijo la muchacha, extendiendo su brazo con el vaso.

Gilda lo recibió, le sonrío, lo miró, lo acercó a su nariz, lo olfateó y volvió a sonreír.

-Está como el que hacemos en San Vicente…fuerte.

Entonces, se empinó el vaso, dándose un trago largo que le supo a gozo, y sin tregua, se tomó el resto de una sola bocanada.

Momentos después, estaba con Aureliana, bajo llave, en la habitación que Víctor Landaeta había dispuesto ordenar, como matrimonial. Gilda echó una mirada rápida al cuarto, ahí estaban sus maletas y el neceser rojo. Sobre la cama, de madera torneada, ancha, con vasta cabecera y toldillo recogido a manera de cortina, había un vestido blanco, largo, hecho con crespón y encajes. Se sorprendió al verlo y estampó una mueca de rabia.

Aureliana, quien había adquirido un dejo circunspecto, después de haber pasado aldaba a la puerta, le dijo:

-Mire, ese vestido lo mandó a traer Don Víctor para que vusté se lo ponga hoy, paʾ cuando él vuelva la encuentre como recién salidita de la iglesia. Y, señorita, así, tal cualito, vusté lo va a hacer. ¿Oyó?

Gilda bajó la cabeza y asentó en silencio.  Aureliana se le acercó, la tomó por la barbilla, le alzó el rostro, le enfrentó la mirada y le preguntó en voz baja:

-¿Usted se hizo todo lo que la cucha le mandó?

Ilustración de Thiago Bianchini, tomada de  Eliocanovas.com.


********************************************************************

Lisa había puesto sobre el fogón de leña una olla pequeña, envejecida y tiznada, que carecía de asas. En ella había vertido tres tazas de agua y una pizca de panela rayada. Mientras esperaba el hervor, caminó hacia la puerta que comunicaba al pasillo por donde se accedía al comedor; se asomó, verificó la soledad del espacio y cerró la puerta, pasando la tranca interna.

Luego, se fue hacia el fondo de la cocina, hasta una portezuela que daba a uno de los  patios de la casa, se encontró con un perro gordo, viejo, lanudo, echado bocabajo, frente a la entrada y que, apenas, levantó la cabeza para olerla y seguir su reposo. Hacia el fondo divisó a una gallina piroca, andando a prisa, con su camada de pollitos detrás y a un frondoso árbol de limón mandarino, que esquinaba un pequeño huerto de maticas aromáticas. No había otra alma humana por ahí, tampoco. El sol ejercía sus dominios con brillo tórrido.

Así que cerró la portezuela y retornó hacia el fogón. Miró adentro de la vasija, el agua comenzaba a hervir. Se apartó, fue hacia un mesón de madera ubicado en la pared contigua al fogón, se puso frente a él, abrió los primeros botones de su camisa, hurgó en su ajustador y sacó de su seno izquierdo una bolsita de popelina blanca, atada con una cinta morada. La abrió y vació su contenido sobre el mesón. Volvió a hurgar en su ajustador, esta vez en su pecho derecho, sacando de allí una pequeña esquela de papel blanco, doblada por la mitad. La abrió y fijó sus ojos en unos cándidos bosquejos que traía. Debajo de cada uno, había un número. Entonces, revisó lo que había sacado de la bolsita de popelina, separó partes y contó, comparando cada paso con lo que estaba en la esquela. Dobló el papel y lo volvió a guardar en su seno derecho. Acomodó el ajustador y cerró su blusa. Tomó lo que estaba en la mesa: tres pequeñas bayas color cereza, divididas en una especie de cascos, y cinco hojas verde oscuro, dentadas, hendidas y vellosas.

Rápidamente, regresó hasta la olla y tiró las bayas en su interior, contó hasta tres; vertió las hojas, una a una, y cuando hubo terminado, levantó la cabeza, extendió los brazos hacia arriba, subió el cuerpo sobre la puntilla de sus pies, y comenzó una invocación:


“Al que come negro beleño,

no le faltará el sueño.

Aquel que se embeleña, sueña.

Todo embeleñado, al otro día habrá olvidado…”

 

Cuando hubo repetido ocho veces la exhortación, volvió a plantar sus pies, bajó los brazos y la cabeza, luego, apagó el fogón. Cogió un trapo que traía en la cintura, sujetado por el pretil de la falda, tomó la olla y la llevó hasta la mesa de madera.

Enseguida, se agachó y se metió gateando bajo el mesón. Al llegar al centro, tocó el piso fuertemente y desprendió una de las baldosas de adobe con que se componía el suelo de la cocina, metió la mano en una especie de bovedilla y sacó un pequeño tarro, tapado con satín; lo cogió, gateó de nuevo y salió de debajo del mesón; se incorporó, observó el preparado de la olla, introdujo su dedo índice derecho y, al comprobar que no quemaba, destapó el tarro y  vertió en él lo que cupo del brebaje. Volvió a taparlo, se agachó de nuevo, gateó bajo la mesa, guardó el tarro en la bovedilla, colocó sobre ella la baldosa que había quitado, lo cuadró hasta que estuvo uniforme y volvió a salir. Al incorporarse, tomó el resto del bebedizo que quedaba en la olla, lo llevó hasta el lavaplatos, al otro lado de la cocina, y lo arrojó por la cañería. Lavó la olla y la colocó en un estante con enseres similares.

Entonces, suspiró profundamente. El momento para embeleñar a Víctor Landaeta lo anunciaría él mismo, tan pronto asomara la bestia.

  Imagen tomada de Pinterest.

                                ********************************************************************


Belladona y Mandrágora

(Juntanza para engañar bestias)

 

-Señorita Gilda, ya llegó Don Víctor. Y debe andar bien jincho, porque llegó encompinchaʼo. Ahíʼtá su taita, también, mija.

-¿Mi papá está aquí, Aureliana?

-¡Sí, mijita! Don Víctor siempre anda con sus tres alegres compadres: el doctor Dámaso, que está recién llegado, graduadito, de Bogotá; Don Benjamín, que es dueño de la flota que sale y entra del Magdalena; y su taita, que ya vusté sabe quién diablos es. Claro, esos son los de más confianza del Don. ¡Hummm! Porque ese se la pasa encompinchaʼo como con una docena. Bueno, vusté los va a ir conociendo, porque aquí terminan sus borracheras, después que se quedan sin un centavo paʼ seguir las apostaderas, o los echan del cuarto patio.

Gilda pasó del gesto de contrariedad, que le fue imposible disimular, cuando Aureliana habló de las apuestas, recordándole por qué estaba ella ahí; para poner uno de confusión, cuando escuchó mentar al cuarto patio; lo que Aureliana saltó a resolverle, sin pelos en la lengua y sin darle tiempo de preguntar:

-El cuarto patio es donde están las mujeres de la vida alegre, señorita Gilda. Esa es la segunda casa de toʼiticos los Dones de Barrancabermeja y sus alrededores, mija. Su mamá, Doña Julia, lo tiene bien sabiʼo que ahí se la pasa su taita. Y Don Víctor, es igualítitico. Mejor que vusté lo vaya sabiendo, mijita;  ya que ese será el marido suyo desde esta noche…

-Hasta que le haya dado otras dos vueltas al sol, Aureliana- atinó a decir Gilda, recordando las palabras de la cucha Alfreda.

-¿Vusté por qué dice eso?

-Eso dijo mi abuela, y yo le creo.

-¡Ah, bueno, esas son palabras santas! Pero, mire, no vuelva a repetir eso por ahí, a naiden. Ni eso, ni nada de lo que la cucha Alfreda la haya dicho, ¿oyó? Hay cosas que se tienen que hacer, no hablar. ¿Si me entiende?

Gilda afirmó con la cabeza, mirándola con determinación. Entonces, Aureliana se le acercó, bajó la voz y le preguntó:

-¿Mija, ya está preparada, se hizo todo lo que la cucha le mandó?

Gilda, nuevamente, afirmó con la cabeza. Ahora, su mirada decidida se mudó hacia el recuerdo de las anteriores noches, donde se encontró saliendo a hurtadillas de su habitación, entre las sombras silenciosas que despertaban cuando la casa dormía; para entrar a un sótano escondido en la cocina, tras el seibó de madera vieja que guardaba las vajillas de porcelana para las visitas. Un sótano que no sabía que existía, se lo puso al descubierto su abuela, quien la había guiado para entrar allí a preparar su cuerpo, ante la fatalidad invocada, por su obligado maridaje con Víctor Landaeta; un hombre que no dudaría en cobrar con sangre el himen desgarrado por Baldomero.

En aquel lugar, con la luz tenue de veladoras rojas, entre polvo de muchos tiempos y bordados de araña, parada frente a un gran espejo adherido a una de las viejas paredes de adobe raso; Gilda se desnudaba y untaba sus pechos, vientre y vagina, con un ungüento entregado por Lisa, al día siguiente de haberse consultado con la cucha. Luego, alzando su mirada a la altura del reflejo de sus ojos en el espejo, repetía una invocación escrita en un pequeño papel adherido al frasco del linimento:

Belladona y Mandrágora,

diosas de nuestros secretos quereres,

Beleño Negro,

aliado de sueños y olvidos:

¡Júntense y denme los placeres

de  lo que tengo prohibido!

¡Júntense y hagan juntar

lo que quise soltar!

¡Júntense y déjenme dominar

a la bestia que mi sangre

se quiere tomar!

Mientras repetía aquel conjuro,  frotaba sus pezones, acariciaba su ombligo y tocaba su clítoris, hasta ser poseída por gustosas emociones que agitaban su respiración y se la llevaban volando hasta encontrar el cuerpo desnudo de Baldomero, sobre quien se dejaba caer, para terminar asaltada de espasmos que crecían y decrecían entre senos, vientre y vulva, arrancándole gemidos, risas y lágrimas, que sólo hasta entonces había experimentado.

Tras un tiempo incontable y una vez retornada a su realidad, Gilda se levantaba del suelo, a donde no tenía memoria de haber caído, y antes de que el sol iniciara su despunte, corría a secarse sus genitales, viscosamente empapados,  con un pedazo de casimir que llevaba escondido en las enaguas; tras lo cual se lavaba con agua de alumbre y romero, también preparada por Lisa y envasada en una botella de vino que ella dejaba vacía sobre la mesa de la cocina, al salir del sótano; donde volvía a encontrarla llena, al retornar por la noche.

Todo ese ritual había cerrado aquella tarde, después de la siesta por el almuerzo, cuando Gilda volvió a lavar sus intimidades con agua de alumbre y romero, dejándose secar al clima para, luego, tumbada boca arriba sobre la cama, con las piernas levantadas, introducir en la entrada de su vagina un trozo de vejiga de cerdo, hervida y castrada con vinagre de piña; y, rápidamente,  embadurnarse con engrudo de palma, hasta que su nuevo himen quedó prendido.

-Aureliana, Don Víctor está preguntando por usted y por la señorita Gilda- avisó Lisa, tras golpear la puerta con apremio, devolviéndole a Gilda la mirada del presente y a Aureliana el serio misticismo que oscurecía el turquí de sus ojos, cuando andaba complotando.

-Dígale que ya vamos, que estamos terminando de vestir a la señorita.

Imagen tomada de vice.com


 ********************************************************************

                  


                 Compases para un juego largo

               (Miedo, orgullo y donaire)

 

Solamente Lisa precisó el momento en que Aureliana y Gilda asomaron en la sala. Las dos mujeres habían llegado en sigilo, entre el alegre llanto del tiple que la ingénita maestría de Félix Gómez Plata, marido de Aureliana, le arrancaba al instrumento, ensimismando a sus oyentes.

Mientras Félix tocaba y cantaba Pueblito Viejo, acompañado de sus dos imberbes hijos, quienes ya eran virtuosos en guitarra y bandola; Víctor Landaeta, el doctor Dámaso, don Benjamín y el papá de Gilda, hacían de coro a viva voz, imbuyéndose de guarapo.

Con las últimas letras, cantadas en estribillo por toda la comparsa: “quiero pueblito viejo, morirme aquí en tu suelo, bajo la luz del cielo que un día me vio nacer”, se atenuó la magia de las cuerdas que daba vida a ese célebre vals santandereano.

Entonces, se hicieron visibles las dos mujeres que permanecían silentes, bajo el quicio de la puerta que unía la sala con un zaguán por donde se iba a las habitaciones principales. Aureliana volvió en sí, tras haberse relajado contemplando a Félix, el único amor de su historia, con quien se había fugado a pocos días de haberle conocido, durante unas fiestas patronales en San Vicente de Chucurí, tierra de donde el músico era oriundo.

En cambio Gilda, quien había estado auscultando a Víctor en aquella primera vez que le veía y oía de cerca, aprovechando esos instantes de inmaterialidad y en busca de una razón que apaciguara las pulsadas disociadas de su corazón; fue presa del miedo, el único saber que podía hallar dentro de sí.

El primero en verlas fue Edgardo Pinzón, quien saltó de su asiento para ir a buscar a su hija, que parecía petrificada al lado de Aureliana.

-Venga, mija, échese para acá que esta fiesta es para usted, para darle la bienvenida a su nuevo hogar- le dijo Edgardo Pinzón a Gilda, tomándola del brazo y llevándosela  para el medio de la sala, sin darle tiempo a reaccionar.

Ella quiso decir algo, pero no pudo. Nada encontró en su pensamiento, aunque sentía que tenía cientos de palabras atravesadas en la garganta. Sólo alcanzó a voltear su mirada hacia Aureliana, quien la observaba con el silencio de lo inevitable.

De pronto, se encontró frente a frente con Víctor Landaeta y descubrió que sus ojos eran pardos, como los de Baldomero. Se quedó perpleja. Víctor se levantó de la mecedora donde acostumbraba a sentarse, con su vaso de guarapo en la mano derecha. Era un hombre alto. Gilda dobló su cuello hacia atrás, conducida por su mirada que continuaba perpleja sobre los ojos de Víctor.

Sintió que su padre le soltó del brazo y ahí su mirada se distrajo. Edgardo Pinzón se paró junto a Víctor, miró a Gilda y le dijo:

-Aquí tiene a su marido, Gilda. Desde ahora, como dicen por ahí, usted es harina de otro costal. Yo, como taita suyo, la dejo bien, en una casa, con un hombre que tiene cómo darle lo que usted necesita. Eso sí, pórtese a la altura, como una mujer hecha y derecha que ya es.

Y, enseguida se dirigió a Víctor, cuya mirada iba y venía por toda la humanidad de Gilda, dejando asomar una sonrisa afanosa que la muchacha no había alcanzado a percibir, perdida entre el recuerdo del color de los ojos de Baldomero y las palabras de su padre.

-Ahí se la entrego, para que vea que yo cumplo mi palabra, como hombre que soy. Bueno, de aquí en adelante quedamos emparentaʾos. Me tiene que decir suegro, gran pingo.

Edgardo Pinzón y Víctor Landaeta soltaron sendas carcajadas y se chocaron las manos. Todo pasó como ráfaga ante los ojos de Gilda. De pronto, su padre estaba brindando con el doctor Dámaso y Benjamín por aquella juntanza. Risas y algarabía llenaron la sala, mientras Lisa y Aureliana repartían una ronda de guarapo y pasabocas. Tiple, guitarra y bandola volvieron a registrar su grandiosa existencia, luego de que Edgardo Pinzón gritara: “¡Qué suene la música!”.

En ese momento, Víctor Landaeta le habló por primera vez a Gilda, quien seguía de pie, inmóvil, en el mismo lugar a donde la había traído su padre; sólo su mirada se había desplazado, para contemplar aquel jolgorio que se le antojaba ajeno.

Ella volvió a fijarse sobre los ojos pardos de Víctor, sin escuchar lo que aquel hombre le dijo. Víctor se percató de su lejanía, levantó su mano izquierda a la altura de los ojos de Gilda, movió los dedos y la hizo pestañear.

-¡Gilda, oiga, qué le pasa? ¿No está contenta? Mire nada más lo bonita que se ve con ese vestido que le mandé a coser. ¿O es que no le gusta esta casa? Yo me la puedo llevar a vivir a otra, para eso tengo varias. Pero, quite esa cara de velorio que aquí estamos es de fiesta. ¿Qué van a decir mis invitados? ¡Eh!

A Gilda se le aguaron los ojos, pero se tragó las lágrimas. De pronto, se llenó de orgullo. No quiso permitirse el llanto que la apremiaba, frente a Víctor Landaeta. Tenía que resistir. Así se lo recordó la voz de la cucha Alfreda que le llegó como un soplo, diciéndole: “En juego largo hay desquite…”

-¡Ajá, y usted se metió a muda o qué? ¡Contésteme, pues! Mire que si usted se porta bien conmigo, hasta busco al curita para que nos case.

Gilda no atinaba a soltar una palabra, aunque lo que deseaba era gritar su espanto. Sus ojos seguían fijos sobre los de Víctor. Ante aquella actitud, Víctor se le encimó y le dijo:

-Bueno, siga calladita, allá usted... Más tardecito, cuando nos quedemos solitos, vamos a ver si no habla.

Entonces, volteó hacia el trío que entonaba una guabina y a viva voz le ordenó a Félix:

-Mire, viejo, párele a esa y tóquese “Qué vivan los novios”, que me la voy a bailar con mi mujer.

Y tirando el vaso de guarapo sobre la mecedora, le echó un jalón a Gilda, abriéndose espacio en la sala; la  tomó por la cintura y la paró frente a él, dobló las rodillas y le hizo la venia acostumbrada para anunciar el inicio del baile.

-Espere un momento, Don Víctor, a vusté le hace falta el sombrero- gritó Aureliana, antes de que el trío comenzara a tocar; provocando risas, aplausos y chiflidos entre los presentes, tras lo cual le hizo señas a Lisa para que trajera un sombrero de la cocina.

De un santiamén, la muchacha salió y apareció con el sombrero en las manos, yendo directo a entregárselo a Víctor.

-Tome, Don Víctor. Y usted, señorita Gilda, lúzcase, oyó. Mire que su abuela sabe bailar muy bien, no la vaya a hacer quedar mal.

Aquellas palabras fueron suficientes para que Gilda se desprendiera del miedo. La voz de la cucha Alfreda volvió a resonar en su cabeza, avisándole: “La mano izquierda vendrá por ti.”

Segundos después, Gilda bailaba con donaire, siguiendo los compases alegres de aquella melodía, mientras respondía al juego danzante que Víctor Landaeta le ofrecía, muy a la usanza vernácula, asentada en los santanderes, para esa canción insigne de la rumba criolla.


                              

Imágenes tomadas de Artenet.es y Pinterest.

********************************************************************************


La bestia se anuncia

(Momento para embeleñar)

 

Los músicos habían dejado de tocar. Aureliana dirigía a sus dos hijas menores en la recogida de la mesa y la sala, desde la puerta, donde acostumbraba pararse al final de cada festejo, para despedir a los invitados del patrón con una recarga de guarapo “paʼl camino, por sí es culebrero”, decía.

Víctor Landaeta, que minutos antes se había dejado caer en su mecedora, de pronto se levantó y fue hasta donde Félix, quien estaba sentado en medio del desorden de sillas y muebles, en un recodo de la sala, con su tiple sobre las piernas, echándose el guarapo final de la noche. Víctor se le paró al lado y le dijo a voz en cuello:

-Viejo, mire: tan pronto amanezca, coja camino paʼ Zapatoca, se llega a la finca y manda, por orden mía, a separar 50 reses para que se las entreguen a Pinzón, tan pronto ese pisco se aparezca por allá. ¿Oyó, suegro? Paʼ qué quedemos emparentaʼos como debe ser.

Edgardo Pinzón, a quien justamente en ese momento, Aureliana le estaba sirviendo guarapo, se viró sorprendido y protestó:

-¡No, cómo así, Víctor? ¡Mucho ser pingo, vea! Yo me la jugué, perdí y le cumplí. Yo soy hombre de palabra. Ahí tiene a Gilda. Usted no me debe nada.

-¿Y es que yo estoy diciendo que le debo algo? ¡Mire, y es que usted no sabe cómo soy yo? Pues, a mí se me dio la gana de entregarle esas reses y ya… ¡Gran pingo!  Cójalas como dote, así paʾ que la Gilda vaya viendo qué clase de marido es el que tiene. Y si quiere le firmo un papel que conste que ese ganaʼo es una dote, y ya. ¿O qué, me va tirar ese desplante?

-¡Nooo, pues… si es así…pos… sí! Pero, con el papelito de por medio, pingo, téngalo listo y me avisa. Cuando yo vea eso firmadito, me aparezco por Zapatoca… Mire que su taita es jodido y con ese cucho yo no quiero líos. ¡Nooo, señor!

Gilda no pudo evitar la rabia, al escuchar aquel acuerdo. Había salido un momento antes al patio a usar el baño, para descargar la vejiga, que en los últimos días se le llenaba muy seguido; y cuando venía de retorno a la sala, oyó la conversación, justo desde cuando su padre decía: “Ahí tiene a Gilda. Usted no me debe nada...”.

-Yo valgo cincuenta vacas para estos hijuepuercas- se dijo, sin notar que su dolor interior se le escapó en palabras que sólo alcanzaron a ser escuchadas por Lisa; quien venía tras ella, escoltándola, como había estado haciendo con disimulo toda la noche.

-Recuerde todo lo que la cucha Alfreda le dijo, y no escuche mucho lo que los señores digan, señorita Gilda- le dijo Lisa, en voz baja, parándosele al lado.

Entonces, Gilda se quedó ahí, inmóvil, en el cruce entre la sala y el pasillo que daba a la cocina. Momentos después, sólo estaban en la escena Víctor Landaeta, Aureliana, Lisa y ella. Evadida en la memoria, volviendo sobre las orientaciones de su abuela, se había perdido el momento en que las demás personas se  marcharon.

-¿Tengo buen gusto o no, Aureliana? Mire nada más qué mujer más linda la que me conseguí. ¡Ah, cómo le parece?- dijo Víctor Landaeta, mirando a Gilda de pies a cabeza, con los ojos atronados y mordiéndose el labio inferior.

Aureliana guardó silencio y procedió a cerrar la puerta. Luego, giró su cabeza a la derecha y de reojo miró a Gilda. Ella seguía inmóvil, pero tenía el semblante azorado. Su visual parecía enfrentar la mirada de Víctor, en aquella auscultación morbosa que golpeaba su aliento.

Entonces, la voz de la cucha Alfreda retumbó en sus oídos: “La bestia necesita ver sangre. No te puedes entregar, tienes que pelear, hasta que la bestia sienta que es más fuerte. Ahí vencerás…”.

-A mi usted no me consiguió. Usted me negoció con mi papá, por vacas- le esputó Gilda, mirándolo de frente y avanzando hacia él, con una seguridad que rompió la imagen de niña asustada, grabada en los ojos turquí de Aureliana.

Entonces, Aureliana giró sobre su izquierda y caminó con sigilo hacia el centro de la sala. Lisa se quedó impávida, donde minutos antes acompañaba a Gilda. Víctor Landaeta reflejó estupefacción. Sus dientes liberaron rápidamente al apretujado labio inferior, y sus ojos cambiaron el paneo sobre la humanidad de Gilda por un plano fijo hacia la mirada verdosa brillante de la muchacha que venía andando hacia él. Bruscamente, se levantó del mecedor y en dos pasos cortó el andar de Gilda, se le puso en frente y le dijo:

-¿Con qué sabe hablar, no? Porque ni bailando, y vea que baila bonito, me había querido decir una palabra.

-Es que yo hablo cuando quiero, no para darle gusto a los demás.

-¡Uy! Fue que me salió cerrera la señorita. ¡Vea, pues!

En ese instante, para Víctor y Gilda, el mundo en rededor dejó de existir. Aureliana y Lisa cruzaron sus vistas. Ambas sabían que el momento de embeleñar a la bestia había sido anunciado. Lisa se esfumó hacia la cocina. Aureliana se movió al lugar que había dejado Lisa. Gilda volvió a romper su silencio:

-Yo no soy de las del Cuarto Patio. ¿Por qué no se compra con sus vacas a una de esas? Hasta le puede salir más barato o se puede comprar varias.

-¿Y a usted quién le dijo que me puede hablar así? ¿Sabe cómo es la vaina, Gilda? Yo me compro lo que me da la gana. Y, me dio la gana y me la compré a usted. Y usted es mía, de hoy en adelante. Gústele o no, porque usted no se manda sola, culicagada. Y si está muy guapa, mejor. A mí me gustan las hembras berracas. ¿Le quedó claro?

-¡No! Yo no soy suya. Yo no soy una cosa para que me estén comprando a cambio de vacas. ¡Devuélvame para mi casa!

En ese instante, Gilda sintió un ardor en su rostro y a su cuerpo tambalearse hacia atrás. Sin saber cómo, se equilibró y volvió sobre sus pies. Le costó unos segundos entender que Víctor Landaeta le había asestado una bofetada.

-¡Don Víctor, mijo, cálmese! Así no se empieza un matrimonio. ¿Cómo se le ocurre?- protestó Aureliana, acercándose con una botella de guarapo en la mano, que Lisa acababa de traer desde la cocina.

-Mire, mejor tómese otro guarapito, y deje la peleadera- le dijo, moviéndose hacia la mesa, cogiendo un vaso que estaba sobre ella, y sirviéndole la bebida hasta asomar reboso.

Víctor se movió hacia Aureliana y le arrebató el vaso de guarapo, dándose un trago con vehemencia.  Aureliana fue hasta donde Gilda, le acarició el rostro enrojecido por el golpe, vio su mirada cuarteada por un llanto represado, y le dijo:

-Mija linda, tranquila.

Víctor se volvió a engullir otro trago y con el vaso en la mano se acercó a las dos mujeres, vociferando:

-Es que a los hombres se les respeta, oyó Gilda. Si Doña Julia no le enseñó eso en su casa, yo se lo voy a enseñar aquí. Y usted, Aureliana, no se ponga de metiche, ni de alcahueta. Gilda, desde esta noche, es la mujer mía. Y eso no lo va a cambiar nadie, que se lo juro, por Dios santo. Acuérdese de eso, cuando vea una docena de culicagaʼos corriendo por esta casa. Talito como se lo prometí al taita mío, que anda loco porque le dé nietos. Y vea, Gilda es la mujer que me los va a parir, y punto.

Gilda salió corriendo hacia la puerta,  intentó zafar el pasador, pero este no se movió. Aureliana había puesto candado. Entonces, comenzó a golpear la puerta con desespero y a gritar:

-¡Ábrame, Aureliana, ábrame!

Víctor se empinó el vaso y bebió a fondo el guarapo. De pronto, sintió un calor extraño en el rostro y una furia que desconocía. Estrelló al vaso contra el piso, caminó hacia Gilda, la prendió por el brazo izquierdo, la haló y se la llevó tras de sí, casi a rastras, hacia el pasillo que conducía a las habitaciones, ante las miradas nulas de Aureliana y Lisa.


Imágenes tomadas de Jonnius y Pinterest.

********************************************************************

 

                                                           El triunfo de la bestia

(Primera baraja de un juego largo)

 


Sentada sobre el piso, arrinconada en la esquina contigua a la puerta, despelucada, con la tez sudada, los ojos llorosos, la nariz sangrada y los labios hinchados, Gilda observaba silente el ritual que Aureliana y Lisa realizaban para reavivar  a Víctor Landaeta, quien estaba tumbado boca arriba, a un lado de la cama, frente a ella, totalmente desnudo, tieso, rubicundo, con los ojos vidriosos y la boca semiabierta, repitiendo palabras ininteligibles.

-“La mano izquierda vendrá por ti.”

Fue lo que Gilda oyó, en la voz de su abuela, segundos después de que Víctor Landaeta comenzara a  convulsionar y cayera al piso. No había tenido tiempo de entender lo que estaba pasando. Todavía sus impresiones seguían ancladas a los momentos cuando aquel hombre, encaramado sobre ella, sujetándole los brazos por encima de su cabeza y  penetrando sus genitales con furia, repetía jadeante: "usted es mía, Gilda, usted es mía..."  Todo había sucedido, como en ráfaga.

-“La bestia necesita ver sangre. No te puedes entregar, tienes que pelear…”.

Le repetía su memoria, cuando Víctor Landaeta la metió a empujones al cuarto. Lo que vino después, lo recordaba espasmódicamente.  Ella, gritando: “¡No se me acerque!, ¡no me toque!, ¡déjeme tranquila, yo no quiero ser su mujer!”. Él, quitándose la ropa, mirándola, riendo a carcajadas.

Ella, moviéndose de un lado al otro del cuarto, esquivándole, saltando sobre la cama, para cruzar al lado contrario de dónde él se ubicara. Él, alcanzándola,  abofeteándola, halándole los cabellos, manoseándola, desgajándole el vestido.

Ella, escupiéndole, asestándole un mordisco en un brazo, soltándose, volviendo a escapar por sobre la cama. La cucha Alfreda hablando en su cabeza:

-“El camino está cerrado, la bestia aparece en tu destino… llénate de dureza para hacer lo que te toca, si quieres evitar una tragedia más grande… no te degüelles…solo hasta que la bestia sienta que es más fuerte…”.

Ella, frenando en seco, frente al adversario, y encarando su claudicación: “¡Yaaa! ¡Basta! Está bien, usted gana.” Él, sorprendido, acercándosele, soltando una carcajada, escurriendo sudor, tomando su miembro, blandiendo su tiranía.

Ella, humillada, arrancándose lo que aún le quedaba de vestido, entre pecho, espalda y vientre. Luego, un empujón.

Ella sobre la cama, boca arriba, inerme, con el rostro sudado, lloroso, sangrante. Él, haciendo prisioneros sus brazos, sentándosele sobre el torso, apresando su cuerpo, carcajeándose, jadeando.

Ella, oyendo a su abuela:

-“...en juego largo hay desquite…cuando hayas dado otras dos vueltas al sol, se abrirán de nuevo tus caminos….”.

Él, lamiendo su rostro, sus pechos, arrollando sus genitales, gimiendo, carcajeándose y repitiendo, jadeante: "usted es mía, Gilda, usted es mía...". Ella, sintiendo dolor, ardor, rabia, asco…recordando su himen falso, a Baldomero, a su vientre gestante. Llorando.

Él, apaciguado, cayéndosele encima. Ella, soportando su peso, asfixiándose, absorbiendo su sudor, olfateando su resuello y repudiando la humedad que sentía escurrir entre sus piernas.

Luego, volviendo a respirar, cuando él, compulsivamente, salió de ella, se tumbó boca arriba, resopló, se levantó, empezó a pronunciar palabras raras, gritó, se tambaleó, convulsionó, caminó hacia la puerta, dobló las piernas y cayó al suelo.

-“La mano izquierda vendrá por ti”- escuchó, en la voz de la cucha Alfreda.

Después, sintió dos toques en la puerta y las dicciones de Aureliana y Lisa, llamándole a la vez:

- ¡Señorita Gilda, señorita Gilda, abra!

Espontáneamente, abrió la puerta. Las dos mujeres pasaron rápido y cerraron con apuro, tras de sí. Gilda parecía escurrir llanto sin notarlo. Estaba lela. Lisa la abrazó, luego se sacó el paño que siempre traía atado a la cintura y le secó el rostro. El paño se embadurnó de lágrimas y sangre. Lisa la tomó del brazo, la llevó a la cama, zafó una sábana y cubrió su violentada desnudez.

- Quédese tranquila. Lo peor ya pasó- le dijo.

Entonces, se volteó y corrió hacia Aureliana, quien se hallaba acurrucada, frente  a Víctor Landaeta, echándose la cruz de abajo hacia arriba y de derecha a izquierda. Gilda caminó hacia las dos mujeres y una pregunta escapó de su alma:

-¿Se murió?

-¡Nooo, mijita! Nosotras no matamos a nadie, no se haga ilusiones. Don Víctor Landaeta sólo está embeleñado. Pero, de aquí a mañana, se le pasará- contestó Aureliana.

-Además, yerba mala, dura bastante… usted sabe- complementó Lisa.

Gilda se volvió a ensimismar y fue a sentarse sobre el piso, en el rincón contiguo a la puerta.

Aureliana le ordenó a Lisa traer una toalla limpia. Lisa se movió hacia el fondo del cuarto, por el lado izquierdo de la cama, hasta la cómoda, sacó una de las toallas guardadas ahí, retornó y se la entregó a Aureliana. Ella procedió a limpiar el cuerpo de Víctor Landaeta, arrojó el paño a un lado, y lo cubrió con una colcha que Lisa le pasó.

Cuando los gallos cantaban el amanecer, Gilda había presenciado años de sapiensa ancestral en aquellas dos mujeres que, entre sahumerios, ungüentos, masajes y evocaciones, habían sacado a Víctor Landaeta de su estado letárgico, dejándolo acostado, durmiendo el sueño de un niño, sobre el costado derecho de la cama, en una sábana que exhibía la mancha de sangre que necesitaba ver al despertar, para probar su anhelada posesión sobre el cuerpo de Gilda.

Ambas se marcharon a sus aposentos, dejando a Gilda bañada, vestida, despojada de su trance, consciente de lo que tendría que resistir, hasta que volviera a dar dos vueltas al sol;  y sabiendo que la desmemoria de la bestia,  sobre aquella noche, lo convertiría en el magnánimo padre del niño que miraría al mundo con los ojos de Baldomero.




Imágenes tomadas de Pinterest.

*****************************************************************************************************

Mercedes
(Pespunte de un tejido invisible)


-Todo es costumbre- musitó Aureliana, tras un suspiro medio dolorido, mientras miraba como Gilda ordenaba la subida de su  equipaje a la Ford F-100, donde siete meses antes había llegado.

Desde aquel momento, al presente, las circunstancias habían cambiado notoriamente, y Gilda, mucho más. No se parecía en nada a la niña confundida, asustada, iracunda e irascible, que  había salido forzada de su casa y trasladada bajo custodia, para ser convertida en la mujer de un hombre al que, ni siquiera, había visto de frente.

Ahora, sus pechos recrecidos y redondeados, sus  caderas ensanchadas y su vientre abultado, anunciaban un nacimiento. No obstante, era su actitud lo que más avistaba un cambio. Parecía habitar en ella una señora del hogar, una esposa común y corriente,  dueña de casa que ordena en su espacio de poder y  quien sólo debe acato al marido.

Hacía tres meses había entrado a la iglesia, del brazo de su padre, vestida de blanco,  aunque sin corona, ya que su gravidez era notoria y la ceremonia de matrimonio fue invocada para subsanar el concubinato no autorizado por Dios y, por supuesto, poder asentar en la partida de bautizo, de la cría que venía, el título de hijo legítimo de Víctor Landaeta. Así lo había dispuesto Antonio Victorino Landaeta, el padre de Víctor, quien no se cambiaba por nadie, desde que supo del embarazo de Gilda, pues, añoraba descendientes de su hijo mayor, el único varón que había engendrado, porque las cinco hijas que le siguieron, según él mismo vociferaba:

-Son una amenaza de ruina, cuando cojan marido y paran,  perderán el apellido y los jijuepuercas yernos se quedarán con todas las vainas de uno, y... ni como chistar, esa es la ley.

Así que empujó a Víctor a casarse con Gilda, quien bien heredada estaría, porque Edgardo Pinzón era uno de los grandes potentados santandereanos, y la descendencia de Gilda llevaría el sello Landaeta, con lo que, no sólo aseguraban la perpetuación patrimonial, sino la acrecencia de sus capitales

Cuando Víctor le dijo a Gilda que había hablado con el cura para que los casara, ella sólo pidió que, ese día, estuviera allí la cucha Alfreda. Ya el tiempo del llanto, la rabia y el desespero,  que la había habitado en las primeras semanas de vida, junto al hombre que se le había impuesto como marido, estaba colgado en la percha del pasado.

Gilda había conjugado el modo de lo posible,  desde el pensamiento gallardo que la despertaba planeando una huida,  terminada siempre en  desistimiento, tras asomarse  a cualquier costado de la casa y ver allí a hombres armados y mal encarados; hasta recorrer las esquinas del ideal suicida, que empezó a practicar con el silencio y la inanición.

Para ese entonces, ya no oía la voz de su abuela, y empezó a recordar a Baldomero, caminando de primero en la fila de nuevos reclutas hacia la muerte.  Ya, había cesado cualquier forma de oposición a la posesión que Víctor Landaeta ejercía sobre su cuerpo, en las noches en que se aparecía por la casa. Sólo fijaba su mirada en algún punto de la habitación y recordaba a Baldomero, marchando hacia la tragedia, mientras aquel hombre la desvestía, estrujaba su cuerpo lánguido, como si fuese un trapo; la manoseaba, le hundía su lengua en la boca, lamía sus pechos, sus genitales,  mordía su espalda y sus nalgas,  y se escurría en sus entrañas, con gemidos de un enorme placer, increíblemente inmune a la indiferencia y frivolidad de ella, que había volado para estacionarse en aquel último momento que tenía de Baldomero.

Pero, un día dejó de pensar y sentir, se echó en cama silenciosa y sólo se levantaba empujada por la única razón que no podía evadir: vomitar hasta el hígado, sobre una bacinilla de peltre que se guardaba bajo la cama.

De ese trance la sacó Lisa, luego de contarle  tres días seguidos en la misma postración, justo cuando  Víctor Landaeta había salido a Zapatoca, anunciando dos semanas de ausencia.

Lisa se mudó a su cuarto, con la complicidad y ayuda de Aureliana. Entre ambas la levantaron, la asearon, le cambiaron el pijama y le hicieron beber tres litros de agua. Luego, la acostaron de medio lado, sobre su derecha.
Destaparon su tobillo izquierdo, lo limpiaron con agua de romero, encendieron un tabaco, lo aspiraron entre ambas, seis veces, y le pusieron la punta encendida del envoltorio sobre la piel que estaba arriba del tobillo. Seis pequeñas laceraciones, entre dos líneas, le marcaron, sin que Gilda emitiera alguna queja. Luego, Lisa se sacó de entre su pecho izquierdo un pequeño frasco oscuro que contenía grasa de piel de rana Mono Grande, lo abrió y puso  una pizca de la sustancia, en forma de polvo blanquecino, sobre cada quemadura.

Lo que vino a continuación fue una fuerte convulsión que hizo revolcar a Gilda de lado a lado de la cama. Su cuerpo estremecido fue reduciendo los espasmos, hasta quedarse inmóvil. Luego, le sobrevino un vómito que pasó de oscuro a gris, y que ni Aureliana, ni Lisa, pudieron guiar para evitar que  inundara sabanas, cama, a Gilda y a ellas. La paz llegó cuando ya no quedaba en Gilda nada más que expeler. Durmió un día y una noche, mientras Lisa la custodiaba, bamboleándose en una mecedora de madera y fique que Aureliana le había traído.

Cuando despertó, no recordaba mucho, sólo le dijo a Lisa que tenía hambre y sed. Gilda retornó a la vida, volvió a oír la voz de la cucha, diciéndole:  "... cuando hayas dado otras dos vueltas al sol, se abrirán de nuevo tus caminos."

Apartó de sus memorias la última imagen que tenía de Baldomero y comenzó a percibir movimientos vagos, puntaditas y corrientazos, en su vientre bajo, que le generaban emociones extrañamente gustosas. Aureliana se fijó en cómo se acariciaba el vientre y le asomaba un brillo tierno en los ojos. 

-La señorita ya empezó a conversar con su cría, lo que está sintiendo son sus llamados- le dijo.

Desde entonces, Gilda se interesó en saber cómo era un embarazo, cómo sería su parto y... cuándo vendría al mundo la criatura que crecía en su cuerpo. Sobre el momento del parto, Aureliana le dijo:

-Eso será antes del tiempo, señorita. Pero, no se preocupe, seguro la cucha Alfreda hará un milagro para que eso nadie lo note. Usted ocúpese de alimentarse, de tomar el sol, de caminar y de reír. Nosotras haremos el resto.

Reír  era algo que Gilda había dejado de hacer, desde que su madre le anunció el concubinato con Víctor Landaeta. Así que se quedó lela por unos segundos y, luego, masculló:

-Aureliana, creo que eso de reírme, quién sabe, ya como que se me olvidó.

Pues, tendrá que hacer memoria, mija. Deje verá que alguna vaina nos inventamos para verle pelando los dientes. Sin risa, no hay vida, niña.

Y no había pasado un día, cuando Aureliana  se lanzó al invento por devolverle la risa a Gilda, pidiéndole a Lisa que hiciera venir  a su prima Mercedes, una mujer que, ya habiendo entrado en su treintena,  parecía seguir siendo adolescente, tanto en su tez rosada y oscuro cabello, como por el brillo ingenuo y, a veces, melancólico de sus ojos, que vestían el mismo azul turquí de las miradas de Aureliana y su prole. Mercedes atesoraba un pasado de penurias y estigmas, aunque había logrado exorcizar al llanto y al prejuicio, y ahora se dedicaba a soliviantar almas de mujeres en pena, a dónde quiera le llamaran.

-Mi cruz fue haberle gustado al patrón de mi papá, un gamonal que me ofreció el cielo y, después de que me embarazó, me regaló el infierno- le contó Mercedes a Gilda, detallando cómo aquel hombre la entregó a la Policía, acusándole de ser cómplice de cuatreros, sólo para no responder por su barriga.

También, Mercedes le hizo saber que había salido vejada de allí, por varios de los uniformados que la interrogaron. Y que fue rescatada por una mujer que nunca había visto en su vida, apodada "La Paisa", que era la regente del Cuarto Patio, en donde se había enterado de su existencia, oyendo a varios policías contar su oprobio, muertos de risa. La Paisa se había presentado en la comisaría, para atestiguar la inocencia de Mercedes; y pagó una fianza por su libertad, que se inventaron los policías, a última hora, por supuestos gastos en averiguaciones.

Mercedes fue cocinera y mesera en el Cuarto Patio, hasta que dio a luz a un niño que murió de disentería,  seis meses después de nacido.  Entonces, decidió abandonar la cocina y la servidera de mesas, llamarse "Meche" y vivir de su cuerpo, cobrándole, a cada hombre que lo recorría, su ingenuidad, su dolor y su desesperanza, en moneda contante y sonante.

-Hasta que llegó el 9 de abril y toítico el mundo salió a la calle, y se hizo una revolución en toda Barranca y quedó prohibido que los hombres nos compraran los cuerpos, y todas las de la vida alegre nos metimos a la Comuna Bermeja, nos pusimos de cocineras, de enfermeras, de maestras y hasta de guardianas.... ¡Imagínese! Nos volvimos importantes y respetadas. Y ahí conocí a un compañero que se fue a vivir conmigo, cuando la revolución se acabó, y hasta el sol de hoy, ahí estamos juntos, tenemos dos niños y una niña, gracias a mi Dios Santísimo y a la Virgen María..."- reseñó Mercedes, ante la mirada perpleja de Gilda.

Así, Mercedes pasó casi una semana instalada en la casa, conversando con Gilda sobre su vida de meretriz, ayudándole a descubrir su cuerpo, enseñándole a obtener placer, "a solas, sin necesidad de un macho, porque toda mujer necesita sentir felicidad con ella misma", le expuso. También, le contó cómo le enseñaron sus compañeras del Cuarto Patio a evitar embarazos, "contando con la luna, con lavatorios y tomas de yerbas". Y, asimismo, que "cuando el diablo mete la mano y a una se le para la regla, eso tiene remedio, con unos menjunjes calientes de varias maticas berracas que Diosito nos puso en este mundo para nuestro bien."

Mercedes le hizo saber a Gilda que podía vivir sin dolor y sin asco su sexo con el hombre impuesto: "piense en otro, en  quien usted desee, mastúrbese con el cuerpo de su marido y cóbrele después, con todo lo que se le antoje para usted, para el hijo que está esperando, para quienes necesiten su ayuda...así funcionó mi vida alegre."- le dijo, sin tapujos, y muerta de risa.

Y así funcionó para Gilda su vida de matrimonio. Cuando Víctor Landaeta volvió, la encontró  sonriente, segura y anunciándole con su propia voz:

-Estoy embarazada

Esa noche Víctor se fue de fiesta  con sus amigos de siempre, y Gilda durmió sin miedo a que volviera para  buscarla y poseerla, después de haberse provocado un intenso orgasmo con sus propias manos, pensando en el único hombre en quien se le ocurría pensar, en Baldomero.

Todo aquello era lo que no alcanzaba a ver Aureliana. El todo no era sólo costumbre. Aquella mañana, mientras Gilda se preparaba para volver a su casa en San Vicente de Chucurí, con la complacencia de Víctor Landaeta, ante la noticia de que Doña Julia se había caído de un caballo y pedía ver a su hija, se estaba hilando el tejido invisible que anuda la tercera mano.



Imágenes tomadas de Pinterest.

*****************************************************************************************************

 

Vuelta a San Vicente

(Añoranzas, reflexiones y augurios)

 





La vuelta a San Vicente de Chucurí fue para Gilda un maremagno emocional que le devolvió a retazos su vida en los últimos siete meses, desde que la camioneta se asomó a la Calle Real y subió a la calzada de Los Locuartos, la vía a su pueblo natal que había grabado de memoria, dibujándola en un papelito cientos de veces, en aquellos tiempos de sus frustrados planes de huida.  

 

El día de su boda conveniente, insípida en su sentir, la recordó intacta al divisar la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Catedral del Vicariato Apostólico del Río Magdalena, a donde se casaban gentes como los Landaeta y su familia paterna, para seguir jactándose de su infausto rol en la región. Por su mente pasó una reflexión que, apenas nueve meses atrás, le habría sido imposible: “…el matrimonio es puro interés…”

Tenía la seguridad de haber descubierto al mundo, desde que su destino fue echado a rodar en una mesa de apuestas. Para ese entonces, ella idealizaba las bodas, se pensaba realizada como mujer, entrando a la iglesia de su pueblo a comprometerse con Baldomero, ante el representante de Dios en la Tierra “en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza… hasta que la muerte los separe…”

Y, un día cualquiera, se había comprometido a todo eso, en una Catedral, con Víctor Landaeta, a sabiendas que juraba en vano, porque estaba esperando recorrer dos vueltas al sol para verse libre de él.

Allí iba, muy capaz de saltar a los brazos de Baldomero y revolverse en su cuerpo, si el destino les pusiera de nuevo en el mismo camino.  Aunque, esa posibilidad le sabía a espejismo, había asimilado sin tristeza la real circunstancia: Baldomero podría estar muerto ya o, simplemente, lo estaría pronto, porque seguía las noticias y estaba enterada de las operaciones militares que el Estado había lanzado al oriente del Tolima, con soldados reclutados de todo el país, haciendo huir a cientos de familias campesinas, horrorizadas por el napalm que soltaba desde sus cielos la Fuerza Aérea.            

Las historias que se oían por la radio, desde las voces que denunciaban campos de concentración y sangre corriendo por los ríos, le habían convencido del único destino que tenía Baldomero: la fatalidad, ya que soldados muertos, también, abundaban.

Y, entonces era cuando ponía sus manos sobre el vientre crecido y bajaba sus ojos hacia él, agradeciendo a la vida haberle permitido engendrar a la criatura que estaba por venir, porque Víctor Landaeta había sido tatuado en su historia y no le habría cabido ningún recurso contra eso, Gilda lo sabía, ahora.                  

Asimismo, sabía que ese destino le era soportable, por tres razones: no sería por siempre, había aprendido de Mercedes a sacarle provecho al hombre impuesto, y el hijo que iba a parir era de Baldomero.

Eso último le daba un sádico placer, cada vez que veía a Víctor emocionado con su barriga. Un día se lo gritaría en la cara y reiría con la vergüenza que oscurecería aquel orgullo de semental que la creía toda suya. No lo era. Había un pedazo de su pensamiento, sangre y piel, que le era totalmente ajeno, su cría era sólo suya, y tendría los ojos iguales a Baldomero, de eso estaba convencida; porque todo el mundo decía que “los ojos marrones se imponen sobre los verdes.” Ella los tenía verdosos, Baldomero  marrones; iguales a los de Víctor y a los de Antonio Victorino, su suegro. ¡Qué casualidad!

-Todo pasa por algo, mija-, le había dicho la cucha Alfreda, el día de su matrimonio, entre una y otra cosa que se comentaron, rematando el asunto con una de sus acostumbradas frases: “Dicen que Dios escribe derecho sobre líneas torcidas…”

De pronto, Gilda salió de sus cavilaciones, al sentir gotas de agua fría sobre su cara, filtradas por  la ventana de la camioneta que ya había cogido carretera, alejándose de la vaporosa ciudad petrolera. Mediaba octubre y la segunda temporada de lluvias empezaba a caer sobre todo Santander, su cría nacería en tiempo invernal, cayó en cuenta, al tiempo en que se afirmó “…es un buen augurio, el agua es vida…”

-Abríguese, doña Gilda-, oyó decir a Lisa, quien ahora viajaba entre ella y el chófer, en el puesto que había ocupado, por órdenes de Víctor, aquel día en que comenzó su vida con él; tras lo cual, sintió las manos de Lisa sobre su cuerpo, tratando de taparla con una ruana que traía en las piernas, en una de las tantas previsiones que la muchacha siempre tomaba.

Miró a Lisa y al chófer, como fotografiando ese momento tan parecido y tan distinto al anterior. El chófer ya no tenía huraño el gesto, ni siquiera tenía gesto, no le miraba a los ojos, desde que quedó claro, en aquella casa, que ella era la señora de don Víctor Landaeta. Giró su cuello y se irguió hacia atrás para mirar al vagón, donde iban sus maletas y el bulto de Lisa, y sintió lo mismo: todo era igual, pero diferente. Allí iban los dos hombres armados que la habían traído, cual prisionera, a vivir con quien ahora era su esposo. Ellos, tampoco, la miraban como esa vez.

Ya no era prisionera, era la señora de la casa. Claro, desde que comenzó a poner en práctica la conseja de Mercedes: enfrentaba su mirada a Víctor, le sonreía, respondía a sus conversaciones, le atendía en la mesa y, en la cama, ya no extraviaba su mirada para volar hacia otro momento, lo veía en su desnudez, se fijaba en sus manos y seguía la ruta que estas trazaban por su cuerpo, mientras la desvestían; no esquivaba sus labios, algunas veces, respondía a los besos y le regalaba gemidos y espasmos, porque había aprendido a conseguir el clímax con aquel cuerpo, imaginando que era el de Baldomero. Y, entonces, Víctor le confesó en un amanecer, tras la mera agonía del placer:

-Yo estoy enamorado de usted, como un pingo, desde hace años. Pero… su taita seguía viéndola como una culicagada y no quería que yo la enamorara, por eso me la tuve que jugar, ganársela  y traérmela. ¡Perdóneme esa! Yo sabía que usted, tarde o temprano, me iba a querer, como ahora me está queriendo.

Tras aquellas palabras que le revolvieron el alma, Gilda se colgó el vestido del disimulo; socarronamente, sonrío, le acercó su rostro y le dio un tibio beso en la boca, con los labios cerrados; a lo que Víctor no supo responder, sino de la única forma que conocía: reptilmente, irguiéndose de nuevo en su centro de gravedad y volviendo sobre aquel cuerpo femenil, para confirmar su mayorazgo.

Desde ese momento, Gilda supo que el juego estaba en sus manos y empezó a recoger sus réditos. Poco tiempo después, Víctor le abrió una cuenta bancaria con una asignación mensual, y comenzó a complacer cada pedido que ella hacía, desde muebles, cortinas, ropas, ajuar para la cría, dulces y cada cosa que Aureliana y Lisa necesitaran. También, ordenó a sus hombres de confianza trasladar a Gilda para donde ella necesitara, sin tener que esperar a su consentimiento. Para eso, dispuso del “cucarrón azul”, como le decía al Volkswagen Escarabajo que había comprado para moverse en Barrancabermeja.

El abrazo libertario de Gilda llegó hasta el viejo perro lanudo que dormía en el patio, a las puertas de la cocina; para quien pidió traer al médico que atendía las reses de la finca de Víctor en Zapatoca, a fin de curarle una gusanera que tenía tras las orejas, purgarlo, vitaminarlo y raparlo, para que no sufriera con el fastidioso calor de aquella ciudad; además, le hizo construir una casita de ladrillo y techo de palma seca, bajo la sombra del limón mandarino que hacia esquina con el huerto de aromáticas, cultivado por Aureliana.

Su retorno a San Vicente era parte de todo aquel juego ganado por Gilda, aunque había sido planeado por la cucha Alfreda para atender el parto de su nieta, que tocaba pasar como adelantado, y eso sólo podía hacerse allá, en el terreno que les era propio.

Así que cuando un peón de doña Julia apareció al trote, sudoroso, apeándose a toda velocidad de su caballo, para avisar que “la suegra de don Víctor tuvo un accidente, la tumbó un cerrero que estaba amansando” y que “la doña pidió que le mandaran a su hija, porque no quiere irse sin verla”, a Gilda no le latió el corazón propio, sino el que palpitaba en su vientre. Supo que ese era el aviso de la cucha Alfreda, señalando la proximidad de su parto.

Todo lo demás le fue fácil: soltar un mar de lágrimas ante Víctor y convencerle de enviarla a San Vicente sin demora; cosa que, a regañadientes, él aceptó; pero, para el día siguiente, pues, venía llegando de Zapatoca, tras una semana fuera, y lo que más deseaba era entretenerse por la noche con Gilda, contemplando su barriga desnuda y poniendo sus manos sobre ella para sentir los movimientos fetales, que él interpretaba, asegurando un mundo de cosas, como “…va a ser un varón, pa’ mi Dios que sí…”, “…cuánto vamos a que va ser futbolista, el berraco…” y  “…ese chino ya conoce a su papá…”

En esas estuvo horas, hasta que Gilda le dijo que deseaba dormir para madrugar a ver a su mamá. Para esos días, Víctor había cesado sus requerimientos carnales hacia ella, preso del miedo que le daba dañar a la criatura con su miembro, porque había escuchado decir a más de un peón que era peligroso el sexo cuando una mujer ya estaba “bien pipona”; muy a pesar de que Dámaso, su doctor y compinche, aseguraba que eso no eran sino “…puros mitos pueblerinos…” 

-Por allá le caigo en estos días, mija, deje que resuelva algunas cosas y me voy pa’ San Vicente-, le había dicho Víctor esa mañana, al despedirla; mientras, en el interior de Gilda, un rezo se alzaba para que algo pasara y lo retuviera en Barrancabermeja, hasta que su abuela hubiese resuelto lo del parto adelantado.

El viaje se le había hecho corto, con la lluvia y sus pensares. La radio había estado apagada, porque la señal se interfería y aturdía el ruido que generaban las ondas interceptadas por el chaparrón, cosa que fastidió a Lisa, por lo que pidió al chófer que la quitara.

Entrando a San Vicente ya no llovía, aunque el olor a tierra mojada, las calles empapadas y solitarias, la brisa fría, el paisaje grisáceo y el aroma a chocolate caliente que escapaba de las casas, contaban que el temporal se les había adelantado. Cuando entraron a la finca, Gilda quiso retrotraer sus añoranzas, pero Lisa no la dejó, soltando un discurso muy propio para los oídos del chófer:

-¡Ay, doña Gilda, mantenga la calma! Seguro que doña Julia se va a poner mejor, tan pronto la vea a vusté. Y, seguríiito que ya la cucha Alfreda la tiene atendida, y vusté sabe cómo es su abuela de buena curandera. Lo primero es cuidar su embarazo, mire que todavía le falta tiempo a esa cría pa’ venir al mundo, ¿oyó?

Tan pronto las mujeres desembarcaron, se metieron a paso apurado en la casa, dejando atrás a los hombres del vagón, quienes a más de venir emparamados, se bajaron a ocuparse de los equipajes y unas cajas con regalos que Gilda traía para su mamá, abuela, hermanas y hermanos, sobre todo lo cual habían tomado la previsión de amarrar una lona.

El cuadro que las dos muchachas encontraron en la habitación de Julia era una representación trágica: en la cama, Julia estaba tendida boca arriba, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos, un paño húmedo en la frente y tapada de la cintura a los pies con una manta gruesa. Mientras, Alfreda estaba sentada junto a ella y, con varias ramas en las manos, le cruzaba el cuerpo, desde los pies, hasta la frente y de izquierda a derecha; con los ojos cerrados y murmurando una oración.

No obstante, la composición se trastornó unos minutos después de que la cucha Alfreda supo que, a sus espaldas, sólo Gilda y Lisa estaban en la habitación. Entonces, Julia se incorporó, como si nada, para sentarse en la cama; y Alfreda, soltando sus ramas sobre la mesa de noche, se levantó y corrió al abrazo de su nieta y de Lisa.

-Mire que hasta artista me he vuelto por usted y todavía no viene a saludarme, sino que primero saluda a su abuela… ¡Aah, cómo le parece?- Dijo Julia, en baja voz, levantándose del todo e incorporándose al grupo de mujeres.

Después de los abrazos y saludos en susurros, Alfreda empezó a explorar la barriga de Gilda, la miró a los ojos y le dijo:

-Dos cambios de luna, mija. Ese es el tiempo que nos queda para su alumbramiento.

*******************************************************************************

 

Esa noche Gilda no pudo conciliar el sueño. Estaba de nuevo en su cuarto y le era imposible oponerse a los recuerdos. Decidió levantarse y abrir la ventana, que daba a la parte trasera de la casa.

La luna en creciente, la penumbra y los visos sombríos de la vegetación, el viento húmedo, el canto de grillos, el croar de las ranas, el zumbido de zancudas, el titilar de luciérnagas y ladridos lejanos, parecían redoblados por el evidente regreso de la lluvia que, aquel día, ella podía vivir en el olor a tierra mojada.

Por allí acostumbraba a presentarse Baldomero, al filo de la media noche, para dejarle papelitos en el quicio del ventanal, con las señas de una nueva cita; y retirarse, tras darle dos golpes secos al marco, avisándole  que tenía una nota. Muchas veces, Gilda presentía su presencia, abría los ojos y se quedaba esperando los toques acordados, refrenando el impulso de saltar de la cama, abrir el pórtico y meter a Baldomero en su lecho. Todo porque debía guardar su virginidad para el día en que se casaran, aunque ella quería regalársela antes.

Pero, Baldomero la respetaba mucho. Así se lo decía cuando, al empuje de las emociones, durante sus encuentros clandestinos en los recovecos del río, se descubría encima de ella, tocando sus partes y con el miembro rígido. Él saltaba, se apartaba, le pedía perdón por adelantarse al matrimonio y explicaba: “Gilda, es que yo a vusté la respeto mucho.”

Fue a ella a quien se le ocurrió casarse simbólicamente entre ambos, con el Río Chucurí de testigo, porque “yo estoy muy enamorada y quiero demostrárselo”, le había dicho a Baldomero una tarde, cuando estaban de pie sobre una gran piedra, contemplando el torrente, mientras él la abrazaba por la espalda y le acariciaba el cabello con el rostro.

A Baldomero, que moría en deseos por fundirse con ella, la idea le pareció hermosa. Y una semana después, allí mismo, hicieron su ceremonia privada de casamiento, y dieron rienda suelta a lo que tanto ansiaban. Para Gilda, el placer de su primera vez fue más idílico que carnal. Todo había sido muy rápido y doloroso, marcado por el temor, el ansia y la inexperiencia juvenil de él; más los pudores de ella. Y, aunque se encontraron para hacerse el amor, dos veces más, y Gilda sintió goce, no llegó a conocer el orgasmo con Baldomero.

-¿Y todo para qué?- se dijo, mientras sus ojos soltaban sendas lágrimas que sólo la noche veía brillar. No pudo más que reprocharse la ingenuidad y el prejuicio que le impidieron descubrir el clímax con el hombre al que deseaba, para terminar recorrida hasta el cansancio por un extraño, a quien tenía que fingirle emociones y reconocerle una paternidad que le era ajena.  Suspiró, secó sus lágrimas y cerró la ventana de un golpe.

-¡Pa’ qué llorar sobre la leche derramada- se dijo, y volvió hacia la cama, encendió la lámpara que centraba su mesa de noche, cogió el bolso de mano que había tirado allí cuando llegó, y sacó un libro que no había empezado a leer: “Aura o las violetas”,  regalo de Mercedes, junto a “Flor de Fango”, cuyo autor, José María Vargas Vila, era considerado un “maldito”, según le había dicho Mercedes, porque “cuando una lo lee, se da cuenta que toíticas las desgracias que vivimos las mujeres y la gente pobre, no son culpa de una, sino de la iglesia y de esos hijuepuercas que gobiernan… por eso es bueno leer… eso me lo enseñaron allá, las compañeras del Cuarto Patio…¡Pa’ que vusté se fije…!”

Gilda se sentó en la cama con la obra en la mano, acomodó sus dos almohadas tras la espalda y se dispuso a empezar la lectura de aquella novela. En un momento, suspiró, recordando a Luisa, la protagonista de “Flor de Fango”, a quien había admirado y sufrido, en su grandeza y tragedia; aunque, sin haberla meditado mucho. Entonces, le brotó una reflexión:

-Yo no soy esa pureza. Y si me voy a vengar de todo esto, tarde o temprano. No voy a terminar como Luisa.

Los movimientos de su vientre, que se habían vuelto más intensos, sobre todo por las noches, la sacaron de su abstracción. Apartó el libro de sus manos, dejándolo a un lado de la cama, y comenzó a sobar su barriga, para calmarla. Luego, ocupó la mente, tratando de adivinar qué había urdido la cucha Alfreda para lograr que su parto pareciese adelantado. Unos  minutos después, le llegó el sueño, estiró su mano derecha, apagó la lámpara, se reclinó y se durmió.

Sus dos hermanas, Carmen y Anabel, la despertaron con el canto de los gallos. Querían agradecerle los vestidos y las mogollas rellenas de arequipe que les había traído; aunque, más que otra cosa, satisfacer sus curiosidades sobre la vida de casada que Gilda llevaba. Sobre todo, Carmen, quien ya contaba diecinueve años y todavía no había encontrado un pretendiente que la enamorara y la hiciera feliz, ofreciéndole matrimonio; como imaginaba que había sucedido con Gilda.

-Normal, así es mi vida ahora, como la de las mujeres cuando se casan… cuando ustedes se casen, se darán cuenta de cómo es eso- les dijo Gilda a sus hermanas, dándose cuenta de la decepción que les produjo con esa respuesta; pues, el color verdeazulado de los ojos de ambas, sufrió un bajón en su brillo, que los hizo parecer grises; luego, Carmen y Anabel, cruzaron sus miradas y guardaron un silencio monótono, que Gilda entendió como un saber, más allá de lo aparente.

-Tengo hambre. ¿Ustedes no? Por qué no vamos a ver qué hay de desayuno, ¿sí?- les dijo, a continuación, tratando de superar aquella incomodidad que volaba en el ambiente.

Media hora después, Gilda desayunaba en la mesa de mujeres, con sus hermanas y la cucha Alfreda, como era costumbre en aquella casa; pues, sus hermanos salían antes de que despuntara el sol a ocuparse del ordeño y el trapiche; entonces, sus desayunos eran servidos cuando retornaban, y si Edgardo Pinzón estaba en casa, igualmente, salía madrugado con sus hijos, y con ellos desayunaba, al retorno.

-¿Abuela, cuándo se podrá levantar mi mamá?- preguntó Carmen, mirando a la cabeza de la mesa, el puesto vacío de Julia.

-En unos días, mijita. Julia es una mujer fuerte, ya pronto la veremos, otra vez, montando por estos lares, no se preocupe.

Mientras su abuela, Carmen y Anabel, disfrutaban de la changua, las arepas de queso, el chocolate caliente y los panes de yuca; Gilda se fijó, por primera vez, en el fenotipo familiar: no cabían dudas de que eran una misma estirpe, tenían rasgos y gestos tan similares que, nadie que conociera a su madre y padre, podría poner en duda la paternidad de Edgardo Pinzón.

Aunque, ella y sus hermanas habían sacado el perfil y talla de Julia: eran blancas porcelana, con los cabellos delgados y ondulados, de mediana estatura, y delgadas; las tres muchachas habían heredado, de su padre, sendos ojos grandes y verdeazulados; pues, Julia los tenía amarillos y alargados, como una gata.

Y, en cuanto a sus hermanos, las dudas sí que no tenían por dónde asomar, todos eran la estampa de Edgardo: altos, fornidos, de cabellos cobrizos y lacios, tez rubicunda, nariz arabesca, labios gruesos y ojos idénticos en tono, fulgor y vibración.

-¿Quién sería mi abuelo?- se preguntó por primera vez Gilda, pues, habían crecido con una abuela a la que siempre vieron sola, y todo lo que sabían del abuelo materno era que había muerto, estando Julia recién nacida. Y, Julia no se parecía físicamente a la cucha Alfreda, esta era alta, corpulenta, trigueña, de cabellera recia, ojos redondos y acafeinados; lo que llevó a Gilda a imaginarse el perfil del desconocido ancestro como un símil masculino de su madre.

-¿A quién se parecerá mi cría?- siguió interrogándose en silencio. Sentía que tendría los ojos como Baldomero, pero… ¿y su rostro, y su talla? Baldomero era, apenas, un poco más alto que ella; su cuerpo era tallado y sus brazos delineados. En cambio, Víctor era alto, de espaldas anchas, pecho prominente, abdomen pronunciado y brazos rudos. Ambos eran velludos y tenías los cabellos oscuros y abundantes.

-Podría parecerse a mí, ¿por qué no?, de pronto es una niña- se dijo, suspirando profundamente.

-Ya está listo el desayuno de doña Julia- oyó decir a Lisa, quien venía cargando una bandeja con consomé de gallina, arepas de maíz tierno, adobadas con panela y anís; pan, huevos fritos, chocolate humeante y una ración de hormiga culona, medicada por Alfreda como remedio infalible para reponer fuerzas. A continuación, vio cómo la cucha Alfreda se levantó con apremio para acompañar a Lisa a llevar los alimentos.

-¿Podemos ir con usted, abuela?- preguntó Anabel.

- Sí, claro. Bueno, la única que no puede ir es Gilda, porque todavía le falta acabarse el caldo. Termínese todo el desayuno, mija, no vaya a dejar nada, mire que usted tiene que comer por dos. Y, luego, vaya a ver a su mamá. Allá la esperamos.

Gilda sonrió y asentó con la cabeza.

Un rato después, estando en la habitación de Julia, y cuando sus hermanas fueron enviadas por la cucha Alfreda a la cocina, para ayudar a Lisa y a las muchachas en la preparación del almuerzo; Julia se incorporó con una gran sonrisa, se levantó y fue hasta su mesa de noche, abrió la gaveta y sacó una bolsa tejida en colores verde y amarillo, que estaba anudada con una cinta azul cielo.

Se arrellenó entre la orilla y el respaldar de la cama, y llamó a Gilda, quien se balanceaba en una mecedora de madera y palma. Gilda miró a su abuela, sentada frente a la cama, en un mueble acolchado con estructura de listones, y esta le hizo un gesto de invitación a sentarse con su madre, a lo que la muchacha respondió, levantándose de inmediato, yendo a juntarse con Julia.

-Mire, mija, yo sé que usted está resentida conmigo, porque yo no me opuse a la decisión de su taita de enmaridarla con don Víctor- le dijo Julia, tomándole las manos y mirándole a los ojos. Gilda quiso revirar, pero, Julia no la dejó, soltándole otra retahíla.

 

-No me proteste, que yo sé que es así. Fíjese que usted sólo invitó a su matrimonio a la cucha. Yo lo supe, porque don Víctor le contó a su taita que lo único que usted le pidió para casarse era que su abuela estuviera ese día. ¿Sí o no?

 

Gilda bajó la mirada y asintió. Julia prosiguió:

-Igual, yo fui, porque aunque usted no me quisiera ver ese día, yo tenía que echarle mi bendición. Además, yo soy su mamá, yo la parí y la crié, sé cómo es usted, y siento su resentimiento cuando me mira y me habla. No importa, yo la entiendo. Pero, quiero que usted me entienda a mí. Yo sólo he querido su bien, como quiero el bien de todas sus hermanas y hermanos. Quiero que me perdone y no me guarde rencor, mija- tras lo cual, Julia se desbordó en llanto, soltando las manos de su hija, para cubrirse el rostro con las suyas.

 

Gilda se conmovió, desencajó un par de lágrimas y abrazó a su madre, ante la mirada fija y silente de Alfreda. Tras un momento de abrazos lacrimosos, ambas se calmaron y limpiaron sus mejillas humedecidas, con las manos. Gilda le sonrió a su madre con ternura y eso bastó para que Julia se sintiera redimida. Entonces, tomó la bolsita tejida que había sacado de la mesa de noche y puesto a su lado izquierdo, sobre la cama, y se la colocó en las manos a Gilda, diciéndole:

 

-Ese es mi regalo para su hijo, mi primer nieto. Es el vestidito que le puse a Edgardito, su hermano mayor, cuando nació. Yo misma lo bordé.

Gilda abrió la bolsita y sacó el trajecito bordado en lana, de color azul celeste, con cintas de satén en tono verde agua. Era un enterizo con cofiecita, mitones y escarpines. Sus ojos se iluminaron y sus labios volvieron a sonreír. Miró a su madre y le dijo:

-¡Gracias, mamá, está hermoso!

 

-Es azul, para varoncito, porque yo sé que usted va a tener un niño, como yo siempre supe que mi primer embarazo era de un niño. Aunque la cucha, aquí presente, no nos haya dado su pronóstico, yo estoy segura de que será varón, porque esa barriga suya, puyuda, es de niño. Además, usted está casi igualiiita, mija, no ha engordado. Si fuera una niña, estaría más gorda de las nalgas y las piernas, y la barriga sería redonda.  Yo sé lo que digo, yo parí a diez…

 

Gilda se volvió a su madre con otro abrazo, luego, miró hacia Alfreda, quien seguía callada, viéndoles. La cucha se levantó de su cómodo sillón y fue hasta la cama, tomó a Gilda de los brazos y la puso de pie; le colocó sus dos manos sobre el vientre, cerró los ojos, respiró profundo y se evadió unos segundos. Abrió los ojos, volvió a respirar, miró de frente a Gilda y, asentando con la cabeza, le dijo:

 

-Sí, mija, es un varón. Su mamá tiene razón.

 

                *********************************************************************************** 

Casamiento de élites

(Tiempo y sombras)


Cuando Aureliana vio llegar al trío integrado por Edgardo, Dámaso y Benjamín, sintió un alivio, porque supo que Víctor Landaeta tendría razones para entretenerse en Barrancabermeja, mientras la cucha Alfreda lograba pasar por adelantado el parto de Gilda; pues, esa juntanza en la casa significaba unos cuantos días de jolgorio.

Sin embargo, una punzada le aceleró el corazón cuando, al acercarse para servirles chicha, logró escuchar las motivaciones que, esta vez, tenía el trío al venir en búsqueda de Víctor: estaban organizando una conspiración para derrocar al General Gustavo Rojas Pinilla.

Nuevamente, las élites rojas y azules iban a casarse para seguir imponiendo su sombra en los destinos nacionales. Así lo entendió ella en el preludio de aquella reunión, cuando escuchó a Benjamín, el potentado de la navegación por el Río Magdalena, decirle a su patrón:

-Andamos organizando el Frente Civil, por órdenes del ex presidente Alberto Lleras Camargo, porque al General hay que derrocarlo. Ya esto no se puede aguantar más. Fíjese, él ya está formando su propio partido, la tal Tercera Fuerza, que la mentan dizque Movimiento de Acción Nacional. ¿Y quiénes andan por todo el país en esa vaina? Los puros gaitanistas y comunistas…    Y con el discursito del fulano binomio pueblo y Fuerzas Armadas, dizque para respaldar la obra del Gobierno, a nombre de todos los partidos y clases. ¡Nooo, qué pingos! Eso ya está cogiendo color de hormiga. Si nos descuidamos, nos instauran el comunismo ahí mismito…

Víctor Landaeta, haciéndose oídos sordos ante aquella arenga, dirigió su mirada sobre Edgardo, su suegro, y saltó con otro tema:

-Oiga, yo creía que usted estaba con doña Julia. ¿No dizque está muy grave la suegra? Gilda se fue para allá, con todo y lo barrigona que está. ¿O es que ya se mejoró o qué, que usted anda por Barranca?

-No, pues, que esa mujer es muy fuerte… yo allá no hago nada. No ve que allá tiene a la cucha Alfreda, que esa vieja sabe más de curaciones que este pingo, con todo y título de doctor que se sacó- contestó Edgardo, señalando a Dámaso- tras lo cual, todos soltaron la risa.

-Sí, pues, por eso lo mandé a buscar, porque este pingo está en zona roja, y necesitamos que ponga pies en polvorosa por allá, a ver si neutralizamos a los gaitanistas en San Vicente- acotó Benjamín, poniendo de nuevo a jugar el tema que le interesaba.

Entonces, al no poder evitar el asunto, Víctor trató de eludirlo, una vez más, con una socarronada:

-Bueno, pero, eso es usted y el suegro que reciben órdenes del Lleras. A usted se le olvidó que, acá, los Landaeta, no obedecemos a los liberales. ¡Pingo! A nosotros que nos venga a hablar el ex presidente Laureno Gómez, ese es el jefe nuestro. ¡Ahh, pues!

Tras lo cual, les hizo levantar de la sala y ordenó pasar al recinto donde solía encerrarse para atender asuntos de negocios, construido como un zarzo, sobre el pasillo que comunicaba la sala y la cocina.

Así que Aureliana percibió la gravedad de las cosas, porque conocía los rumores sobre una lianza que Alberto Lleras y Laureano Gómez estaban tramando para repartirse el poder entre liberales oficialistas y godos. 

También, comprendió que su patrón, para asuntos de política, no se fiaba de ella; todo porque era la esposa de Félix Gómez Plata, pariente de Rafael Rangel Gómez, quien había liderado la Comuna Bermeja, la toma de San Vicente de Chucurí, y dirigido la guerrilla que se armó en la zona, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. No obstante, aunque se habían acogido a la pacificación, y Félix nunca se alzó en armas: era un hombre dedicado a la familia, la sobrevivencia y el tiple, “los godos la llevan a una en visto”, se dijo Aureliana, para sus adentros.

-Mire, Aureliana, a no ser que sea una emergencia, que nadie se asome por allá arriba. Eso sí, mande a preparar un buen mute, para cuando terminemos. ¡Ah! Lo que si le encargo es que, ahorita, nos mande una jarrita de chicha, así tenemos fuerza con que garlar.

Ese que “nos mande” le quedó muy claro a Aureliana. Ella conocía las formas en que su patrón daba órdenes: quedaba tácito que no quería su presencia en esa reunión, ni siquiera para servirles chicha. De todas maneras, ya el anuncio estaba dado y ella sabía lo que debía hacer.

Así que, sin parar en mientes, procedió a cumplir las disposiciones de Víctor Landaeta, a su manera, claro: les mandó la chicha con Dalia, su hija menor; mas no “ahorita”, sino media hora después, para que algo de conversa hubiese avanzado; y la chiquilla, con la inmensidad de sus ojos azul turquí y la sutileza de sus rosadas orejas, pudiera captar algo de lo conversado por aquella cofradía.

Dalia era todavía una púber, de configuración delgada, con  pechos que sólo asomaban dos botones, y caderas semejantes a una extensa llanura demarcada por el roce de su larga cabellera, recogida en dos trenzas anudadas con lazos de satén brillante, que saltaban al ritmo de su andar desprevenido. No obstante, Aureliana se había ocupado de madurarla viche en malicia, como a sus otras cuatro hijas, porque “el camino es culebrero”, decía ella, refiriéndose a la vida.

Así fue como Dalia, quien irradiaba candidez en el semblante y simplicidad en su figura, logró moverse en aquel recinto, sin romper el ambiente de confiabilidad en que se sentían los congregados, quienes conversaban apasionadamente, mientras aspiraban tabaco; arrellenados en sillas de cedro acolchadas en espaldares y posaderas, dispuestas alrededor de una mesa ovalada, tallada en la misma madera, y barnizada de caoba oscuro brillante, que se ubicaba a un costado del salón.

Luego de tocar la puerta y anunciarse, diciendo: “Don Víctor, mi mamá les mandó la chicha”, a lo que él contestó con un simple “pase”; Dalia dio vuelta a la aldabilla, asomó con una gran bandeja en las manos, entró y se acercó a la mesa para servirles; procediendo antes a colocar un mantelito central y varios  individuales que traía en la bandeja, sobre los cuales ubicó la jarra de chicha y los vasos, cosa que hizo con toda la parsimonia que pudo, sin interrumpir la conversación que halló iniciada y que prosiguió, como si ella no estuviese ahí. Seguidamente, rodeó la mesa, mientras servía a cada uno la bebida, desplazándose en silencio, por detrás de los reunidos y con el perfecto glamur que imponían las convenciones.

El único que pareció turbarse con su presencia fue Dámaso, quien se distrajo reparándola de pies a cabeza, y cuando la tuvo cerca, sirviéndole la chicha, comenzó a moverse compulsivamente en su silla, al tiempo que restregaba las manos sobre sus rodillas, refrenando los impulsos que sentía hacia las niñas en despunte.

Sin embargo, Dalia disimuló la incomodidad que aquella actitud le produjo. Estaba ahí para cumplirle un encargo a su madre, y no iba a “salir con las babas”, tal como se lo había advertido Aureliana. Además, sabía que los reparos de Dámaso nada tenían que ver con su misión, porque no era la primera vez que vivía esa situación con el doctor. Siempre era lo mismo con él, cuando la veía. Por eso, durante las parrandas de Víctor y sus compinches, pocas veces asomaba por la sala.

-Hotel Pipatón, Casa Cural y paro de la flota, era lo que estaba escrito en el cuaderno que tenía don Benjamín, mamá- le informó Dalia a Aureliana, tan pronto bajó a la cocina.

Además, le comentó que “estaban diciendo, don Edgardo y don Víctor, algo como de contar a las mujeres en las haciendas de Zapatoca y San Vicente, de llevar unas ayudas con doctores y medicinas… ¡Ah! y trancar las vías, también…y no sacar nada para las plazas de mercado ese día… que si tocaba, tocaba…que con la leche agria, en últimas, hacían dulce…” 

-¡Hummm, más claro no canto un gallo, mija!- le dijo Aureliana a su niña.             

Y, se explicó para sus adentros: “claro, como ahora sí las mujeres tenemos derecho al voto, entonces, nos quieren entretener con atenciones, para que no vayamos a elegir… y por si las moscas, se van a ir de paro… grandísimos jijuepuercas…”

Más que suficiente fue para Aureliana aquella información, aunque no logró entender eso del “Hotel Pipatón”. Lo de la Casa Cural, no le pareció raro, porque la Iglesia se había declarado contra Rojas Pinilla.


Entonces, al día siguiente, aprovechando que era domingo, salió con una cesta en el brazo hacia la Plaza de Mercado Central a comprar “hojitas, fósforos de palito y demás vainitas que faltan en la cocina”, como acostumbraba todas las semanas. Al pasar por un puesto de frutas que estaba en frente del Mercado Central, se paró, saludó a la menuda mujer que lo atendía, compró tres kilos de borojó, y al pagarle, le dijo:

-Manuela, revise bien los billetes, a ver si le di completo.

-No se preocupe, Aureliana, que usted es de confianza- le contestó Manuela, procediendo a guardarse el bultico de billetes entre los sostenes. Lo que le dio certeza a Aureliana de que estaba hecho el mandado, porque Manuela guardaba la plata de las ventas en los bolsillos de su delantal.

Un rato después, cuando ya Aureliana iba de retorno, y mientras el puesto estaba sin clientela, Manuela se sacó el bultico de billetes que guardaba entre sus pechos, lo abrió con cuidado, extrajo un papel donde Aureliana había escrito todo lo que el día anterior ella y Dalia vieron y escucharon, lo leyó con detalle, lo dobló y volvió a guardarlo entre sus senos, con una mirada lejana que advertía preocupación.

Cuando Aureliana regresó a la casa, encontró a Víctor Landaeta subiendo un pequeño maletín a la camioneta, “rumbo a Zapatoca… dígale a Félix que mañana lo mando a buscar para que me ayude allá con un ganado que hay que sacar…”, le dijo, tan pronto la vio asomar en la entrada.

-Listo, don Víctor, ahoritica le digo, ese debe estar desayunando ya. ¡Buen viaje!- le contestó, con un suspiro interior, por lo que eso significaba.

Por un lado, estaba segura de que su patrón volvía a Zapatoca para notificar a su padre lo que andaban complotando, ya que Antonio Victorino Landaeta era conocido en la organización de chulavitas. De otra parte, ese viaje era muy oportuno para Gilda: el hombre no pensaba aparecerse por San Vicente en los próximos días, la cucha Alfreda tendría la tranquilidad que necesitaba para resolver el entuerto del parto adelantado. Así que concluyó:

-No hay mal que por bien no venga…

 Imágenes: Pinterest y archivo

**********************************************************************************

Un canto a la luna

(Ofrenda ancestral)

 

La última noche de octubre, ante un cielo despejado y el esplendor de la segunda luna llena del mes, Alfreda convocó a su progenie de mujeres para encauzar sus arrestos hacia el nacimiento del hijo de Gilda; citándolas en los divinos parajes donde la puebla Yariguíe seguía existiendo, soberana y poderosa, en las figuras milenarias que sobre gigantescas rocas hubieron tallado, previendo la tenebrosa negación de la barbarie colonial.

Acudieron todas. Julia, Carmen y Anabel, unidas por el vientre y la sangre. Lisa, vinculada por la esencia y el devenir.

Vinieron ataviadas con vestidos elaborados por sus mismas manos, a manera de mantos, traslúcidos, ligeros, amplios; debajo de los cuales sólo estaban sus pieles, ninguna prenda que sujetara torsos, oprimiera vientres, ni enclaustrara genitales.

Llevaron sus cabellos sueltos, libres para moverse al antojo de la naturaleza.     A sus pies, los trajeron desnudos, supremos en su poder de conexión con la tierra. En sus rostros, dibujaron al animal con que cada una sentía identidad y le dieron vida con el matiz de sus preferencias.

Así, Alfreda trajo en su faz la fuerza y sagacidad de una felina atigrada; Julia, resaltó sus rasgos de gata montesa; Carmen relumbraba con la fosforescencia verde de una colibrí que dibujó en sus mejillas; Anabel estaba en blanco y negro, tal como la osa de anteojos que sentía ser; Lisa sombreó sus párpados en ocre, delineó los ojos con negro, y matizó de blanco y gris el resto del rostro para mostrar su identidad de loba. Mientras, Gilda plasmó en su rostro una gran mariposa azul, con el cuerpo sobre su nariz, antenas en la frente y alas desplegadas en las mejillas.

Todas acarrearon guijarros diversos en forma, textura y gama, pedidos en préstamo al Río Chucurí. También, llevaron pétalos de rosa y ramos de hortensias moradas, sal, arena, velas, cerillas, canela, miel, hojas secas de orégano y aceite de romero.

Alfreda ubicó a Julia, Carmen, Anabel y Lisa, en un gran círculo. A Gilda la tomó del brazo, apartó y situó al centro del redondel. Desde allí, con una vara de almendro, comenzó a trazar una espiral en sentido levógiro, que abría frente a los pies de su nieta, y llegaba hasta la órbita donde había ubicado a las demás, justo frente a los pulgares de Julia.

Luego, volvió al centro y esparció la sal sobre la espiral, siguiendo el trazado. Asimismo, colocó en aquellas curvas la arena, las piedras, la canela, el orégano seco, los pétalos de rosa, las hortensias y las velas, a las que sumergió en el aceite de romero, antes de ir encendiéndolas, en el sentido y dirección delineada. Por último, tomó la miel y ungió con esta los labios de todas, empezando con los de Gilda y dejando para último los de ella.

Entonces, regresó al inicio de la espiral y colocó el cuenco con la miel restante, frente a los dedos de Gilda. Hizo de nuevo el camino, hasta llegar ante los pies de Julia, punto más elevado de la hélice, y salió del espacio.

Estando fuera, se separó unos pasos de las espaldas de Julia, Carmen, Anabel y Lisa, levantó sus ojos y brazos hacia el cielo, y comenzó a caminar, siguiendo la órbita, mientras de su garganta brotaba un cántico que Julia, Carmen, Anabel y Lisa, comenzaron a seguir en coro, elevando sus miradas y brazos, tal como Alfreda:

Madre Luna

hoy vinimos todas,

Madre Luna,

a contemplar tu noche

a sentir tu luz,

a pedir por una.

 

Madre Luna,

aquí estamos todas,

ofrendando un canto,

todas somos una.

 

Madre Luna,

dale tu energía,

a quien de nosotras,

pronto tendrá un parto.

 

Madre Luna,

ella como tú,

también, será madre,

y debe dar luz.

 

Madre Luna,

oye nuestro canto,

dale tu energía,

alumbra su parto.

 

Madre Luna,

aquí estamos todas,

ofrendando un canto,

todas somos una.

 

Mientras las voces de Alfreda, Julia, Carmen, Anabel y Lisa, se fueron concertando; el silbido suave de la brisa acompasó la melodía del coro, un búho ajustó las notas de su ulular, para unirse al conjunto; y los remolinos del Chucurí doblaron en percusión sobre las piedras, otorgando un ritmo ebrio que irrumpió en los sentires de todas y se volvió movimiento compulso de piernas, pies, brazos, manos, caderas, cintura, pechos, cuellos y cabezas; surgiendo una danza tribal que las rotaba sobre sí mismas y en torno a la órbita que las concentraba.

Gilda, quien había permanecido observando, desde el centro de la espiral, no pudo sustraerse ante aquella inusitada verbena que fluía en el espacio y convidaba a su cuerpo a bailar en perfecta armonía con las voces femeniles de su prosapia y el acompañamiento de la natura que, en aquel momento, brillaba con la luz intermitente de un centenar de luciérnagas alzadas en vuelo sobre sus cabezas. Así que, dentro de su círculo, sintiéndose liviana y feliz, comenzó a danzar, sobre sí misma y alrededor de la órbita que la centraba.

Allí estuvieron todas, en una especie de libertad suprema colectiva, cantando, bailando, riendo y sudando, tras la voz de Alfreda; hasta que sus cadencias se fueron ralentizando, pasando al murmullo y terminando en un mutis, recogido en estática colectiva que el entorno imitó.

La luna anunciaba el encuentro entre noche y día. Julia, Carmen, Anabel, Lisa y Gilda, volvieron a los lugares donde la cucha las había ubicado al iniciar; tras lo cual, Alfreda volvió a entrar al espiral. Era el momento de las ofrendas propias.

Alfreda recorrió la espiral, siguiendo el sentido dado, se puso frente a Gilda y se despojó de un collar tejido con fique, a la usanza Guane, de radiantes tonos azul y naranja, cuyo centro, anudado en forma de rombo, ceñía una pequeña esmeralda; procediendo a colgarlo en el cuello de su nieta, indicándole:

-Esta piedra no abriga riqueza material. Es símbolo de la esperanza, energía para la armonía entre cuerpo y pensamiento. Tócala para recordar, soñar, desterrar miedos y mirar más allá del horizonte.

Después, le puso sus manos sobre el vientre, cerró los ojos, respiró profundo, sintió los movimientos fetales, y dijo:

-Vendrá tranquilo al mundo, caminará lejos, sabrá saltar sobre infortunios y superar reveses. Espéralo serena.

Luego, se volteó y con un movimiento de cabeza le indicó a Julia que podía acercarse. Julia llegó hasta ambas, siguiendo el trazado, se ubicó a la izquierda de Alfreda, desprendió de sus orejas los aretes colgantes, labrados con escobillo y decorados con plumas de pavo real. Cuando los guindó en los pabellones de su hija, le explicó:

-Para que siempre recuerde la fuerza que nos talla, y sienta orgullo de nuestra naturaleza.

Así, y en orden, situándose la una a la izquierda de la otra, fueron acercándose Carmen, Anabel y Lisa. Carmen ofrendó a su hermana una rosa amarilla que traía prendida sobre su manta, del lado del corazón, a la que había embalsamado con resina de almendro, deseando que “el amor y la luz nunca le falten a mi sobrino.””

Anabel le entregó una pulsera hilada con algodón, donde colgaban cuarzos cristal y azabache “para que el niño aprenda a moverse entre el día y la noche.””

Lisa se desprendió de una argolla labrada en plata que tenía incrustada un pequeño granate, legado de su difunta madre, ofreciéndola en “promesa de madrinazgo para con este niño y quien le siga.””

Entonces, con la luna anunciando el amanecer, Alfreda recogió el cuenco con miel para que todas bebieran hasta terminarla. Luego, orientó levantar las piedras y devolverlas al río; así como esparcir la canela, el orégano seco, los pétalos de rosa y las hortensias, en rededor. Después, levantar las velas, soplar sus moribundas flamas y dárselas para su tabernáculo de votos.  Por último, con la varita de almendro, deshizo la espiral, en sentido dextrógiro, al paso en que iban saliendo de ella.

Para cuando el sol se hizo soberano en el cielo y los gallos lo anunciaban, Gilda extraviaba la mirada por el ventanal de su cuarto, descubriéndose como una crisálida, aún con el corazón débil, sin fuerzas para romper el capullo y formando, estoicamente, las inmensas alas que un día desplegaría.




 Imágenes: Pinterest y archivo

*********************************************************************************

  

Suceso inverosímil

(Pasmo, angustia, corazonadas y certezas)



La noticia sembró dudas y angustia en Aureliana. En principio, no supo qué decir. Se confundía su pensamiento, tratando de convencerse que la verdad era otra, y no la que contaba aquel peón sudoroso y aterrado, enviado por doña Julia. Después de unos minutos, salió del pasmo y actuó como le correspondía:

-Mire, don Víctor no está. Aunque, ya mismo le digo a Félix que vaya a buscarlo, él puede saber donde hallarlo, porque ayer llegaron juntos de Zapatoca. Dígale a doña Julia que no se preocupe, ese tan pronto lo enteremos, sale para San Vicente… Y, que Dios y la Virgen van a salvar a la señora Gilda y a su cría, que tenga fe.

Tan pronto el hombre dio la espalda para retornar a San Vicente, Aureliana suspiró profundo, se echó la cruz y se dijo:

-¡Santísimo, que la verdad sea otra!

Pero, los nervios la seguían asaltando, así que salió embalada para la cocina, donde Félix estaba abrigando el café para acompañar un par de mestizas, según su costumbre de media tarde. Tan pronto lo vio, le dijo:

-Mire, Félix, cómase ese mecato rápido, y váyase a buscar a don Víctor, porque un peón de doña Julia, que llegó hace un tantico, dice que a la señora Gilda la mordió una mapaná. Y, según el hombre, que dizque vio a la culebra, dice que si la señora Gilda se salva, es un milagro, que  la condenada esa era un culebrón. ¡Imagínese eso!

-¡Oora, qué va a ser! Si las culebras no muerden a las mujeres piponas. Vusté como que entendió mal, mija- contestó Félix, con la boca medio abierta, mientras mordisqueaba una mestiza y se servía el café.

-¡Ojalá, mijo! Eso le dije yo a él, que si había entendido mal, que la señora Gilda no podía ser, porque estaba barrigona. Y… pues… el hombre dijo que sí, que a ella… y me echó toítico el cuento.

-¡Hijuuepingo, mucha sal! Eso sí es muy raro.

-Él contó que la señora Gilda estaba durmiendo y sintió calor, que se levantó y abrió la ventana, que volvió y se acostó, que se quedó fundida y se despertó asustada, que sintió que se le estaba moviendo la cama, que se quiso parar y no pudo, que algo le estaba cogiendo una pierna, que jaló la pierna y ahí fue cuando la animala le clavó los colmillos… que empezó a gritar y toítico el mundo la oyó, y la casa se alborotó… que la cucha Alfreda apareció por el patio con la mapaná, la traía muertica, enrollada en el cuello y le llegaba hasta los pies…que de lo más raro, mijo: dizque la culebra se murió solita, después que mordió a la señora Gilda… ¡Huy, no, no, no, no! ¡Virgen santa, se me paran los pelos!

Tras oír aquello, Félix se embutió las mestizas y se tomó el café de un solo sorbo, llevó la taza hasta el lavaplatos y salió hacia el patio, en marcha para buscar a su patrón.

-¡Hústele! Y la vaina es pa’onde cojo a buscar a don Víctor. Toca ir a mirar al Hotel Pipatón, será- se dijo en voz alta.

-¿Y eso pa’ ese Hotel por qué, Félix?- inquirió Aureliana, tocada por la intriga que tenía pendiente, desde la conversación que había espiado Dalia.

Félix se dio la vuelta y le contestó, bajando la voz:

-Por lo que oí, ahí van a llegar unos pesa’os de Bogotá…

-¡Ahh, ya…! Pero, mire, no pierda tiempo, Félix. Mejor, váyase para el barrio de las mujeres públicas, ese seguro anda por allá, en el Cuarto Patio- le dijo Aureliana.

-¡Ajá! ¿Y vusté cómo sabe que anda es en esas, y no en las otras? Mire que todas estas semanas se la ha pasado en jijuemil vainas…- calló, se le acercó, en baja voz y asintiendo con la cabeza, agregó: “por la joda esa del Frente Civil…”

-Pues, yo tengo eso que llaman corazonada, mijo. ¡Hágame caso!- fue lo que Aureliana atinó a contestar.

Un rato después, cuando Félix vio al Volkswagen Escarabajo de su patrón, aparcado frente al Cuarto Patio, confirmó que era bueno atender las corazonadas de su mujer.

Lo que Félix estaba lejos de saber era que, toda corazonada emergía de una cadena entrelazada por la tercera mano, hilvanada por tejedoras invisibles, como Mercedes y Aureliana, concertadas en aquel momento para entretener a Víctor Landaeta en Barrancabermeja, mientras la cucha Alfreda resolvía el lío del parto de Gilda.

Por lo cual, Mercedes había pedido a su amiga de siempre, La Paisa, quien seguía regentando al Cuarto Patio, que se inventara algo para retener a Víctor Landaeta por unos días. A La Paisa le resultó conveniente y fácil la tarea. Primero, porque el Cuarto Patio estaba viviendo un ocaso, debido a la cantidad de mujeres venidas a Barrancabermeja para ejercer el oficio, y la consecuente apertura de cafés y sitios nocturnos, donde se ofertaban  placeres sexuales. 

De otra parte, acababa de regresar Dominique, una sicodélica y cuarentona francesa que aparecía en Barrancabermeja los fines de año, tras cerrar un tour por Venezuela, Brasil y Argentina. Y, Víctor Landaeta era uno de los asiduos clientes de “Mon Amour”, como era conocida Dominique. Además, ella gustaba de atenderle, no sólo porque pagaba su precio sin remilgos; también, por la esplendidez con que la trataba, enviándole obsequios o comprándole encargos.

Así que La Paisa se inventó la “Semaine Françoise del Cuarto Patio”, con menú al gourmet que incluía cassoulet, crepes, raclette, fondue, champagne y coñac; un espectáculo al estilo Mouline Rouge, donde Dominique exhibiría su gran talento para cantar y bailar; además, al cierre de cada noche, se realizaría una subasta por la compañía de “Mon Amour”, hasta el amanecer.

La emoción por innovar sus días, mejorar los servicios y cambiar sus estéticas, despertó ingenio y habilidades entre las mujeres del Cuarto Patio, a quienes parecía estarles embistiendo un tiempo de hastío.

Así que, con ayuda de Dominique y siguiendo su orientación, algunas se encargaron de recrear un cabaret en el salón que usaban para la recepción de clientes especiales. Mientras, La Paisa, recetas en mano, se ocupó de orientar a las dos mujeres de la cocina para que el menú saliera lo más afrancesado posible.

Otras, hicieron vestuarios, desbaratando y componiendo atuendos, pelucas y tocados, que “Mon Amour” usaba en sus tours. También, dedicaron horas de su descanso matutino para aprender pasos, movimientos y ritmos, con los que dieron vida a extravagantes y sensuales coreografías.

Entonces, pusieron a correr la voz y la “Semaine Françoise del Cuarto Patio” se volvió suceso en el puerto petrolero, llegando a los oídos de Benjamín, Dámaso, Edgardo y Víctor. Ahí estaban juntos esa tarde, cuando llegó el calamitoso llamado de San Vicente.

Félix, con el alma en vilo por la noticia que llevaba, se acercó al Volkswagen Escarabajo, tan pronto vio al chófer dentro, y a otro de los custodios de Víctor, afuera, de pie, recostado en una de las paredes del Cuarto Patio, aspirando tabaco.

-¡Quiubo, viejo, qué pajó, vusté por estos lados? Cuida’ o  lo pilla su mujer, porque esa sí que lo capa de una.- le dijo el custodio a Félix, con una risotada, tan pronto lo vio venir.

Félix, con el rostro sombrío, ignoró el comentario y le soltó sin reparos la razón de su presencia allí.

-¡Huy, no, no, no, no! Usted si es más atravesa’o que la iglesia ’e Vélez. Con lo enfiasta’o que está el patrón ahí, y venirle con esas…

-¡Hústele! ¿Y cómo le hago? Tocó dañarle la fiesta. Imagínese, si no le aviso… es pior...me toca poner pies en polvorosa...

No menos de media hora estuvo Félix afuera del Cuarto Patio, tras la entrada del custodio al lugar para poner en aviso a Víctor Landaeta y, por contado, a Edgardo. Cuando vio asomar al hombre con la mano en el cinto, en posición de guardia en alto, supo que su patrón venía de salida.

Efectivamente, Víctor Landaeta apareció sobre la calzada, tras el escolta. Venía junto a Edgardo y Dámaso. Tan pronto divisaron a Félix, se le encimaron para que les contara los detalles del asunto. Momentos después, Víctor ordenó que lo llevaran a la casa, para buscar la camioneta e irse a San Vicente. Edgardo y Dámaso se fueron juntos en el Jeep Willy del doctor, para recoger una de las dosis de suero antiofídico que guardaba el galeno en su casa, quedando de encontrarse todos en la salida hacia el pueblo, y viajar en caravana.

La noche estaba cayendo, cuando la Ford F-100  y el vehículo de Dámaso entraron a la “Pinzoniana”, nombre que Edgardo le había puesto a la finca donde vivía con Julia y la prole común. Desde que les abrieron el portón, notaron un desvarío: las mujeres que trabajaban en la casa estaban ahí, con sus crías, sobre la terraza que anticipaba la sala, en una especie de espera ritual, rumorando y compartiendo chicha.

-¡Aquí lo que tenía que pasar, pasó!- le dijo Edgardo a Dámaso, en tono seco, bajándose del carro, a prisa; y marchando al encuentro de Víctor, quien había descendido antes que él y estaba parado, junto a la camioneta, esperándole, con los ojos puestos en la terraza. Al llegar junto a su yerno, encontraron sus miradas, y Víctor le dijo:

-Yo como que le llegué tarde a Gilda.






Imágenes: amalurra.eus y faneconews.com

************************************************************************************



 

 

 

 

 

 

 

 

  







































 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


























Comentarios

  1. Por aqui paso a saludarte !!! Sigue escribiendo mas hermanita.

    ResponderEliminar
  2. Seguiré escribiendo, para ustedes, quienes leen, existen esas letras.

    ResponderEliminar
  3. "La cucha ya la consultó, oiga lo que ella le dijo, ella nunca se equivoca". La cucha siempre es sabia.

    ResponderEliminar
  4. Saludos Aminta, muy bien, la temática muy original. .. las tradiciones, la lucha , la sabiduria de los pueblos.

    Héctor.

    ResponderEliminar
  5. ¡Gracias por leer y déjarmelo saber! A ustedes les entregaré la obra impresa, tan pronto se edite.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Asomo