FICCIÓN MEDIA
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El orden de publicación será irregular.
De todas formas, encontrarán su inicio,
continuo y final.
Sin más, aquí empiezan:
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La noche había sido larga y tortuosa, gracias a la tos incesante de César. Era la única persona que conocía a la cual la gripe le ocasionaba sólo espasmos nocturnos. En todos los años que llevaban casados únicamente los catarros de César habían logrado separarlos, pues, él se sentía apenado por su mal y antes de malograr el sueño de su esposa prefería recluirse en el último cuarto de la casa, donde podía pasar desde una noche, hasta semanas enteras tosiendo. Pero, en esta ocasión habían tenido que quedarse juntos, ya que Doña Carmenza, la madre de Bertha, estaba de visita y ocupaba el cuarto vacío. Llevaba dos semanas con ellos tratando de estabilizar su presión arterial. El calor de Barrancabermeja, donde vivía con su otro hijo, le estaba contraindicado.
El taxista disminuyó la velocidad, se orilló y miró los números.
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La casualidad la había puesto de nuevo en su camino, después de varios años sin saber de ella, ni siquiera la recordaba. Ya no era la muchacha espontánea y extravagante que había conocido. El tiempo transcurrido parecía haberle tributado una cuota de mesura. Su natural cabello rizado, que lucía orgullosamente el peinado de la brisa, estaba recogido, reprimido en su rebeldía. Su maquillaje no exponía la gama de colores de la luz blanca. Escasamente, asomaban líneas delgadas alrededor de los ojos, y sobre los labios, un rosa mustio hacía resaltar el canela de su piel. Su vestido era ejecutivo, nada que ver con las mini faldas, los jeans rotos y los tenis sucios que la identificaban. Sólo una cosa conservaba intacta de aquel pasado, y ella se lo hizo saber: las ansias por estar con él. A pesar del tiempo, a pesar de la distancia, a pesar del olvido, a pesar del matrimonio que supo que había contraído, a pesar de todo, ella no lo había olvidado.
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Las fotografías de sus coitos con Berenice estaban tan bien elaboradas que parecían páginas de revista pornográfica. Se veía allí convulsivamente poseído por el cuerpo de ella, en posiciones febrilmente obscenas, atrapado por el animal que se revela, cuando la hipófisis derrama sus hormonas en el torrente sanguíneo.
Berenice
(La emancipación)
Ya se había ido
diciembre, mas sus brisas continuaban ahí, trasegando las últimas semanas de
enero, cual pasajeras retraídas en el andén de un tren que dejaron ir, sin otra
razón que la ausencia de apuros para rodar nuevas distancias.
Berenice parecía
disfrutar el arrebato de su cabellera, sacudida por aquella húmeda aura que le
recordaba tiempos de felicidad, en un pedazo de infancia que mantenía vívido,
como si no hubiesen otros, por el autoengaño que le regalaba su inconsciente
para dejarla existir sin la memoria real de momentos, que sólo advertía en
fragmentos borrascosos.
Había descubierto el
Día de las Velitas, La Navidad, los aguinaldos, las mamaderas de gallo del Día
de los Inocentes, la celebración del Año Nuevo y los regalos de los Reyes Magos,
cuando tenía siete años; momento en que su padre decidió irse de la finca donde
habitaban, en las afueras de El Socorro, huyendo de las amenazas godas; y radicarse en la ciudad de las
chimeneas encendidas, la Barrancabermeja de su única infancia.
La casa a donde
llegaron, estaba habitada por una familia de piel rosada y ojos turquí que, por
generaciones, había servido a los Landaeta, en las propiedades urbanas que
poseían al sur del Santander. Berenice fue, entonces, el centro de atención de quienes
tenían por cultura cuidar a sus patronos más que a sí mismos. Sin embargo,
aquella niña venía desprovista de ascendencia, porque a su corta edad, no sólo
estaba acostumbrada a brindarse sus propias atenciones, sino a servir a su
padre, tal cual solían hacerlo las domésticas.
En la finca, los
peones vivían arrumados con sus familias en casitas de bahareque, edificadas en
las cercanías del sembradío o de los establos y corrales, donde criaban vacas,
caballos, cerdos, gallinas, patos y pavos. Berenice sólo salía de la casa
cuando su padre lo decidía, y junto a él.
En la casa, apenas,
había una trabajadora que hacía las veces de cocinera, lavandera y aseadora: Lisa,
ese era el nombre con que Berenice la recordaba. En la cocina, Lisa le entregaba las comidas,
debidamente servidas, y Berenice ponía la mesa para ella y su padre, recogía
los platos y volvía con los trastos sucios al pilón donde, ambas, los fregaban.
La ropa desfilaba, primero, por una pila espumosa; después, por infinitas
restregadas en un lavadero de piedra tallada, hasta que era colgada al sol, en
cuerdas de alambre dulce, para terminar bajo una plancha de hierro calentado en
brasas, tras pasar por una almidonada, tarea que Berenice tenía asignada.
Ese diciembre de su
mudanza a Barrancabermeja había sido como un nacimiento. Su padre la dejó en
manos de aquella familia que la asumió, en principio, como patrona; luego, como
otra más de su prole, tras descubrir la desprejuiciada inocencia que poseía.
A su edad madura, aún no tenía claro, cuántos años había pasado en aquella casa, con su familia rosada de ojos turquí. Sin embargo, poseía tres recuerdos fijos, como tatuajes, que le apaisajaban el alma: el primero, correspondía al día de su llegada, cuando la matrona de aquella estirpe, Aureliana, una mujer de muchos años, cabellos blancos largos, regordeta y risueña, la recibió con un abrazo, alzándola sobre sus hombros, para llevarla hasta el comedor, donde le esperaba una mesa servida con dulces de leche, brevas y guayaba, pan con queso y chocolate caliente. El segundo, la vez que Aureliana le dibujó una tarjeta para que asistiera al festejo del Día de las Madres que harían en la escuela, después de saber que Berenice se negaba a ir porque no tenía mamá, según le escuchó.
-Usted si tiene mamá, lo que pasa es que sólo Dios sabe dónde está y cuándo usted se va a encontrar con ella- le había asegurado la matrona, tras entregarle un cartoncito dibujado con corazones, flores rojas y una leyenda que decía “para mi madre, donde Dios la esté cuidando”.
Y, el tercero, donde ella se recordaba empacando sus ropas y llorando, cuando su padre le anunció que se tenían que mudar porque la casa, con todo y sirvientes, tenía otro dueño.
Ahora, caminaba sin destino por el malecón que ostentaba al Río Arauca, con sus largos rizos liberados nuevamente, como en tiempos lejanos a ese recodo de infancia que permanecía intacto en sus evocaciones; aquellos del bachillerato, la adolescencia y César, por quien ya no sabía que sentir.
Estaba en una ciudad ajena a toda su vida, como ella lo era a sí misma. Había decidido apropiarse de su fatalidad y trazarse un rumbo, lejos de su padre y todo el entorno que era su relato. Sentía que había cumplido. No le debía nada. Cuando lo vio cruzar la calle, tras superar la última reja de la penitenciaría, arrastrando los pies, con los ojos en el pavimento y su corpulencia desecha en arrugas, suspiró alivio; había perdido su autoridad sobre ella. Estaban libres. Él, del proceso por narcotráfico que le habían impuesto. Ella, de él. Al fin se había emancipado. Ningún deber le correspondía ya hacia su progenitor. Ese fue el acuerdo tácito que firmó, cuando aceptó entrampar a César, a cambio del extravío de evidencias y el sobreseimiento judicial; pues, había cruzado los límites de su asco, por todas las obligaciones que debió cargar, a causa de la orfandad maternal en que creció. Y así se lo hizo saber a Víctor Landaeta, el decrépito hombre que ya no podría obligarla a más y que, acaso, alcanzaría a inspirar su lástima.
-Hasta aquí llego con usted, papá. Dígales a sus compinches que ya no cuenta más conmigo, para nada. ¡Pase lo que pase! ¿Oyó?
-Siempre supe que vusté terminaría igual que su madre. No crea que es tan fácil huir. ¡Piénselo!
Aquellas palabras rebotaron contra la decisión de Berenice, quien sólo atinó a mascullar el reproche de su historia:
-¡Sí, como si hubiera sido muy fácil ser hija suya!
Una semana después,
volvió a saber de él, mientras veía las noticias meridianas en el televisor de
la pensión donde estaba alquilada, en aquella ciudad ajena. Lo habían
encontrado en su cama, con un tiro en la sien, ya casi descompuesto; y el arma
fatal, a unos cuantos metros de su brazo derecho. La versión policial apuntaba
suicidio por demencia senil.
Imagen tomada de Pinterest e intervenida.
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Gilda
(Reminiscencias de un sacrificio)
Santander
del Sur, 1955
Entre penumbras, cantos de
ranas, zumbidos de anófeles y viento enjuto, Gilda pudo presentir la llegada de
su abuela, tras el olor a hoja ardiente de tabaco que se adelantaba a los
serenos pasos de la corpulenta mujer, encanecida en historias, ajada en
realidades, lúcida en premoniciones y apuntada de inmortalidad; quien estaba
ahí para atender su llamado de angustia.
Apareció a sus espaldas,
envuelta en humareda ébano y acompañada por media docena de gatos parcos, justo
cuando estaba a punto de salir corriendo, con todo su miedo y desconcierto a
cuestas. Jamás se había imaginado acudiendo a una sesión de su abuela. Le temía
a las invocaciones espirituales de la cucha
Alfreda, como era conocida la madre de su progenitora, en aquellos parajes
verde azulados del sur santandereano. Alfreda nunca se equivocaba. Quien desoía
sus avisos o ignoraba sus visiones, soportaba la desdicha de un arrepentimiento
eterno.
Pero, para Gilda, el temor a
las nigromancias de su abuela era fútil, frente al que estaba sufriendo por la
noticia de su concubinato con Víctor Landaeta, arreglado por su padre en una
mesa de apuestas, donde se la había jugado contra cincuenta cabezas de ganado,
con el hijo mayor del gamonal de Zapatoca, en su afán por reponer semovientes
perdidos; tras la venganza aluvional del Magdalena, que seguía peleando sus
naturales dominios, convertidos, por voracidad humana, en opulentas haciendas.
Gilda estaba enamorada. A
sus catorce años se había prometido a Baldomero, un laborioso boga al servicio
de Doña Julia, su madre; capataza del fundo donde vivían, de acuerdo a la
usanza de su padre, quien se amancebaba con campesinas jóvenes y las
posicionaba como mandamases, asegurando el cuidado de sus bienes, desde el
vínculo de sangre que creaba, con cada preñez que imponía.
Julia había parido, durante
diez años seguidos, a siete varones y tres niñas. Gilda era la menor y la había
salvado de quién sabe cuántos años más de gravideces, debido a que venía
atravesada y, en su brega por nacer, se trajo consigo un pedazo matriz, que fue
un “bendito climaterio”, según había dicho Alfreda, tras lograr la salvación de
su única hija, luego de luchar durante tres días, hasta conseguir que Gilda coronara
y saliera al mundo que, ahora, se le nublaba.
Cuando Julia le comunicó a
Gilda que, por decisión de su padre, Víctor Landaeta vendría por ella, para
llevársela a vivir con él a Barrancabermeja, el cielo por donde caminaba en sus
amoríos con Baldomero se le había desplomado, largándola a un precipicio que no
terminaba de advertir fondo. Más aún, cuando su madre le afirmó el carácter
inapelable del acuerdo, porque lo que se prometía en apuesta era más que
sagrado: o se pagaba tal cual, o se pagaba con sangre. Sin embargo, Gilda apeló
a rebelarse:
-Yo no quiero ser mujer de
ese señor. Yo soy novia de Baldomero. Él va a venir a hablar con usted para que
nos dé permiso de casarnos.
-Pues, que ni se le ocurra
asomar las narices por acá. ¿Usted está loca, mija? Eso es una orden de su
papá. Además, ¿cómo se va a negar a ser la mujer de Víctor Landaeta? Ese hombre
le va a dar una posición en la vida, usted va a ser una señora, con
propiedades, con mando. ¿Qué le puede ofrecer ese boga? Más bien, dele gracias
a su papá por conseguirle un buen partido.
-¡Mamacita, se lo pido, no
deje que ese señor me lleve! Yo no quiero irme con él, puedo terminar muerta.
-¿Cómo así? ¿Por qué usted
dice eso, Gilda? ¿Acaso fue que ya metió la pata con el Baldomero?
La pregunta de Julia hizo
que Gilda bajara la mirada y se desbaratara en un solo llanto. Julia respondió
con la furia de su impotente sobresalto materno, sabía que una tragedia se
había invocado; así que sólo atinó a soltarle un pescozón a su hija y darle el
único consejo que podía:
-Busque a la cucha y póngase en las manos de ella.
Y, en eso estaba, apostando por las manos mágicas de su
abuela.
Imagen tomada de Pinterest.
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Alfreda
(Augurios de la tercera mano)
Los
grandes ojos claros de Gilda habían dejado de pestañar, parecían petrificados
sobre las tres manos con que su abuela barajaba los naipes. Era cierto lo que
decían sobre la cucha Alfreda, tenía un
don ancestral, legado por mujeres de su prole que podían indagar el pasado,
razonar el presente y presagiar el futuro, a través de su mano izquierda.
La
mano profética era desprendida del cuerpo, tan pronto como se oía el último
efluvio y los ojos dejaban de mirar; luego se cubría con cera y escondía,
envuelta en un paño oscuro, hasta ser entregada, durante la tercera luna,
después del entierro de la difunta, a la hija, nieta o bisnieta, que hubiese
nacido en medio de gran sufrimiento o tristeza. La mano izquierda que se legaba,
era sustituida por la que se había heredado de madre, abuela o bisabuela.
Alfreda había recibido la
mano izquierda de su abuela Sibila, quien la escogió por haber sido arrancada
del vientre de Anastasia, su hija, herida de muerte entre los más de dos mil
quinientos cuerpos que se llevó la horrible
noche durante la Barbarie de Palonegro; población a donde
se habían desplazado, buscando a los hombres de su familia, reclutados a la
fuerza por la tropa conservadora para la Guerra
de los Mil Días.
Alfreda nació, mientras
Anastasia agonizaba cantando, como una cigarra que se desdobla, enlazando
muerte y vida. Sibila se la llevó consigo y la crió, entendiéndola como la
reencarnación de su hija, y sabiéndola sucesora de su mano profética. Nunca la
vieron llorar al marido, hijos, hija, hermanos y yerno, que aquella guerra
contó como víctimas fatales. Ella sabía que esa tragedia les aguardaba, su mano
izquierda se lo había anunciado, cinco meses antes, cuando la noche del siglo
que fenecía se transmutó en la madrugada de otra centuria.
Gilda había creído que la historia de las tres manos de su abuela era una especie de metáfora, por la facilidad con que ella barajaba las cartas, aspiraba el tabaco y bebía chicha, durante las consultas que atendía. Sin embargo, ahí estaban sus tres manos, dos izquierdas y una derecha. Nunca pudo ver cuándo asomó la segunda mano izquierda, los gatos que rodeaban a su abuela maullaban en compás, con una misteriosa melodía que la habían distraído, mirándoles en sus extraños movimientos orquestados; sólo la descubrió cuando la cucha Alfreda comenzó a mover uno de los tres bultos de la baraja, que le había pedido ordenar, tras cruzar los naipes siete veces. La segunda mano era la que volteaba cada carta elegida.
-El camino está cerrado, la
bestia aparece en tu destino- anunció la
cucha Alfreda, al revisar la última carta del bulto que Gilda había ubicado
en el centro, siguiendo la orientación
de su abuela.
-No intentes huir, debes
enfrentar lo que te impone este tiempo.
Los ojos absortos de Gilda
avivaron y se posaron sobre los de su abuela, un aluvión de lágrimas le invadió
el rostro y una punzada se le clavó en el vientre, haciéndola cruzar sus manos
sobre él. La regla no había vuelto, después de haberse prometido a Baldomero en
un ceremonial íntimo, entre un recodo
del Río Chucurí, a donde habían imaginado que construirán una casita de madera,
cuando se casaran ante un cura.
-Llora, llora todo lo que
tengas que llorar. Después, escucha y llénate de dureza para hacer lo que te
toca, si quieres evitar una tragedia más grande- le dijo Alfreda, mientras
aspiraba compulsivamente el tabaco y bebía su chicha.
Al día siguiente, Gilda despertó
en medio de un alboroto, oyendo gritos, llantos y gemidos, entre las mujeres de
la hacienda. De un salto, se desarropó y cogió la levantadora que colgaba en
una esquina de la cabecera de su cama. Su corazón palpitante la obligaba a
saber qué estaba pasando. Era el Ejército, venía por reclutas, ya habían
escogido entre los obreros y bogas a los nuevos soldados. Gilda, ni siquiera,
pudo decirle adiós a Baldomero. Era el primero en la formación que marchaba,
como preso, hacia la guerra interminable.
En ese momento, supo que
debía hacer lo que le tocaba, tal como su abuela se lo había orientado. No
lloró. Agachó la cabeza y volvió la espalda para no seguir mirando la ilusión
que se iba. Entró a la casa y encontró a Julia parada frente a una de los
ventanales, sin inmutarse por su presencia, como si no la hubiese visto. Siguió
caminando hacia su cuarto, rememorando, de una en una, las consejas de la cucha Alfreda. Sobre todo, sus
últimas palabras:
-En juego largo hay
desquite. Ve, enfrenta y resiste. Cuando hayas dado otras dos vueltas al sol,
se abrirán de nuevo tus caminos.
Imagen tomada de Pinterest.
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Lisa
(Carta de la mano
izquierda)
Sentada sobre su cama, Gilda
miraba fijamente hacia la puerta. En la pared contigua, estaban sus dos
maletas, listas para emprender el viaje hacia la vida que su padre le había
impuesto. Sobre estas, un neceser de cuero rojo con broches de plata que le
había regalado su madre, apenas hacía un año, cuando supo que menstruaba, como
ofrenda por haberse convertido en mujer, según el pensar vernáculo.
El pequeño neceser atesoraba
pedacitos de papel, con trazos que sólo ella podía traducir, donde Baldomero
ponía las contraseñas de sus encuentros. Ahí, también, camuflada entre sus juegos de
aretes, collares, pulseras, ganchos y tiras para hacerse los marrones, guardaba
su artesanal argolla de matrimonio -el que ella y Baldomero se habían jurado con
el Río Chucurí de testigo-, hecha por él con hojas secas de tabaco y fibras de fique.
Baldomero se le aparecía
como un sueño triste. No podía, por más que quisiera, creer que volvería a
verlo, lo habían enviado al camino de la muerte; ninguno de los peones de la
hacienda, reclutados por el Ejército, había sobrevivido. Sufría la pesadumbre
de una viudez con cuerpo ausente.
De pronto, se le repetían
palabras de Alfreda: “…cuando hayas dado otras dos vueltas al sol, se abrirán
de nuevo tus caminos.” Le era difícil descifrarlas, más su interpretación
instintiva le daba para entender que su concubinato forzado con Víctor Landaeta
no sería por siempre.
En esa convicción se había
aferrado y por eso podía estar ahí, pasivamente, esperando la hora en que viniera
por ella un hombre con el que, ni siquiera, había cruzado conversación; pues,
las veces que recordaba haberle visto por la hacienda, llegaba a caballo, nunca
descendía; y se marchaba, después de conversar con su padre.
-¡Gilda, abra, hija! Necesito
que hablemos, antes de que se vaya.
La voz de Julia, tras la
puerta, le sonó lejana, como si fuera un ensueño.
-¡Gilda, abra, hija!
El segundo llamado de su
madre, acompañado de varios toques desesperados, la hizo volver en sí. Una
mezcla de rabia y dolor le revolvió el alma. Aquella permisividad que Julia
expresaba frente a su tragedia, era lo más parecido a una traición. No entendía
cómo ella había sido capaz de aceptar que su padre la ofreciera en una apuesta.
-¡Gilda, ábrame, haga el
favor! No busque que mandé a tumbar la chapa, necesito decirle algo, no sea
terca, es por su bien.
La voz de Julia se apagó un
momento y la de Alfreda retumbó en su pensamiento: “La mano izquierda vendrá
por ti”.
Gilda se levantó de la cama,
como empujada por un impulso ajeno, caminó hacia la puerta, abrió y encontró a
su madre con la cabeza gacha, parada junto a Lisa, una de las muchachas del
servicio, ataviada con ropa de salir y una pequeña valija. Julia reaccionó y
entró con apuro al cuarto. Lisa la siguió y cerró la puerta, tras ella.
-Gilda, yo soy su mamá y no
quiero su mal, hija. Usted no lo entiende, pero, a nosotras, las mujeres, nos
toca aceptar muchas cosas en esta vida, aunque no queramos. Míreme a mí,
enamora´íta de su taita, me arrejunté con él, creyendo que se iba a casar
conmigo después, y vea que nunca lo ha hecho. Más bien, he tenido que
aguantarle a ese hijuepuerca el montón de mozas que ha montaʾo y la catorcera
de hijos que les ha puesto, dizque porque él no confía en hombres y las mujeres
si le responden por las tierras.
-A usted nadie la obligó a
vivir con él, mamá. A mí sí me están obligando a irme con un hombre que ni
conozco.
-Fue decisión de su taita,
no mía. Y no se puede echar paʼ tras porque usted sabe cómo se paga eso.
¿Quiere que lo maten o que la maten a usted? Mire, mija, sea inteligente. La cucha ya la consultó, oiga lo que ella
le dijo, ella nunca se equivoca. La tragedia se va a evitar. Usted metió la
pata y enredó más las cosas. Al boga ese no lo va a volver a ver más, ese ya
estará difunto pronto. Pero, por usted, la cucha
si puede meter sus manos.
Gilda se volteó, caminó
hacia la cama y soltó a llorar. Julia fue tras ella, se le adelantó y la abrazó.
-No llore más y páreme
bolas- le dijo.
Luego, se apartó, la tomó
del brazo, la giró, la soltó y se encaminó hacia Lisa, quien se había quedado
cerca a la puerta.
-Lisa se va con usted. Se lo
exigí a su taita como condición para que usted no pusiera problemas, y que le
dijera a Don Víctor Landaeta que Lisa era su sirvienta personal, la que sabía
cómo arreglarle la ropa, peinarla y prepararle la comida, que llevársela era lo
único que usted exigía. Don Víctor aceptó.
-No entiendo- balbuceó
Gilda, secándose las lágrimas.
-Es una orden de la cucha, le mandó a decir que Lisa era la
carta de su mano izquierda. ¿Ahora sí entiende?
Imagen tomada de Pinterest.
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Ciudad de las teas
(Rúbrica de otra
vida)
Gilda y Lisa viajaron desde San Vicente de Chucurí a Barrancabermeja, a bordo de una lujosa camioneta Ford F-100, enviada por Víctor Landaeta con instrucciones precisas de tratar a las viajeras con el mayor cuidado, y la orden expresa de no pararse, durante el trayecto.
A Lisa la había deslumbrado
aquel vehículo. Sus escasos periplos no superaban el ayuntamiento, moviéndose
con sus propios pies o sobre lomo de caballo. Así que le fue imposible dejar de
observar los detalles de aquel transporte, dotado de cabina con descansa
brazos, quitasoles, luz en la cúpula, encendedor para cigarros y un exuberante receptor
de radio, que a Víctor Landaeta no le había costado un solo peso;
pues, era parte de las compensaciones que recibía su padre, hacía una treintena
de años, por haber usado sus influencias con las autoridades municipales para
favorecer al dueño de la primera concesión petrolera en Barrancabermeja, otorgándole
tiempo para conseguir inversores extranjeros.
Gilda, por su parte, ni había
reparado en el vehículo; por su mirada, aquel furgón pasaba como burbuja de pipa jabón al
aire. Habría dado cualquier cosa por no subir allí jamás. Se miraba como a una res, rumbo a la zurra.
En la cabina, junto a Lisa y
el chófer, más bien se sentía estrujada. Aquel hombre que manejaba, joven,
pálido y mal encarado, no pronunciaba palabra, pero, de cuando en vez, dejaba
escapar su mirada sobre ella, en una especie de auscultación que la muchacha sentía
infame. En el vagón iban dos hombres altos, ensombrerados y armados con
escopetas cruzadas al pecho, revólver al cinto y navajas que asomaban la cacha por
sobre las polainas.
Durante el trayecto, Gilda y
Lisa sólo intercambiaban miradas de tanto en tanto, cuando algún jinete, vacas
en cruce o campesinas andando con sus crías, les despegaban los ojos de sus
horizontes en movimiento. Gilda parecía ensimismada en el paisaje que veía venir
desde su rectangular perspectiva, ofrecida por el vidrio delantero de la
camioneta, en el puesto que ocupaba por disposición de uno de los hombres
ensombrerados, quien había bajado a recibir los equipajes y, tan pronto los
hubo encaramado al vagón, le ordenó sentarse junto al chófer, y a Lisa,
ubicarse en la ventanilla.
El silencio en la cabina se
puso tan pesado, que el chófer encendió la radio, cambiando el ambiente con la
voz costeña de Pacho Galán, quien vivía su ascenso a la gloria, tras inventarse
el merecumbé; un ritmo atlántico que hizo menear los hombros de Lisa; mientras
Gilda lo apreciaba ajeno, sin imaginar que seguiría escuchándolo, hasta en la
tercera generación de su descendencia.
Después de repetirse el pegajoso
estribillo: “…Anoche, anoche soñé
contigo, soñé una cosa bonita, que cosa maravillosa. ¡Ay cosita linda, mamá…!”, tarareado por el chófer con gran desafinación;
una locución masculina, encajonada y apurada, interrumpió para anunciar en
primicia de Radio Nacional el fallecimiento de Alexander Fleming: “el mundo lamenta la muerte del inventor de la
medicina contra todas las infecciones”, se oyó decir.
Sin embargo, ni al hombre,
ni a las dos mujeres de a bordo, pareció importarles aquella noticia, no sólo
porque jamás habían visto o escuchado mentar la penicilina; sino porque sus mundos
estaban tan llenos de noticias de muertes que no tenían alma para inmutarse por
otra más, menos viniendo de una órbita tan lejana.
Cuando el viaje llegó a
destino, Gilda recordaba, uno por uno,
los enunciados de la cucha Alfreda.
Intuitivamente, se había propuesto memorizarlos. Sentía que necesitaría oír a
su abuela esa noche, presentida como siniestra. Tenía sentimientos encontrados:
en momentos, pánico, ira y desazón; a ratos, valor, calma y seguridad.
Lisa la sacó de sus inadvertidas
palpitaciones, cuando le escuchó decir emocionadamente: “¡Ahí taʼ Gaitán,
señorita Gilda, mírelo, parece vivito!”, al divisar la estatua que la Comuna Bermeja había erigido al paladín popular, tras derribar la
del dictador Laureno Gómez, hacía menos de una década; en aquel abril que
materializó el presagio de guerra lanzado por el tribuno.
Imagen original tomada de Isuu.com
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Beleño Negro
(Espejismos y olvidos)
Víctor Landaeta no estaba en
la casa, cuando Gilda y Lisa llegaron. Ambas fueron recibidas por la mayoral, Aureliana,
a quien Gilda dibujó en sus emociones como de risueña tez rosada, cordial
mirada turquí y hechura de gualanday; reflejo que hizo sosegar su corazón, a
punto de escapársele del pecho, desde que se apeó de la camioneta y el hombre
ensombrerado que le había asignado su puesto en cabina, saltó del vagón y la enfiló,
junto a Lisa, hacia la terraza de entrada.
-¡Bienvenida a su nueva casa, señorita Gilda!- le
había dicho Aureliana, cuando aún cruzaba el pórtico que anticipaba la sala;
tras lo cual volteó sus ojos hacía Lisa, asomó una sonrisa abrazadora y,
asintiendo con la cabeza, aseveró:
-La cucha sabe
lo que hace, ¿cierto, mija?
Lisa y Gilda cruzaron sus miradas, luego, las
enfrentaron hacia Aureliana, en un silencio que parecía pregonar una conexión
sorora. En segundos, la sala se llenó con la prole de Aureliana, compuesta por
cinco mujeres y tres hombres, su esposo, el mayor de todos, alto y macizo; y
dos imberbes larguiruchos; tanto las unas, como los otros, con idénticos
semblantes rosados y el mismo mirar turquí.
Tras presentar a su familia, sin tanto preámbulo, “porque
no tenemos mucho tiempo”, advirtió Aureliana; Gilda y Lisa fueron pasadas al
comedor y, aunque Gilda manifestó no tener mucha hambre, terminó embutiéndose
con dulces de leche, brevas y guayaba; mestiza con queso de hoja, cucas y avena
helada, que les fueron sirviendo, sin preguntar.
-¡Lisa, mija, vusté trajo todo lo que necesita, o le
hace falta algo?- preguntó Aureliana, cuando estaban terminando la avena.
-Tengo todo.
-¡Hummm, muy bueno! Pues, ahora se viene conmigo paʼ
la cocina, le entrego lo que necesite y se pone en lo suyo, cuanto antes. Por
sus cosas, no se preocupe, mija, que ya los chinos míos las guardaron en la
pieza donde se va a quedar.
Gilda las escuchaba en silencio, no terminaba de
entender, ni lo intentaba, las palabras que se cruzaban aquellas mujeres. Su
pensamiento iba y venía de Baldomero a Víctor Landaeta, de la tristeza al miedo.
Aureliana la sacó de su divagación:
-Señorita Gilda, espéreme tantico aquí. Yo posesiono a
Lisa en la cocina y vengo por usted para instalarla en su habitación. Don
Víctor no viene en toʼavia. Ese va a llegar tarde, medio jincho… ¡Hummm! Si,
desde tempranito, anda jartando guarapo. Bueno, taʾ celebrando su casorio con vusté. ¡Qué se enjinche! Eso es mejor
paʼ vusté. ¡Por diosito que sí!
-¿Casorio? ¿Cuál casorio, Aureliana? Yo ni siquiera conozco
a Don Víctor…me trajeron obligada para acá… ¿Usted no sabe?
-Mire, señorita Gilda, yo sé lo que tuitico el mundo sabe. Y, también, lo que no
sabe ni vusté. ¡No remilgue más! La suerte está echaaʾ. Nadie escapa de su destino. Y el suyo podría ser pior. Siga
la conseja de la cucha Alfreda, vusté
es su nieta, ¿no?
Gilda afirmó con la cabeza, miró a Lisa, quien la
observaba en silencio, y volvió sus ojos sobre los de Aureliana.
-¡Pues, haga caso! Espéreme tantico acá, ya le mando
un guarapito. Lisa, mija, camine paʼ la cocina que vusté tiene que ponerse a lo
que vino.
Lisa se levantó de un salto para seguir a Aureliana,
quien sin miramientos se encaminó hacia el fondo del comedor y cruzó un arco
inmenso que comunicaba a un pasillo, tras del cual una puerta de madera vieja
daba paso a la cocina. Gilda respiró profundo y se quedó lela, mirando las
espaldas de las dos mujeres, hasta que se le perdieron de vista. Al ratico, vio
venir a una de las hijas de la caporal, con un vaso de peltre en la mano.
-Aquí le mandó mi mamá, señorita Gilda- le dijo la
muchacha, extendiendo su brazo con el vaso.
Gilda lo recibió, le sonrío, lo miró, lo acercó a su
nariz, lo olfateó y volvió a sonreír.
-Está como el que hacemos en San Vicente…fuerte.
Entonces, se empinó el vaso, dándose un trago largo
que le supo a gozo, y sin tregua, se tomó el resto de una sola bocanada.
Momentos después, estaba con Aureliana, bajo llave, en
la habitación que Víctor Landaeta había dispuesto ordenar, como matrimonial. Gilda
echó una mirada rápida al cuarto, ahí estaban sus maletas y el neceser rojo.
Sobre la cama, de madera torneada, ancha, con vasta cabecera y toldillo
recogido a manera de cortina, había un vestido blanco, largo, hecho con crespón
y encajes. Se sorprendió al verlo y estampó una mueca de rabia.
Aureliana, quien había adquirido un dejo circunspecto,
después de haber pasado aldaba a la puerta, le dijo:
-Mire, ese vestido lo mandó a traer Don Víctor para
que vusté se lo ponga hoy, paʾ cuando él vuelva la encuentre como recién
salidita de la iglesia. Y, señorita, así, tal cualito, vusté lo va a hacer.
¿Oyó?
Gilda bajó la cabeza y asentó en silencio. Aureliana se le acercó, la tomó por la
barbilla, le alzó el rostro, le enfrentó la mirada y le preguntó en voz baja:
-¿Usted se hizo todo lo que la cucha le mandó?
Ilustración de Thiago Bianchini, tomada de Eliocanovas.com.
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Lisa había puesto sobre el fogón de leña una olla pequeña, envejecida y tiznada, que carecía de asas. En ella había vertido tres tazas de agua y una pizca de panela rayada. Mientras esperaba el hervor, caminó hacia la puerta que comunicaba al pasillo por donde se accedía al comedor; se asomó, verificó la soledad del espacio y cerró la puerta, pasando la tranca interna.
Luego, se fue hacia el fondo de la cocina, hasta una portezuela
que daba a uno de los patios de la casa,
se encontró con un perro gordo, viejo, lanudo, echado bocabajo, frente a la
entrada y que, apenas, levantó la cabeza para olerla y seguir su reposo. Hacia el
fondo divisó a una gallina piroca, andando a prisa, con su camada de pollitos
detrás y a un frondoso árbol de limón mandarino, que esquinaba un pequeño
huerto de maticas aromáticas. No había otra alma humana por ahí, tampoco. El
sol ejercía sus dominios con brillo tórrido.
Así que cerró la portezuela y retornó hacia el fogón.
Miró adentro de la vasija, el agua comenzaba a hervir. Se apartó, fue hacia un
mesón de madera ubicado en la pared contigua al fogón, se puso frente a él,
abrió los primeros botones de su camisa, hurgó en su ajustador y sacó de su
seno izquierdo una bolsita de popelina blanca, atada con una cinta morada. La
abrió y vació su contenido sobre el mesón. Volvió a hurgar en su ajustador,
esta vez en su pecho derecho, sacando de allí una pequeña esquela de papel
blanco, doblada por la mitad. La abrió y fijó sus ojos en unos cándidos bosquejos
que traía. Debajo de cada uno, había un número. Entonces, revisó lo que había
sacado de la bolsita de popelina, separó partes y contó, comparando cada paso
con lo que estaba en la esquela. Dobló
el papel y lo volvió a guardar en su seno derecho. Acomodó el ajustador y cerró
su blusa. Tomó lo que estaba en la mesa: tres pequeñas bayas color cereza,
divididas en una especie de cascos, y cinco hojas verde oscuro, dentadas,
hendidas y vellosas.
Rápidamente, regresó hasta la olla y tiró las bayas en
su interior, contó hasta tres; vertió las hojas, una a una, y cuando hubo
terminado, levantó la cabeza, extendió los brazos hacia arriba, subió el cuerpo
sobre la puntilla de sus pies, y comenzó una invocación:
“Al que come negro beleño,
no le faltará el sueño.
Aquel que se embeleña, sueña.
Todo embeleñado, al otro día habrá olvidado…”
Cuando hubo repetido ocho veces la exhortación, volvió
a plantar sus pies, bajó los brazos y la cabeza, luego, apagó el fogón. Cogió
un trapo que traía en la cintura, sujetado por el pretil de la falda, tomó la
olla y la llevó hasta la mesa de madera.
Enseguida, se agachó y se metió gateando bajo el
mesón. Al llegar al centro, tocó el piso fuertemente y desprendió una de las
baldosas de adobe con que se componía el suelo de la cocina, metió la mano en
una especie de bovedilla y sacó un pequeño tarro, tapado con satín; lo cogió,
gateó de nuevo y salió de debajo del mesón; se incorporó, observó el preparado
de la olla, introdujo su dedo índice derecho y, al comprobar que no quemaba,
destapó el tarro y vertió en él lo que
cupo del brebaje. Volvió a taparlo, se agachó de nuevo, gateó bajo la mesa,
guardó el tarro en la bovedilla, colocó sobre ella la baldosa que había
quitado, lo cuadró hasta que estuvo uniforme y volvió a salir. Al incorporarse,
tomó el resto del bebedizo que quedaba en la olla, lo llevó hasta el
lavaplatos, al otro lado de la cocina, y lo arrojó por la cañería. Lavó la olla
y la colocó en un estante con enseres similares.
Entonces, suspiró profundamente. El momento para
embeleñar a Víctor Landaeta lo anunciaría él mismo, tan pronto asomara la
bestia.
Imagen tomada de Pinterest.
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Belladona y
Mandrágora
(Juntanza para engañar
bestias)
-Señorita Gilda, ya llegó Don
Víctor. Y debe andar bien jincho,
porque llegó encompinchaʼo. Ahíʼtá su taita, también, mija.
-¿Mi papá está aquí,
Aureliana?
-¡Sí, mijita! Don Víctor
siempre anda con sus tres alegres compadres: el doctor Dámaso, que está recién
llegado, graduadito, de Bogotá; Don Benjamín, que es dueño de la flota que sale
y entra del Magdalena; y su taita, que ya vusté sabe quién diablos es. Claro,
esos son los de más confianza del Don. ¡Hummm! Porque ese se la pasa encompinchaʼo
como con una docena. Bueno, vusté los va a ir conociendo, porque aquí terminan
sus borracheras, después que se quedan sin un centavo paʼ seguir las
apostaderas, o los echan del cuarto patio.
Gilda pasó del gesto de
contrariedad, que le fue imposible disimular, cuando Aureliana habló de las
apuestas, recordándole por qué estaba ella ahí; para poner uno de confusión,
cuando escuchó mentar al cuarto patio;
lo que Aureliana saltó a resolverle,
sin pelos en la lengua y sin darle tiempo de preguntar:
-El cuarto patio es donde están las mujeres de la vida alegre, señorita
Gilda. Esa es la segunda casa de toʼiticos los Dones de Barrancabermeja y sus alrededores, mija. Su mamá, Doña
Julia, lo tiene bien sabiʼo que ahí se la pasa su taita. Y Don Víctor, es igualítitico.
Mejor que vusté lo vaya sabiendo, mijita;
ya que ese será el marido suyo desde esta noche…
-Hasta que le haya dado
otras dos vueltas al sol, Aureliana- atinó a decir Gilda, recordando las
palabras de la cucha Alfreda.
-¿Vusté por qué dice eso?
-Eso dijo mi abuela, y yo le
creo.
-¡Ah, bueno, esas son
palabras santas! Pero, mire, no vuelva a repetir eso por ahí, a naiden. Ni eso, ni nada de lo que la cucha Alfreda la haya dicho, ¿oyó? Hay
cosas que se tienen que hacer, no hablar. ¿Si me entiende?
Gilda afirmó con la cabeza,
mirándola con determinación. Entonces, Aureliana se le acercó, bajó la voz y le
preguntó:
-¿Mija, ya está preparada,
se hizo todo lo que la cucha le
mandó?
Gilda, nuevamente, afirmó
con la cabeza. Ahora, su mirada decidida se mudó hacia el recuerdo de las
anteriores noches, donde se encontró saliendo a hurtadillas de su habitación,
entre las sombras silenciosas que despertaban cuando la casa dormía; para
entrar a un sótano escondido en la cocina, tras el seibó de madera vieja que
guardaba las vajillas de porcelana para las visitas. Un sótano que no sabía que
existía, se lo puso al descubierto su abuela, quien la había guiado para entrar
allí a preparar su cuerpo, ante la fatalidad invocada, por su obligado maridaje
con Víctor Landaeta; un hombre que no dudaría en cobrar con sangre el himen desgarrado
por Baldomero.
En aquel lugar, con la luz
tenue de veladoras rojas, entre polvo de muchos tiempos y bordados de araña, parada
frente a un gran espejo adherido a una de las viejas paredes de adobe raso;
Gilda se desnudaba y untaba sus pechos, vientre y vagina, con un ungüento
entregado por Lisa, al día siguiente
de haberse consultado con la cucha. Luego,
alzando su mirada a la altura del reflejo de sus ojos en el espejo, repetía una
invocación escrita en un pequeño papel adherido al frasco del linimento:
Belladona y Mandrágora,
diosas de nuestros secretos
quereres,
Beleño Negro,
aliado de sueños y olvidos:
¡Júntense y denme los placeres
de lo que tengo prohibido!
¡Júntense y hagan juntar
lo que quise soltar!
¡Júntense y déjenme dominar
a la bestia que mi sangre
se quiere tomar!
Mientras repetía aquel conjuro, frotaba sus pezones, acariciaba su ombligo y tocaba su clítoris, hasta ser poseída por gustosas emociones que agitaban su respiración y se la llevaban volando hasta encontrar el cuerpo desnudo de Baldomero, sobre quien se dejaba caer, para terminar asaltada de espasmos que crecían y decrecían entre senos, vientre y vulva, arrancándole gemidos, risas y lágrimas, que sólo hasta entonces había experimentado.
Tras un tiempo incontable y una
vez retornada a su realidad, Gilda se levantaba del suelo, a donde no tenía
memoria de haber caído, y antes de que el sol iniciara su despunte, corría a
secarse sus genitales, viscosamente empapados,
con un pedazo de casimir que llevaba escondido en las enaguas; tras lo
cual se lavaba con agua de alumbre y romero, también preparada por Lisa y
envasada en una botella de vino que ella dejaba vacía sobre la mesa de la
cocina, al salir del sótano; donde volvía a encontrarla llena, al retornar por
la noche.
Todo ese ritual había
cerrado aquella tarde, después de la siesta por el almuerzo, cuando Gilda
volvió a lavar sus intimidades con agua de alumbre y romero, dejándose secar al
clima para, luego, tumbada boca arriba sobre la cama, con las piernas
levantadas, introducir en la entrada de su vagina un trozo de vejiga de cerdo,
hervida y castrada con vinagre de piña; y, rápidamente, embadurnarse con engrudo de palma, hasta que
su nuevo himen quedó prendido.
-Aureliana, Don Víctor está
preguntando por usted y por la señorita Gilda- avisó Lisa, tras golpear la
puerta con apremio, devolviéndole a Gilda la mirada del presente y a Aureliana
el serio misticismo que oscurecía el turquí de sus ojos, cuando andaba complotando.
-Dígale que ya vamos, que estamos terminando de vestir a la señorita.
Imagen tomada de vice.com
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(Miedo, orgullo y
donaire)
Solamente Lisa precisó el
momento en que Aureliana y Gilda asomaron en la sala. Las dos mujeres habían
llegado en sigilo, entre el alegre llanto del tiple que la ingénita maestría de
Félix Gómez Plata, marido de Aureliana, le arrancaba al instrumento,
ensimismando a sus oyentes.
Mientras Félix tocaba y
cantaba Pueblito Viejo, acompañado de
sus dos imberbes hijos, quienes ya eran virtuosos en guitarra y bandola; Víctor Landaeta, el doctor Dámaso, don
Benjamín y el papá de Gilda, hacían de coro a viva voz, imbuyéndose de guarapo.
Con las últimas letras,
cantadas en estribillo por toda la comparsa: “quiero pueblito viejo, morirme aquí en tu suelo,
bajo la luz del cielo que un día me vio nacer”, se atenuó la magia de las cuerdas que
daba vida a ese célebre vals santandereano.
Entonces, se hicieron
visibles las dos mujeres que permanecían silentes, bajo el quicio de la puerta
que unía la sala con un zaguán por donde se iba a las habitaciones principales.
Aureliana volvió en sí, tras haberse relajado contemplando a Félix, el único
amor de su historia, con quien se había fugado a pocos días de haberle
conocido, durante unas fiestas patronales en San Vicente de Chucurí, tierra de
donde el músico era oriundo.
En cambio Gilda, quien había
estado auscultando a Víctor en aquella primera vez que le veía y oía de cerca,
aprovechando esos instantes de inmaterialidad y en busca de una razón que apaciguara
las pulsadas disociadas de su corazón; fue presa del miedo, el único saber que
podía hallar dentro de sí.
El primero en verlas fue
Edgardo Pinzón, quien saltó de su asiento para ir a buscar a su hija, que
parecía petrificada al lado de Aureliana.
-Venga, mija, échese para
acá que esta fiesta es para usted, para darle la bienvenida a su nuevo hogar-
le dijo Edgardo Pinzón a Gilda, tomándola del brazo y llevándosela para el medio de la sala, sin darle tiempo a
reaccionar.
Ella quiso decir algo, pero
no pudo. Nada encontró en su pensamiento, aunque sentía que tenía cientos de
palabras atravesadas en la garganta. Sólo alcanzó a voltear su mirada hacia
Aureliana, quien la observaba con el silencio de lo inevitable.
De pronto, se encontró
frente a frente con Víctor Landaeta y descubrió que sus ojos eran pardos, como
los de Baldomero. Se quedó perpleja. Víctor se levantó de la mecedora donde
acostumbraba a sentarse, con su vaso de guarapo en la mano derecha. Era un
hombre alto. Gilda dobló su cuello hacia atrás, conducida por su mirada que
continuaba perpleja sobre los ojos de Víctor.
Sintió que su padre le soltó
del brazo y ahí su mirada se distrajo. Edgardo Pinzón se paró junto a Víctor,
miró a Gilda y le dijo:
-Aquí tiene a su marido,
Gilda. Desde ahora, como dicen por ahí, usted es harina de otro costal. Yo,
como taita suyo, la dejo bien, en una casa, con un hombre que tiene cómo darle
lo que usted necesita. Eso sí, pórtese a la altura, como una mujer hecha y
derecha que ya es.
Y, enseguida se dirigió a
Víctor, cuya mirada iba y venía por toda la humanidad de Gilda, dejando asomar
una sonrisa afanosa que la muchacha no había alcanzado a percibir, perdida
entre el recuerdo del color de los ojos de Baldomero y las palabras de su padre.
-Ahí se la entrego, para que
vea que yo cumplo mi palabra, como hombre que soy. Bueno, de aquí en adelante
quedamos emparentaʾos. Me tiene que decir suegro, gran pingo.
Edgardo Pinzón y Víctor
Landaeta soltaron sendas carcajadas y se chocaron las manos. Todo pasó como
ráfaga ante los ojos de Gilda. De pronto, su padre estaba brindando con el
doctor Dámaso y Benjamín por aquella juntanza. Risas y algarabía llenaron la
sala, mientras Lisa y Aureliana repartían una ronda de guarapo y pasabocas.
Tiple, guitarra y bandola volvieron a registrar su grandiosa existencia, luego
de que Edgardo Pinzón gritara: “¡Qué suene la música!”.
En ese momento, Víctor
Landaeta le habló por primera vez a Gilda, quien seguía de pie, inmóvil, en el
mismo lugar a donde la había traído su padre; sólo su mirada se había
desplazado, para contemplar aquel jolgorio que se le antojaba ajeno.
Ella volvió a fijarse sobre
los ojos pardos de Víctor, sin escuchar lo que aquel hombre le dijo. Víctor se
percató de su lejanía, levantó su mano izquierda a la altura de los ojos de
Gilda, movió los dedos y la hizo pestañear.
-¡Gilda, oiga, qué le pasa?
¿No está contenta? Mire nada más lo bonita que se ve con ese vestido que le
mandé a coser. ¿O es que no le gusta esta casa? Yo me la puedo llevar a vivir a
otra, para eso tengo varias. Pero, quite esa cara de velorio que aquí estamos
es de fiesta. ¿Qué van a decir mis invitados? ¡Eh!
A Gilda se le aguaron los
ojos, pero se tragó las lágrimas. De pronto, se llenó de orgullo. No quiso
permitirse el llanto que la apremiaba, frente a Víctor Landaeta. Tenía que
resistir. Así se lo recordó la voz de la cucha
Alfreda que le llegó como un soplo, diciéndole: “En juego largo hay
desquite…”
-¡Ajá, y usted se metió a
muda o qué? ¡Contésteme, pues! Mire que si usted se porta bien conmigo, hasta
busco al curita para que nos case.
Gilda no atinaba a soltar
una palabra, aunque lo que deseaba era gritar su espanto. Sus ojos seguían
fijos sobre los de Víctor. Ante aquella actitud, Víctor se le encimó y le dijo:
-Bueno, siga calladita, allá
usted... Más tardecito, cuando nos quedemos solitos, vamos a ver si no habla.
Entonces, volteó hacia el
trío que entonaba una guabina y a viva voz le ordenó a Félix:
-Mire, viejo, párele a esa y
tóquese “Qué vivan los novios”, que me la voy a bailar con mi mujer.
Y tirando el vaso de guarapo
sobre la mecedora, le echó un jalón a Gilda, abriéndose espacio en la sala; la tomó por la cintura y la paró frente a él,
dobló las rodillas y le hizo la venia acostumbrada para anunciar el inicio del
baile.
-Espere un momento, Don
Víctor, a vusté le hace falta el sombrero- gritó Aureliana, antes de que el
trío comenzara a tocar; provocando risas, aplausos y chiflidos entre los
presentes, tras lo cual le hizo señas a Lisa para que trajera un sombrero de la
cocina.
De un santiamén, la muchacha
salió y apareció con el sombrero en las manos, yendo directo a entregárselo a
Víctor.
-Tome, Don Víctor. Y usted,
señorita Gilda, lúzcase, oyó. Mire que su abuela sabe bailar muy bien, no la
vaya a hacer quedar mal.
Aquellas palabras fueron
suficientes para que Gilda se desprendiera del miedo. La voz de la cucha Alfreda volvió a resonar en su
cabeza, avisándole: “La mano izquierda vendrá por ti.”
Segundos después, Gilda bailaba con donaire, siguiendo los compases alegres de aquella melodía, mientras respondía al juego danzante que Víctor Landaeta le ofrecía, muy a la usanza vernácula, asentada en los santanderes, para esa canción insigne de la rumba criolla.
Imágenes tomadas de Artenet.es y Pinterest.
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La bestia se anuncia
(Momento para
embeleñar)
Los músicos habían dejado de
tocar. Aureliana dirigía a sus dos hijas menores en la recogida de la mesa y la
sala, desde la puerta, donde acostumbraba pararse al final de cada festejo,
para despedir a los invitados del patrón con una recarga de guarapo “paʼl
camino, por sí es culebrero”, decía.
Víctor Landaeta, que minutos
antes se había dejado caer en su mecedora, de pronto se levantó y fue hasta
donde Félix, quien estaba sentado en medio del desorden de sillas y muebles, en
un recodo de la sala, con su tiple sobre las piernas, echándose el guarapo
final de la noche. Víctor se le paró al lado y le dijo a voz en cuello:
-Viejo, mire: tan pronto
amanezca, coja camino paʼ Zapatoca, se llega a la finca y manda, por orden mía,
a separar 50 reses para que se las entreguen a Pinzón, tan pronto ese pisco se
aparezca por allá. ¿Oyó, suegro? Paʼ qué quedemos emparentaʼos como debe ser.
Edgardo Pinzón, a quien
justamente en ese momento, Aureliana le estaba sirviendo guarapo, se viró
sorprendido y protestó:
-¡No, cómo así, Víctor? ¡Mucho
ser pingo, vea! Yo me la jugué, perdí y le cumplí. Yo soy hombre de palabra. Ahí
tiene a Gilda. Usted no me debe nada.
-¿Y es que yo estoy diciendo
que le debo algo? ¡Mire, y es que usted no sabe cómo soy yo? Pues, a mí se me
dio la gana de entregarle esas reses y ya… ¡Gran pingo! Cójalas como dote, así paʾ que la Gilda vaya
viendo qué clase de marido es el que tiene. Y si quiere le firmo un papel que
conste que ese ganaʼo es una dote, y ya. ¿O qué, me va tirar ese desplante?
-¡Nooo, pues… si es así…pos…
sí! Pero, con el papelito de por medio, pingo, téngalo listo y me avisa. Cuando
yo vea eso firmadito, me aparezco por Zapatoca… Mire que su taita es jodido y con
ese cucho yo no quiero líos. ¡Nooo, señor!
Gilda no pudo evitar la
rabia, al escuchar aquel acuerdo. Había salido un momento antes al patio a usar
el baño, para descargar la vejiga, que en los últimos días se le llenaba muy
seguido; y cuando venía de retorno a la sala, oyó la conversación, justo desde
cuando su padre decía: “Ahí tiene a Gilda. Usted no me debe nada...”.
-Yo valgo cincuenta vacas
para estos hijuepuercas- se dijo, sin notar que su dolor interior se le escapó en
palabras que sólo alcanzaron a ser escuchadas por Lisa; quien venía tras ella,
escoltándola, como había estado haciendo con disimulo toda la noche.
-Recuerde todo lo que la cucha Alfreda le dijo, y no escuche
mucho lo que los señores digan, señorita Gilda- le dijo Lisa, en voz baja,
parándosele al lado.
Entonces, Gilda se quedó ahí, inmóvil, en el cruce entre la sala y el pasillo que daba a la cocina. Momentos después, sólo estaban en la escena Víctor Landaeta, Aureliana, Lisa y ella. Evadida en la memoria, volviendo sobre las orientaciones de su abuela, se había perdido el momento en que las demás personas se marcharon.
-¿Tengo buen gusto o no,
Aureliana? Mire nada más qué mujer más linda la que me conseguí. ¡Ah, cómo le parece?-
dijo Víctor Landaeta, mirando a Gilda de pies a cabeza, con los ojos atronados
y mordiéndose el labio inferior.
Aureliana guardó silencio y
procedió a cerrar la puerta. Luego, giró su cabeza a la derecha y de reojo miró
a Gilda. Ella seguía inmóvil, pero tenía el semblante azorado. Su visual
parecía enfrentar la mirada de Víctor, en aquella auscultación morbosa que
golpeaba su aliento.
Entonces, la voz de la cucha Alfreda retumbó en sus oídos: “La bestia necesita ver sangre. No te puedes
entregar, tienes que pelear, hasta que la bestia sienta que es más fuerte. Ahí
vencerás…”.
-A mi
usted no me consiguió. Usted me negoció con mi papá, por vacas- le esputó
Gilda, mirándolo de frente y avanzando hacia él, con una seguridad que rompió
la imagen de niña asustada, grabada en los ojos turquí de Aureliana.
Entonces, Aureliana giró
sobre su izquierda y caminó con sigilo hacia el centro de la sala. Lisa se
quedó impávida, donde minutos antes acompañaba a Gilda. Víctor Landaeta reflejó
estupefacción. Sus dientes liberaron rápidamente al apretujado labio inferior,
y sus ojos cambiaron el paneo sobre la humanidad de Gilda por un plano fijo
hacia la mirada verdosa brillante de la muchacha que venía andando hacia él. Bruscamente,
se levantó del mecedor y en dos pasos cortó el andar de Gilda, se le puso en
frente y le dijo:
-¿Con qué sabe hablar, no?
Porque ni bailando, y vea que baila bonito, me había querido decir una palabra.
-Es que yo hablo cuando
quiero, no para darle gusto a los demás.
-¡Uy! Fue que me salió
cerrera la señorita. ¡Vea, pues!
En ese instante, para Víctor
y Gilda, el mundo en rededor dejó de existir. Aureliana y Lisa cruzaron sus
vistas. Ambas sabían que el momento de embeleñar a la bestia había sido
anunciado. Lisa se esfumó hacia la cocina. Aureliana se movió al lugar que
había dejado Lisa. Gilda volvió a romper su silencio:
-Yo no soy de las del Cuarto Patio. ¿Por qué no se compra con
sus vacas a una de esas? Hasta le puede salir más barato o se puede comprar
varias.
-¿Y a usted quién le dijo
que me puede hablar así? ¿Sabe cómo es la vaina, Gilda? Yo me compro lo que me
da la gana. Y, me dio la gana y me la compré a usted. Y usted es mía, de hoy en
adelante. Gústele o no, porque usted no se manda sola, culicagada. Y si está
muy guapa, mejor. A mí me gustan las hembras berracas. ¿Le quedó claro?
-¡No! Yo no soy suya. Yo no
soy una cosa para que me estén comprando a cambio de vacas. ¡Devuélvame para mi
casa!
En ese instante, Gilda
sintió un ardor en su rostro y a su cuerpo tambalearse hacia atrás. Sin saber
cómo, se equilibró y volvió sobre sus pies. Le costó unos segundos entender que
Víctor Landaeta le había asestado una bofetada.
-¡Don Víctor, mijo, cálmese!
Así no se empieza un matrimonio. ¿Cómo se le ocurre?- protestó Aureliana,
acercándose con una botella de guarapo en la mano, que Lisa acababa de traer
desde la cocina.
-Mire, mejor tómese otro
guarapito, y deje la peleadera- le dijo, moviéndose hacia la mesa, cogiendo un
vaso que estaba sobre ella, y sirviéndole la bebida hasta asomar reboso.
Víctor se movió hacia
Aureliana y le arrebató el vaso de guarapo, dándose un trago con
vehemencia. Aureliana fue hasta donde
Gilda, le acarició el rostro enrojecido por el golpe, vio su mirada cuarteada
por un llanto represado, y le dijo:
-Mija linda, tranquila.
Víctor se volvió a engullir
otro trago y con el vaso en la mano se acercó a las dos mujeres, vociferando:
-Es que a los hombres se les
respeta, oyó Gilda. Si Doña Julia no le enseñó eso en su casa, yo se lo voy a
enseñar aquí. Y usted, Aureliana, no se ponga de metiche, ni de alcahueta.
Gilda, desde esta noche, es la mujer mía. Y eso no lo va a cambiar nadie, que
se lo juro, por Dios santo. Acuérdese de eso, cuando vea una docena de
culicagaʼos corriendo por esta casa. Talito como se lo prometí al taita mío,
que anda loco porque le dé nietos. Y vea, Gilda es la mujer que me los va a
parir, y punto.
Gilda salió corriendo hacia
la puerta, intentó zafar el pasador,
pero este no se movió. Aureliana había puesto candado. Entonces, comenzó a golpear
la puerta con desespero y a gritar:
-¡Ábrame, Aureliana, ábrame!
Víctor se empinó el vaso y
bebió a fondo el guarapo. De pronto, sintió un calor extraño en el rostro y una
furia que desconocía. Estrelló al vaso contra el piso, caminó hacia Gilda, la
prendió por el brazo izquierdo, la haló y se la llevó tras de sí, casi a
rastras, hacia el pasillo que conducía a las habitaciones, ante las miradas
nulas de Aureliana y Lisa.
Imágenes tomadas de Jonnius y Pinterest.
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(Primera baraja de un
juego largo)
Sentada sobre el piso, arrinconada en la esquina contigua a la
puerta, despelucada, con la tez sudada, los ojos llorosos, la nariz sangrada y
los labios hinchados, Gilda observaba silente el ritual que Aureliana y Lisa
realizaban para reavivar a Víctor
Landaeta, quien estaba tumbado boca arriba, a un lado de la cama, frente a
ella, totalmente desnudo, tieso, rubicundo, con los ojos vidriosos y la boca
semiabierta, repitiendo palabras ininteligibles.
-“La mano izquierda vendrá por ti.”
Fue lo que Gilda oyó, en la voz de su abuela, segundos después de que Víctor Landaeta comenzara a convulsionar y cayera al piso. No había tenido tiempo de entender lo que estaba pasando. Todavía sus impresiones seguían ancladas a los momentos cuando aquel hombre, encaramado sobre ella, sujetándole los brazos por encima de su cabeza y penetrando sus genitales con furia, repetía jadeante: "usted es mía, Gilda, usted es mía..." Todo había sucedido, como en ráfaga.
-“La bestia necesita ver sangre. No te puedes entregar, tienes que pelear…”.
Le repetía su memoria, cuando Víctor Landaeta la metió a empujones al cuarto. Lo que vino después, lo recordaba espasmódicamente. Ella, gritando: “¡No se me acerque!, ¡no me toque!, ¡déjeme tranquila, yo no quiero ser su mujer!”. Él, quitándose la ropa, mirándola, riendo a carcajadas.
Ella, moviéndose de un lado al otro del cuarto, esquivándole, saltando sobre la cama, para cruzar al lado contrario de dónde él se ubicara. Él, alcanzándola, abofeteándola, halándole los cabellos, manoseándola, desgajándole el vestido.
Ella, escupiéndole, asestándole un mordisco en un brazo, soltándose, volviendo a escapar por sobre la cama. La cucha Alfreda hablando en su cabeza:
-“El camino está cerrado, la bestia aparece en tu destino… llénate de dureza para hacer lo que te toca, si quieres evitar una tragedia más grande… no te degüelles…solo hasta que la bestia sienta que es más fuerte…”.
Ella, frenando
en seco, frente al adversario, y encarando su claudicación: “¡Yaaa! ¡Basta!
Está bien, usted gana.” Él, sorprendido, acercándosele, soltando una carcajada,
escurriendo sudor, tomando su miembro, blandiendo su tiranía.
Ella, humillada,
arrancándose lo que aún le quedaba de vestido, entre pecho, espalda y vientre. Luego,
un empujón.
Ella sobre la
cama, boca arriba, inerme, con el rostro sudado, lloroso, sangrante. Él,
haciendo prisioneros sus brazos, sentándosele sobre el torso, apresando su
cuerpo, carcajeándose, jadeando.
Ella, oyendo a
su abuela:
-“...en
juego largo hay desquite…cuando hayas dado otras dos vueltas al sol, se abrirán
de nuevo tus caminos….”.
Él, lamiendo su
rostro, sus pechos, arrollando sus genitales, gimiendo, carcajeándose y repitiendo,
jadeante: "usted es mía, Gilda, usted es mía...". Ella, sintiendo
dolor, ardor, rabia, asco…recordando su himen falso, a Baldomero, a su vientre
gestante. Llorando.
Él, apaciguado,
cayéndosele encima. Ella, soportando su peso, asfixiándose, absorbiendo su
sudor, olfateando su resuello y repudiando la humedad que sentía escurrir entre
sus piernas.
Luego, volviendo
a respirar, cuando él, compulsivamente, salió de ella, se tumbó boca arriba, resopló,
se levantó, empezó a pronunciar palabras raras, gritó, se tambaleó,
convulsionó, caminó hacia la puerta, dobló las piernas y cayó al suelo.
-“La mano izquierda vendrá por ti”- escuchó, en la voz de la cucha Alfreda.
Después, sintió dos toques en la puerta y las dicciones de Aureliana y Lisa, llamándole a la vez:
- ¡Señorita Gilda, señorita Gilda, abra!
Espontáneamente, abrió la puerta. Las dos mujeres pasaron rápido y cerraron con apuro, tras de sí. Gilda parecía escurrir llanto sin notarlo. Estaba lela. Lisa la abrazó, luego se sacó el paño que siempre traía atado a la cintura y le secó el rostro. El paño se embadurnó de lágrimas y sangre. Lisa la tomó del brazo, la llevó a la cama, zafó una sábana y cubrió su violentada desnudez.
- Quédese tranquila. Lo peor ya pasó- le dijo.
Entonces, se volteó y corrió hacia Aureliana, quien se hallaba
acurrucada, frente a Víctor Landaeta, echándose la cruz de abajo hacia
arriba y de derecha a izquierda. Gilda caminó hacia las dos mujeres y una
pregunta escapó de su alma:
-¿Se murió?
-¡Nooo, mijita! Nosotras no matamos a nadie, no se haga ilusiones. Don Víctor Landaeta sólo está embeleñado. Pero, de aquí a mañana, se le pasará- contestó Aureliana.
-Además, yerba mala, dura bastante… usted sabe- complementó Lisa.
Gilda se volvió a ensimismar y fue a sentarse sobre el piso, en el rincón
contiguo a la puerta.
Aureliana le
ordenó a Lisa traer una toalla limpia. Lisa se movió hacia el fondo del cuarto,
por el lado izquierdo de la cama, hasta la cómoda, sacó una de las toallas
guardadas ahí, retornó y se la entregó a Aureliana. Ella procedió a limpiar el
cuerpo de Víctor Landaeta, arrojó el paño a un lado, y lo cubrió con una colcha
que Lisa le pasó.
Cuando los
gallos cantaban el amanecer, Gilda había presenciado años de sapiensa ancestral
en aquellas dos mujeres que, entre sahumerios, ungüentos, masajes y evocaciones,
habían sacado a Víctor Landaeta de su estado letárgico, dejándolo acostado,
durmiendo el sueño de un niño, sobre el costado derecho de la cama, en una
sábana que exhibía la mancha de sangre que necesitaba ver al despertar, para
probar su anhelada posesión sobre el cuerpo de Gilda.
Ambas se
marcharon a sus aposentos, dejando a Gilda bañada, vestida, despojada de su
trance, consciente de lo que tendría que resistir, hasta que volviera a dar dos
vueltas al sol; y sabiendo que la
desmemoria de la bestia, sobre aquella
noche, lo convertiría en el magnánimo padre del niño que miraría al mundo con
los ojos de Baldomero.
Imágenes tomadas de Pinterest.
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Mercedes
(Pespunte de un tejido invisible)
-Todo es costumbre- musitó Aureliana, tras un suspiro medio dolorido, mientras miraba como Gilda ordenaba la subida de su equipaje a la Ford F-100, donde siete meses antes había llegado.
Desde aquel momento, al presente, las circunstancias habían cambiado notoriamente, y Gilda, mucho más. No se parecía en nada a la niña confundida, asustada, iracunda e irascible, que había salido forzada de su casa y trasladada bajo custodia, para ser convertida en la mujer de un hombre al que, ni siquiera, había visto de frente.
Ahora, sus pechos recrecidos y redondeados, sus caderas ensanchadas y su vientre abultado, anunciaban un nacimiento. No obstante, era su actitud lo que más avistaba un cambio. Parecía habitar en ella una señora del hogar, una esposa común y corriente, dueña de casa que ordena en su espacio de poder y quien sólo debe acato al marido.
Hacía tres meses había entrado a la iglesia, del brazo de su padre, vestida de blanco, aunque sin corona, ya que su gravidez era notoria y la ceremonia de matrimonio fue invocada para subsanar el concubinato no autorizado por Dios y, por supuesto, poder asentar en la partida de bautizo, de la cría que venía, el título de hijo legítimo de Víctor Landaeta. Así lo había dispuesto Antonio Victorino Landaeta, el padre de Víctor, quien no se cambiaba por nadie, desde que supo del embarazo de Gilda, pues, añoraba descendientes de su hijo mayor, el único varón que había engendrado, porque las cinco hijas que le siguieron, según él mismo vociferaba:
-Son una amenaza de ruina, cuando cojan marido y paran, perderán el apellido y los jijuepuercas yernos se quedarán con todas las vainas de uno, y... ni como chistar, esa es la ley.
Así que empujó a Víctor a casarse con Gilda, quien bien heredada estaría,
porque Edgardo Pinzón era uno de los grandes potentados santandereanos, y la
descendencia de Gilda llevaría el sello Landaeta, con lo que, no sólo
aseguraban la perpetuación patrimonial, sino la acrecencia de sus capitales
Cuando
Víctor le dijo a Gilda que había hablado con el cura para que los casara, ella
sólo pidió que, ese día, estuviera allí la cucha
Alfreda. Ya el tiempo del llanto, la rabia y el desespero, que la había habitado
en las primeras semanas de vida, junto al hombre que se le había impuesto como
marido, estaba colgado en la percha del pasado.
Gilda había conjugado el modo de lo posible, desde el pensamiento gallardo que la despertaba planeando una huida, terminada siempre en desistimiento, tras asomarse a cualquier costado de la casa y ver allí a hombres armados y mal encarados; hasta recorrer las esquinas del ideal suicida, que empezó a practicar con el silencio y la inanición.
Para ese entonces, ya no oía la voz de su abuela, y empezó a recordar a Baldomero, caminando de primero en la fila de nuevos reclutas hacia la muerte. Ya, había cesado cualquier forma de oposición a la posesión que Víctor Landaeta ejercía sobre su cuerpo, en las noches en que se aparecía por la casa. Sólo fijaba su mirada en algún punto de la habitación y recordaba a Baldomero, marchando hacia la tragedia, mientras aquel hombre la desvestía, estrujaba su cuerpo lánguido, como si fuese un trapo; la manoseaba, le hundía su lengua en la boca, lamía sus pechos, sus genitales, mordía su espalda y sus nalgas, y se escurría en sus entrañas, con gemidos de un enorme placer, increíblemente inmune a la indiferencia y frivolidad de ella, que había volado para estacionarse en aquel último momento que tenía de Baldomero.
Pero, un día dejó de pensar y sentir, se echó en cama silenciosa y sólo se levantaba empujada por la única razón que no podía evadir: vomitar hasta el hígado, sobre una bacinilla de peltre que se guardaba bajo la cama.
De ese trance la sacó Lisa, luego de contarle tres días seguidos en la misma postración, justo cuando Víctor Landaeta había salido a Zapatoca, anunciando dos semanas de ausencia.
Lisa se mudó a su cuarto, con la complicidad y ayuda de Aureliana. Entre ambas
la levantaron, la asearon, le cambiaron el pijama y le hicieron beber tres
litros de agua. Luego, la acostaron de medio lado, sobre su derecha.
Destaparon su tobillo izquierdo, lo limpiaron con agua de romero, encendieron
un tabaco, lo aspiraron entre ambas, seis veces, y le pusieron la punta
encendida del envoltorio sobre la piel que estaba arriba del tobillo. Seis
pequeñas laceraciones, entre dos líneas, le marcaron, sin que Gilda emitiera
alguna queja. Luego, Lisa se sacó de entre su pecho izquierdo un pequeño frasco
oscuro que contenía grasa de piel de rana Mono Grande, lo abrió y puso
una pizca de la sustancia, en forma de polvo blanquecino, sobre cada
quemadura.
Lo que vino a continuación fue una fuerte convulsión que hizo revolcar a Gilda de lado a lado de la cama. Su cuerpo estremecido fue reduciendo los espasmos, hasta quedarse inmóvil. Luego, le sobrevino un vómito que pasó de oscuro a gris, y que ni Aureliana, ni Lisa, pudieron guiar para evitar que inundara sabanas, cama, a Gilda y a ellas. La paz llegó cuando ya no quedaba en Gilda nada más que expeler. Durmió un día y una noche, mientras Lisa la custodiaba, bamboleándose en una mecedora de madera y fique que Aureliana le había traído.
Cuando despertó, no recordaba mucho, sólo le dijo a Lisa que tenía hambre y
sed. Gilda retornó a la vida, volvió a oír la voz de la cucha, diciéndole: "... cuando hayas dado otras
dos vueltas al sol, se abrirán de nuevo tus caminos."
Apartó de sus memorias la última imagen que tenía de Baldomero y comenzó a percibir movimientos vagos, puntaditas y corrientazos, en su vientre bajo, que le generaban emociones extrañamente gustosas. Aureliana se fijó en cómo se acariciaba el vientre y le asomaba un brillo tierno en los ojos.
-La señorita ya empezó a conversar con su cría, lo que está sintiendo son sus llamados- le dijo.
Desde entonces, Gilda se interesó en saber cómo era un embarazo, cómo sería su parto y... cuándo vendría al mundo la criatura que crecía en su cuerpo. Sobre el momento del parto, Aureliana le dijo:
-Eso será antes del tiempo, señorita. Pero, no se preocupe, seguro la cucha Alfreda hará un milagro para que eso nadie lo note. Usted ocúpese de alimentarse, de tomar el sol, de caminar y de reír. Nosotras haremos el resto.
Reír era algo que Gilda había dejado de hacer, desde que su madre le anunció el concubinato con Víctor Landaeta. Así que se quedó lela por unos segundos y, luego, masculló:
-Aureliana, creo que eso de reírme, quién sabe, ya como que se me olvidó.
Pues, tendrá que hacer memoria, mija. Deje verá que alguna vaina nos inventamos
para verle pelando los dientes. Sin risa, no hay vida, niña.
Y no había pasado un día, cuando Aureliana se lanzó al invento por
devolverle la risa a Gilda, pidiéndole a Lisa que hiciera venir a su prima
Mercedes, una mujer que, ya habiendo entrado en su treintena,
parecía seguir siendo adolescente, tanto en su tez rosada y oscuro cabello, como por el brillo ingenuo
y, a veces, melancólico de sus ojos, que vestían el mismo azul turquí de las
miradas de Aureliana y su prole. Mercedes atesoraba un pasado de penurias y
estigmas, aunque había logrado exorcizar al llanto y al prejuicio, y ahora se
dedicaba a soliviantar almas de mujeres en pena, a dónde quiera le llamaran.
-Mi cruz fue haberle gustado al patrón de mi papá, un gamonal que me ofreció el
cielo y, después de que me embarazó, me regaló el infierno- le contó Mercedes a
Gilda, detallando cómo aquel hombre la entregó a la Policía, acusándole de ser
cómplice de cuatreros, sólo para no responder por su barriga.
También, Mercedes le hizo saber que había salido vejada de allí, por varios de los uniformados que la interrogaron. Y que fue rescatada por una mujer que nunca había visto en su vida, apodada "La Paisa", que era la regente del Cuarto Patio, en donde se había enterado de su existencia, oyendo a varios policías contar su oprobio, muertos de risa. La Paisa se había presentado en la comisaría, para atestiguar la inocencia de Mercedes; y pagó una fianza por su libertad, que se inventaron los policías, a última hora, por supuestos gastos en averiguaciones.
Mercedes fue cocinera y mesera en el Cuarto Patio, hasta que dio a luz a un niño que murió de disentería, seis meses después de nacido. Entonces, decidió abandonar la cocina y la servidera de mesas, llamarse "Meche" y vivir de su cuerpo, cobrándole, a cada hombre que lo recorría, su ingenuidad, su dolor y su desesperanza, en moneda contante y sonante.
-Hasta que llegó el 9 de abril y toítico el mundo salió a la calle, y se hizo una revolución en toda Barranca y quedó prohibido que los hombres nos compraran los cuerpos, y todas las de la vida alegre nos metimos a la Comuna Bermeja, nos pusimos de cocineras, de enfermeras, de maestras y hasta de guardianas.... ¡Imagínese! Nos volvimos importantes y respetadas. Y ahí conocí a un compañero que se fue a vivir conmigo, cuando la revolución se acabó, y hasta el sol de hoy, ahí estamos juntos, tenemos dos niños y una niña, gracias a mi Dios Santísimo y a la Virgen María..."- reseñó Mercedes, ante la mirada perpleja de Gilda.
Así, Mercedes pasó casi una semana instalada en la casa, conversando con Gilda sobre su vida de meretriz, ayudándole a descubrir su cuerpo, enseñándole a obtener placer, "a solas, sin necesidad de un macho, porque toda mujer necesita sentir felicidad con ella misma", le expuso. También, le contó cómo le enseñaron sus compañeras del Cuarto Patio a evitar embarazos, "contando con la luna, con lavatorios y tomas de yerbas". Y, asimismo, que "cuando el diablo mete la mano y a una se le para la regla, eso tiene remedio, con unos menjunjes calientes de varias maticas berracas que Diosito nos puso en este mundo para nuestro bien."
Mercedes le hizo saber a Gilda que podía vivir sin dolor y sin asco su sexo con el hombre impuesto: "piense en otro, en quien usted desee, mastúrbese con el cuerpo de su marido y cóbrele después, con todo lo que se le antoje para usted, para el hijo que está esperando, para quienes necesiten su ayuda...así funcionó mi vida alegre."- le dijo, sin tapujos, y muerta de risa.
Y así funcionó para Gilda su vida de matrimonio. Cuando Víctor Landaeta volvió, la encontró sonriente, segura y anunciándole con su propia voz:
-Estoy embarazada
Esa noche Víctor se fue de fiesta con sus amigos de siempre, y Gilda durmió sin miedo a que volviera para buscarla y poseerla, después de haberse provocado un intenso orgasmo con sus propias manos, pensando en el único hombre en quien se le ocurría pensar, en Baldomero.
Todo aquello era lo que no alcanzaba a ver Aureliana. El todo no era sólo
costumbre. Aquella mañana, mientras Gilda se preparaba para volver a su casa en
San Vicente de Chucurí, con la complacencia de Víctor Landaeta, ante la noticia
de que Doña Julia se había caído de un caballo y pedía ver a su hija, se estaba
hilando el tejido invisible que anuda la tercera mano.
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Vuelta
a San Vicente
(Añoranzas,
reflexiones y augurios)
La vuelta a San Vicente
de Chucurí fue para Gilda un maremagno emocional que le devolvió a retazos su
vida en los últimos siete meses, desde que la camioneta se asomó a la Calle
Real y subió a la calzada de Los Locuartos, la vía a su pueblo natal que había
grabado de memoria, dibujándola en un papelito cientos de veces, en aquellos
tiempos de sus frustrados planes de huida.
El día de su boda conveniente, insípida en su sentir, la recordó
intacta al divisar la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Catedral del
Vicariato Apostólico del Río Magdalena, a donde se casaban gentes como los
Landaeta y su familia paterna, para seguir jactándose de su infausto rol en la
región. Por su mente pasó una reflexión que, apenas nueve meses atrás, le
habría sido imposible: “…el matrimonio es puro interés…”
Tenía la seguridad de
haber descubierto al mundo, desde que su destino fue echado a rodar en una mesa
de apuestas. Para ese entonces, ella idealizaba las bodas, se pensaba realizada
como mujer, entrando a la iglesia de su pueblo a comprometerse con Baldomero,
ante el representante de Dios en la Tierra “en la salud y en la enfermedad, en
la alegría y en la tristeza… hasta que la muerte los separe…”
Y, un día cualquiera, se
había comprometido a todo eso, en una Catedral, con Víctor Landaeta, a
sabiendas que juraba en vano, porque estaba esperando recorrer dos vueltas al
sol para verse libre de él.
Allí iba, muy capaz de
saltar a los brazos de Baldomero y revolverse en su cuerpo, si el destino les
pusiera de nuevo en el mismo camino.
Aunque, esa posibilidad le sabía a espejismo, había asimilado sin
tristeza la real circunstancia: Baldomero podría estar muerto ya o,
simplemente, lo estaría pronto, porque seguía las noticias y estaba enterada de
las operaciones militares que el Estado había lanzado al oriente del Tolima,
con soldados reclutados de todo el país, haciendo huir a cientos de familias
campesinas, horrorizadas por el napalm que soltaba desde sus cielos la Fuerza
Aérea.
Las historias que se
oían por la radio, desde las voces que denunciaban campos de concentración y sangre
corriendo por los ríos, le habían convencido del único destino que tenía
Baldomero: la fatalidad, ya que soldados muertos, también, abundaban.
Y, entonces era cuando
ponía sus manos sobre el vientre crecido y bajaba sus ojos hacia él,
agradeciendo a la vida haberle permitido engendrar a la criatura que estaba por
venir, porque Víctor Landaeta había sido tatuado en su historia y no le habría
cabido ningún recurso contra eso, Gilda lo sabía, ahora.
Asimismo, sabía que ese
destino le era soportable, por tres razones: no sería por siempre, había
aprendido de Mercedes a sacarle provecho al hombre impuesto, y el hijo que iba
a parir era de Baldomero.
Eso último le daba un
sádico placer, cada vez que veía a Víctor emocionado con su barriga. Un día se
lo gritaría en la cara y reiría con la vergüenza que oscurecería aquel orgullo
de semental que la creía toda suya. No lo era. Había un pedazo de su
pensamiento, sangre y piel, que le era totalmente ajeno, su cría era sólo suya,
y tendría los ojos iguales a Baldomero, de eso estaba convencida; porque todo
el mundo decía que “los ojos marrones se imponen sobre los verdes.” Ella los
tenía verdosos, Baldomero marrones;
iguales a los de Víctor y a los de Antonio Victorino, su suegro. ¡Qué
casualidad!
-Todo pasa por algo,
mija-, le había dicho la cucha Alfreda,
el día de su matrimonio, entre una y otra cosa que se comentaron, rematando el
asunto con una de sus acostumbradas frases: “Dicen que Dios escribe derecho
sobre líneas torcidas…”
De pronto, Gilda salió
de sus cavilaciones, al sentir gotas de agua fría sobre su cara, filtradas
por la ventana de la camioneta que ya
había cogido carretera, alejándose de la vaporosa ciudad petrolera. Mediaba
octubre y la segunda temporada de lluvias empezaba a caer sobre todo Santander,
su cría nacería en tiempo invernal, cayó en cuenta, al tiempo en que se afirmó
“…es un buen augurio, el agua es vida…”
-Abríguese, doña Gilda-,
oyó decir a Lisa, quien ahora viajaba entre ella y el chófer, en el puesto que
había ocupado, por órdenes de Víctor, aquel día en que comenzó su vida con él;
tras lo cual, sintió las manos de Lisa sobre su cuerpo, tratando de taparla con
una ruana que traía en las piernas, en una de las tantas previsiones que la
muchacha siempre tomaba.
Miró a Lisa y al chófer,
como fotografiando ese momento tan parecido y tan distinto al anterior. El
chófer ya no tenía huraño el gesto, ni siquiera tenía gesto, no le miraba a los
ojos, desde que quedó claro, en aquella casa, que ella era la señora de don Víctor
Landaeta. Giró su cuello y se irguió hacia atrás para mirar al vagón, donde
iban sus maletas y el bulto de Lisa, y sintió lo mismo: todo era igual, pero
diferente. Allí iban los dos hombres armados que la habían traído, cual
prisionera, a vivir con quien ahora era su esposo. Ellos, tampoco, la miraban
como esa vez.
Ya no era prisionera,
era la señora de la casa. Claro, desde que comenzó a poner en práctica la
conseja de Mercedes: enfrentaba su mirada a Víctor, le sonreía, respondía a sus
conversaciones, le atendía en la mesa y, en la cama, ya no extraviaba su mirada
para volar hacia otro momento, lo veía en su desnudez, se fijaba en sus manos y
seguía la ruta que estas trazaban por su cuerpo, mientras la desvestían; no
esquivaba sus labios, algunas veces, respondía a los besos y le regalaba
gemidos y espasmos, porque había aprendido a conseguir el clímax con aquel
cuerpo, imaginando que era el de Baldomero. Y, entonces, Víctor le confesó en
un amanecer, tras la mera agonía del placer:
-Yo estoy enamorado de
usted, como un pingo, desde hace años. Pero… su taita seguía viéndola como una
culicagada y no quería que yo la enamorara, por eso me la tuve que jugar,
ganársela y traérmela. ¡Perdóneme esa!
Yo sabía que usted, tarde o temprano, me iba a querer, como ahora me está
queriendo.
Tras aquellas palabras
que le revolvieron el alma, Gilda se colgó el vestido del disimulo;
socarronamente, sonrío, le acercó su rostro y le dio un tibio beso en la boca,
con los labios cerrados; a lo que Víctor no supo responder, sino de la única
forma que conocía: reptilmente, irguiéndose de nuevo en su centro de gravedad y
volviendo sobre aquel cuerpo femenil, para confirmar su mayorazgo.
Desde ese momento, Gilda
supo que el juego estaba en sus manos y empezó a recoger sus réditos. Poco
tiempo después, Víctor le abrió una cuenta bancaria con una asignación mensual,
y comenzó a complacer cada pedido que ella hacía, desde muebles, cortinas,
ropas, ajuar para la cría, dulces y cada cosa que Aureliana y Lisa necesitaran.
También, ordenó a sus hombres de confianza trasladar a Gilda para donde ella
necesitara, sin tener que esperar a su consentimiento. Para eso, dispuso del
“cucarrón azul”, como le decía al Volkswagen
Escarabajo que había comprado para moverse en Barrancabermeja.
El abrazo libertario de
Gilda llegó hasta el viejo perro lanudo que dormía en el patio, a las puertas
de la cocina; para quien pidió traer al médico que atendía las reses de la
finca de Víctor en Zapatoca, a fin de curarle una gusanera que tenía tras las
orejas, purgarlo, vitaminarlo y raparlo, para que no sufriera con el fastidioso
calor de aquella ciudad; además, le hizo construir una casita de ladrillo y
techo de palma seca, bajo la sombra del limón
mandarino que hacia esquina con el huerto de aromáticas, cultivado por
Aureliana.
Su retorno a San Vicente
era parte de todo aquel juego ganado por Gilda, aunque había sido planeado por
la cucha Alfreda para atender el
parto de su nieta, que tocaba pasar como adelantado, y eso sólo podía hacerse
allá, en el terreno que les era propio.
Así que cuando un peón
de doña Julia apareció al trote, sudoroso, apeándose a toda velocidad de su
caballo, para avisar que “la suegra de don Víctor tuvo un accidente, la tumbó
un cerrero que estaba amansando” y que “la doña pidió que le mandaran a su
hija, porque no quiere irse sin verla”, a Gilda no le latió el corazón propio,
sino el que palpitaba en su vientre. Supo que ese era el aviso de la cucha Alfreda, señalando la proximidad
de su parto.
Todo lo demás le fue
fácil: soltar un mar de lágrimas ante Víctor y convencerle de enviarla a San
Vicente sin demora; cosa que, a regañadientes, él aceptó; pero, para el día
siguiente, pues, venía llegando de Zapatoca, tras una semana fuera, y lo que
más deseaba era entretenerse por la noche con Gilda, contemplando su barriga
desnuda y poniendo sus manos sobre ella para sentir los movimientos fetales,
que él interpretaba, asegurando un mundo de cosas, como “…va a ser un varón,
pa’ mi Dios que sí…”, “…cuánto vamos a que va ser futbolista, el berraco…”
y “…ese chino ya conoce a su papá…”
En esas estuvo horas,
hasta que Gilda le dijo que deseaba dormir para madrugar a ver a su mamá. Para
esos días, Víctor había cesado sus requerimientos carnales hacia ella, preso
del miedo que le daba dañar a la criatura con su miembro, porque había
escuchado decir a más de un peón que era peligroso el sexo cuando una mujer ya
estaba “bien pipona”; muy a pesar de que Dámaso, su doctor y compinche,
aseguraba que eso no eran sino “…puros mitos pueblerinos…”
-Por allá le caigo en
estos días, mija, deje que resuelva algunas cosas y me voy pa’ San Vicente-, le
había dicho Víctor esa mañana, al despedirla; mientras, en el interior de
Gilda, un rezo se alzaba para que algo pasara y lo retuviera en
Barrancabermeja, hasta que su abuela hubiese resuelto lo del parto adelantado.
El viaje se le había
hecho corto, con la lluvia y sus pensares. La radio había estado apagada,
porque la señal se interfería y aturdía el ruido que generaban las ondas
interceptadas por el chaparrón, cosa que fastidió a Lisa, por lo que pidió al
chófer que la quitara.
Entrando a San Vicente
ya no llovía, aunque el olor a tierra mojada, las calles empapadas y
solitarias, la brisa fría, el paisaje grisáceo y el aroma a chocolate caliente que
escapaba de las casas, contaban que el temporal se les había adelantado. Cuando
entraron a la finca, Gilda quiso retrotraer sus añoranzas, pero Lisa no la
dejó, soltando un discurso muy propio para los oídos del chófer:
-¡Ay, doña Gilda,
mantenga la calma! Seguro que doña Julia se va a poner mejor, tan pronto la vea
a vusté. Y, seguríiito que ya la cucha
Alfreda la tiene atendida, y vusté sabe cómo es su abuela de buena curandera.
Lo primero es cuidar su embarazo, mire que todavía le falta tiempo a esa cría
pa’ venir al mundo, ¿oyó?
Tan pronto las mujeres
desembarcaron, se metieron a paso apurado en la casa, dejando atrás a los
hombres del vagón, quienes a más de venir emparamados, se bajaron a ocuparse de
los equipajes y unas cajas con regalos que Gilda traía para su mamá, abuela,
hermanas y hermanos, sobre todo lo cual habían tomado la previsión de amarrar
una lona.
El cuadro que las dos
muchachas encontraron en la habitación de Julia era una representación trágica:
en la cama, Julia estaba tendida boca arriba, con los ojos cerrados, los labios
entreabiertos, un paño húmedo en la frente y tapada de la cintura a los pies
con una manta gruesa. Mientras, Alfreda estaba sentada junto a ella y, con
varias ramas en las manos, le cruzaba el cuerpo, desde los pies, hasta la frente
y de izquierda a derecha; con los ojos cerrados y murmurando una oración.
No obstante, la
composición se trastornó unos minutos después de que la cucha Alfreda supo que, a sus espaldas, sólo Gilda y Lisa estaban
en la habitación. Entonces, Julia se incorporó, como si nada, para sentarse en
la cama; y Alfreda, soltando sus ramas sobre la mesa de noche, se levantó y
corrió al abrazo de su nieta y de Lisa.
-Mire que hasta artista
me he vuelto por usted y todavía no viene a saludarme, sino que primero saluda
a su abuela… ¡Aah, cómo le parece?- Dijo Julia, en baja voz, levantándose del
todo e incorporándose al grupo de mujeres.
Después de los abrazos y
saludos en susurros, Alfreda empezó a explorar la barriga de Gilda, la miró a
los ojos y le dijo:
-Dos cambios de luna,
mija. Ese es el tiempo que nos queda para su alumbramiento.
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Esa noche Gilda no pudo
conciliar el sueño. Estaba de nuevo en su cuarto y le era imposible oponerse a
los recuerdos. Decidió levantarse y abrir la ventana, que daba a la parte
trasera de la casa.
La luna en creciente, la
penumbra y los visos sombríos de la vegetación, el viento húmedo, el canto de
grillos, el croar de las ranas, el zumbido de zancudas, el titilar de
luciérnagas y ladridos lejanos, parecían redoblados por el evidente regreso de
la lluvia que, aquel día, ella podía vivir en el olor a tierra mojada.
Por allí acostumbraba a
presentarse Baldomero, al filo de la media noche, para dejarle papelitos en el
quicio del ventanal, con las señas de una nueva cita; y retirarse, tras darle
dos golpes secos al marco, avisándole
que tenía una nota. Muchas veces, Gilda presentía su presencia, abría
los ojos y se quedaba esperando los toques acordados, refrenando el impulso de
saltar de la cama, abrir el pórtico y meter a Baldomero en su lecho. Todo
porque debía guardar su virginidad para el día en que se casaran, aunque ella
quería regalársela antes.
Pero, Baldomero la
respetaba mucho. Así se lo decía cuando, al empuje de las emociones, durante
sus encuentros clandestinos en los recovecos del río, se descubría encima de
ella, tocando sus partes y con el miembro rígido. Él saltaba, se apartaba, le
pedía perdón por adelantarse al matrimonio y explicaba: “Gilda, es que yo a
vusté la respeto mucho.”
Fue a ella a quien se le
ocurrió casarse simbólicamente entre ambos, con el Río Chucurí de testigo,
porque “yo estoy muy enamorada y quiero demostrárselo”, le había dicho a
Baldomero una tarde, cuando estaban de pie sobre una gran piedra, contemplando
el torrente, mientras él la abrazaba por la espalda y le acariciaba el cabello
con el rostro.
A Baldomero, que moría
en deseos por fundirse con ella, la idea le pareció hermosa. Y una semana
después, allí mismo, hicieron su ceremonia privada de casamiento, y dieron
rienda suelta a lo que tanto ansiaban. Para Gilda, el placer de su primera vez
fue más idílico que carnal. Todo había sido muy rápido y doloroso, marcado por
el temor, el ansia y la inexperiencia juvenil de él; más los pudores de ella.
Y, aunque se encontraron para hacerse el amor, dos veces más, y Gilda sintió
goce, no llegó a conocer el orgasmo con Baldomero.
-¿Y todo para qué?- se
dijo, mientras sus ojos soltaban sendas lágrimas que sólo la noche veía brillar.
No pudo más que reprocharse la ingenuidad y el prejuicio que le impidieron
descubrir el clímax con el hombre al que deseaba, para terminar recorrida hasta
el cansancio por un extraño, a quien tenía que fingirle emociones y reconocerle
una paternidad que le era ajena.
Suspiró, secó sus lágrimas y cerró la ventana de un golpe.
-¡Pa’ qué llorar sobre
la leche derramada- se dijo, y volvió hacia la cama, encendió la lámpara que
centraba su mesa de noche, cogió el bolso de mano que había tirado allí cuando llegó,
y sacó un libro que no había empezado a leer: “Aura o las violetas”, regalo de Mercedes, junto a “Flor de Fango”,
cuyo autor, José María Vargas Vila, era considerado un “maldito”, según le
había dicho Mercedes, porque “cuando una lo lee, se da cuenta que toíticas las
desgracias que vivimos las mujeres y la gente pobre, no son culpa de una, sino
de la iglesia y de esos hijuepuercas que gobiernan… por eso es bueno leer… eso
me lo enseñaron allá, las compañeras del Cuarto Patio…¡Pa’ que vusté se fije…!”
Gilda se sentó en la
cama con la obra en la mano, acomodó sus dos almohadas tras la espalda y se
dispuso a empezar la lectura de aquella novela. En un momento, suspiró,
recordando a Luisa, la protagonista de “Flor de Fango”, a quien había admirado
y sufrido, en su grandeza y tragedia; aunque, sin haberla meditado mucho.
Entonces, le brotó una reflexión:
-Yo no soy esa pureza. Y
si me voy a vengar de todo esto, tarde o temprano. No voy a terminar como
Luisa.
Los movimientos de su
vientre, que se habían vuelto más intensos, sobre todo por las noches, la
sacaron de su abstracción. Apartó el libro de sus manos, dejándolo a un lado de
la cama, y comenzó a sobar su barriga, para calmarla. Luego, ocupó la mente,
tratando de adivinar qué había urdido la cucha
Alfreda para lograr que su parto pareciese adelantado. Unos minutos después, le llegó el sueño, estiró su
mano derecha, apagó la lámpara, se reclinó y se durmió.
Sus dos hermanas, Carmen
y Anabel, la despertaron con el canto de los gallos. Querían agradecerle los
vestidos y las mogollas rellenas de arequipe que les había traído; aunque, más
que otra cosa, satisfacer sus curiosidades sobre la vida de casada que Gilda
llevaba. Sobre todo, Carmen, quien ya contaba diecinueve años y todavía no
había encontrado un pretendiente que la enamorara y la hiciera feliz,
ofreciéndole matrimonio; como imaginaba que había sucedido con Gilda.
-Normal, así es mi vida
ahora, como la de las mujeres cuando se casan… cuando ustedes se casen, se
darán cuenta de cómo es eso- les dijo Gilda a sus hermanas, dándose cuenta de
la decepción que les produjo con esa respuesta; pues, el color verdeazulado de
los ojos de ambas, sufrió un bajón en su brillo, que los hizo parecer grises;
luego, Carmen y Anabel, cruzaron sus miradas y guardaron un silencio monótono,
que Gilda entendió como un saber, más allá de lo aparente.
-Tengo hambre. ¿Ustedes
no? Por qué no vamos a ver qué hay de desayuno, ¿sí?- les dijo, a continuación,
tratando de superar aquella incomodidad que volaba en el ambiente.
Media hora después,
Gilda desayunaba en la mesa de mujeres, con sus hermanas y la cucha Alfreda, como era costumbre en
aquella casa; pues, sus hermanos salían antes de que despuntara el sol a
ocuparse del ordeño y el trapiche; entonces, sus desayunos eran servidos cuando
retornaban, y si Edgardo Pinzón estaba en casa, igualmente, salía madrugado con
sus hijos, y con ellos desayunaba, al retorno.
-¿Abuela, cuándo se
podrá levantar mi mamá?- preguntó Carmen, mirando a la cabeza de la mesa, el
puesto vacío de Julia.
-En unos días, mijita.
Julia es una mujer fuerte, ya pronto la veremos, otra vez, montando por estos
lares, no se preocupe.
Mientras su abuela,
Carmen y Anabel, disfrutaban de la changua, las arepas de queso, el chocolate
caliente y los panes de yuca; Gilda se fijó, por primera vez, en el fenotipo
familiar: no cabían dudas de que eran una misma estirpe, tenían rasgos y gestos
tan similares que, nadie que conociera a su madre y padre, podría poner en duda
la paternidad de Edgardo Pinzón.
Aunque, ella y sus
hermanas habían sacado el perfil y talla de Julia: eran blancas porcelana, con
los cabellos delgados y ondulados, de mediana estatura, y delgadas; las tres
muchachas habían heredado, de su padre, sendos ojos grandes y verdeazulados;
pues, Julia los tenía amarillos y alargados, como una gata.
Y, en cuanto a sus
hermanos, las dudas sí que no tenían por dónde asomar, todos eran la estampa de
Edgardo: altos, fornidos, de cabellos cobrizos y lacios, tez rubicunda, nariz
arabesca, labios gruesos y ojos idénticos en tono, fulgor y vibración.
-¿Quién sería mi
abuelo?- se preguntó por primera vez Gilda, pues, habían crecido con una abuela
a la que siempre vieron sola, y todo lo que sabían del abuelo materno era que
había muerto, estando Julia recién nacida. Y, Julia no se parecía físicamente a
la cucha Alfreda, esta era alta,
corpulenta, trigueña, de cabellera recia, ojos redondos y acafeinados; lo que
llevó a Gilda a imaginarse el perfil del desconocido ancestro como un símil
masculino de su madre.
-¿A quién se parecerá mi
cría?- siguió interrogándose en silencio. Sentía que tendría los ojos como
Baldomero, pero… ¿y su rostro, y su talla? Baldomero era, apenas, un poco más
alto que ella; su cuerpo era tallado y sus brazos delineados. En cambio, Víctor
era alto, de espaldas anchas, pecho prominente, abdomen pronunciado y brazos
rudos. Ambos eran velludos y tenías los cabellos oscuros y abundantes.
-Podría parecerse a mí,
¿por qué no?, de pronto es una niña- se dijo, suspirando profundamente.
-Ya está listo el desayuno
de doña Julia- oyó decir a Lisa, quien venía cargando una bandeja con consomé
de gallina, arepas de maíz tierno, adobadas con panela y anís; pan, huevos
fritos, chocolate humeante y una ración de hormiga culona, medicada por Alfreda
como remedio infalible para reponer fuerzas. A continuación, vio cómo la cucha Alfreda se levantó con apremio
para acompañar a Lisa a llevar los alimentos.
-¿Podemos ir con usted,
abuela?- preguntó Anabel.
- Sí, claro. Bueno, la
única que no puede ir es Gilda, porque todavía le falta acabarse el caldo.
Termínese todo el desayuno, mija, no vaya a dejar nada, mire que usted tiene
que comer por dos. Y, luego, vaya a ver a su mamá. Allá la esperamos.
Gilda sonrió y asentó
con la cabeza.
Un rato después, estando
en la habitación de Julia, y cuando sus hermanas fueron enviadas por la cucha Alfreda a la cocina, para ayudar a
Lisa y a las muchachas en la preparación del almuerzo; Julia se incorporó con
una gran sonrisa, se levantó y fue hasta su mesa de noche, abrió la gaveta y
sacó una bolsa tejida en colores verde y amarillo, que estaba anudada con una
cinta azul cielo.
Se arrellenó entre la
orilla y el respaldar de la cama, y llamó a Gilda, quien se balanceaba en una
mecedora de madera y palma. Gilda miró a su abuela, sentada frente a la cama,
en un mueble acolchado con estructura de listones, y esta le hizo un gesto de
invitación a sentarse con su madre, a lo que la muchacha respondió,
levantándose de inmediato, yendo a juntarse con Julia.
-Mire, mija, yo sé que
usted está resentida conmigo, porque yo no me opuse a la decisión de su taita
de enmaridarla con don Víctor- le dijo Julia, tomándole las manos y mirándole a
los ojos. Gilda quiso revirar, pero, Julia no la dejó, soltándole otra
retahíla.
-No me proteste, que yo
sé que es así. Fíjese que usted sólo invitó a su matrimonio a la cucha. Yo lo supe, porque don Víctor le contó a su taita que lo
único que usted le pidió para casarse era que su abuela estuviera ese día. ¿Sí
o no?
Gilda bajó la mirada y asintió. Julia prosiguió:
-Igual, yo fui, porque
aunque usted no me quisiera ver ese día, yo tenía que echarle mi bendición.
Además, yo soy su mamá, yo la parí y la crié, sé cómo es usted, y siento su
resentimiento cuando me mira y me habla. No importa, yo la entiendo. Pero, quiero
que usted me entienda a mí. Yo sólo he querido su bien, como quiero el bien de
todas sus hermanas y hermanos. Quiero que me perdone y no me guarde rencor,
mija- tras lo cual, Julia se desbordó en llanto, soltando las manos de su hija,
para cubrirse el rostro con las suyas.
Gilda se conmovió, desencajó
un par de lágrimas y abrazó a su madre, ante la mirada fija y silente de
Alfreda. Tras un momento de abrazos lacrimosos, ambas se calmaron y limpiaron
sus mejillas humedecidas, con las manos. Gilda le sonrió a su madre con ternura
y eso bastó para que Julia se sintiera redimida. Entonces, tomó la bolsita
tejida que había sacado de la mesa de noche y puesto a su lado izquierdo, sobre
la cama, y se la colocó en las manos a Gilda, diciéndole:
-Ese es mi regalo para su hijo, mi primer nieto. Es el vestidito
que le puse a Edgardito, su hermano mayor, cuando nació. Yo misma lo bordé.
Gilda abrió la bolsita y sacó el trajecito bordado en lana, de
color azul celeste, con cintas de satén en tono verde agua. Era un enterizo con
cofiecita, mitones y escarpines. Sus ojos se iluminaron y sus labios volvieron
a sonreír. Miró a su madre y le dijo:
-¡Gracias, mamá, está
hermoso!
-Es azul, para
varoncito, porque yo sé que usted va a tener un niño, como yo siempre supe que
mi primer embarazo era de un niño. Aunque la cucha, aquí presente, no nos haya dado su pronóstico, yo estoy
segura de que será varón, porque esa barriga suya, puyuda, es de niño. Además,
usted está casi igualiiita, mija, no ha engordado. Si fuera una niña, estaría más
gorda de las nalgas y las piernas, y la barriga sería redonda. Yo sé lo que digo, yo parí a diez…
Gilda se volvió a su
madre con otro abrazo, luego, miró hacia Alfreda, quien seguía callada,
viéndoles. La cucha se levantó de su
cómodo sillón y fue hasta la cama, tomó a Gilda de los brazos y la puso de pie;
le colocó sus dos manos sobre el vientre, cerró los ojos, respiró profundo y se
evadió unos segundos. Abrió los ojos, volvió a respirar, miró de frente a Gilda
y, asentando con la cabeza, le dijo:
-Sí,
mija, es un varón. Su mamá tiene razón.
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Casamiento de élites
(Tiempo y sombras)
Cuando Aureliana vio llegar
al trío integrado por Edgardo, Dámaso y Benjamín, sintió un alivio, porque supo
que Víctor Landaeta tendría razones para entretenerse en Barrancabermeja,
mientras la cucha Alfreda lograba
pasar por adelantado el parto de Gilda; pues, esa juntanza en la casa
significaba unos cuantos días de jolgorio.
Sin embargo, una punzada le
aceleró el corazón cuando, al acercarse para servirles chicha, logró escuchar
las motivaciones que, esta vez, tenía el trío al venir en búsqueda de Víctor:
estaban organizando una conspiración para derrocar al General Gustavo Rojas
Pinilla.
Nuevamente, las élites rojas
y azules iban a casarse para seguir imponiendo su sombra en los destinos
nacionales. Así lo entendió ella en el preludio de aquella reunión, cuando
escuchó a Benjamín, el potentado de la navegación por el Río Magdalena, decirle
a su patrón:
-Andamos organizando el Frente Civil, por órdenes del ex presidente Alberto Lleras Camargo, porque al General hay que derrocarlo. Ya
esto no se puede aguantar más. Fíjese, él ya está formando su propio partido,
la tal Tercera Fuerza, que la mentan
dizque Movimiento de Acción Nacional.
¿Y quiénes andan por todo el país en esa vaina? Los puros gaitanistas y
comunistas… Y con el
discursito del fulano binomio pueblo y
Fuerzas Armadas, dizque para respaldar
la obra del Gobierno, a nombre de todos los partidos y clases. ¡Nooo, qué
pingos! Eso ya está cogiendo color de hormiga. Si nos descuidamos, nos
instauran el comunismo ahí mismito…
Víctor Landaeta, haciéndose
oídos sordos ante aquella arenga, dirigió su mirada sobre Edgardo, su suegro, y
saltó con otro tema:
-Oiga, yo creía que usted
estaba con doña Julia. ¿No dizque está muy grave la suegra? Gilda se fue para
allá, con todo y lo barrigona que está. ¿O es que ya se mejoró o qué, que usted
anda por Barranca?
-No, pues, que esa mujer es
muy fuerte… yo allá no hago nada. No ve que allá tiene a la cucha Alfreda, que esa vieja sabe más de
curaciones que este pingo, con todo y título de doctor que se sacó- contestó
Edgardo, señalando a Dámaso- tras lo cual, todos soltaron la risa.
-Sí, pues, por eso lo mandé
a buscar, porque este pingo está en zona roja, y necesitamos que ponga pies en
polvorosa por allá, a ver si neutralizamos a los gaitanistas en San Vicente-
acotó Benjamín, poniendo de nuevo a jugar el tema que le interesaba.
Entonces, al no poder evitar
el asunto, Víctor trató de eludirlo, una vez más, con una socarronada:
-Bueno, pero, eso es usted y
el suegro que reciben órdenes del Lleras. A usted se le olvidó que, acá, los
Landaeta, no obedecemos a los liberales. ¡Pingo! A nosotros que nos venga a
hablar el ex presidente Laureno Gómez, ese es el jefe nuestro. ¡Ahh, pues!
Tras lo cual, les hizo
levantar de la sala y ordenó pasar al recinto donde solía encerrarse para
atender asuntos de negocios, construido como un zarzo, sobre el pasillo que
comunicaba la sala y la cocina.
Así que Aureliana percibió
la gravedad de las cosas, porque conocía los rumores sobre una lianza que Alberto
Lleras y Laureano Gómez estaban tramando para repartirse el poder entre
liberales oficialistas y godos.
También, comprendió
que su patrón, para asuntos de política, no se fiaba de ella; todo porque era
la esposa de Félix Gómez Plata, pariente de Rafael Rangel Gómez, quien había
liderado la Comuna Bermeja, la toma de San Vicente de Chucurí, y
dirigido la guerrilla que se armó en la zona, tras el asesinato de Jorge
Eliécer Gaitán. No obstante, aunque se habían acogido a la pacificación, y
Félix nunca se alzó en armas: era un hombre dedicado a la familia, la
sobrevivencia y el tiple, “los godos la llevan a una en visto”, se dijo
Aureliana, para sus adentros.
-Mire, Aureliana, a
no ser que sea una emergencia, que nadie se asome por allá arriba. Eso sí,
mande a preparar un buen mute, para cuando terminemos. ¡Ah! Lo que si le
encargo es que, ahorita, nos mande una jarrita de chicha, así tenemos fuerza
con que garlar.
Ese que “nos mande” le quedó
muy claro a Aureliana. Ella conocía las formas en que su patrón daba órdenes:
quedaba tácito que no quería su presencia en esa reunión, ni siquiera para
servirles chicha. De todas maneras, ya el anuncio estaba dado y ella sabía lo
que debía hacer.
Así que, sin parar en
mientes, procedió a cumplir las disposiciones de Víctor Landaeta, a su manera,
claro: les mandó la chicha con Dalia, su hija menor; mas no “ahorita”, sino
media hora después, para que algo de conversa hubiese avanzado; y la chiquilla,
con la inmensidad de sus ojos azul turquí y la sutileza de sus rosadas orejas,
pudiera captar algo de lo conversado por aquella cofradía.
Dalia era todavía una púber,
de configuración delgada, con pechos que
sólo asomaban dos botones, y caderas semejantes a una extensa llanura demarcada
por el roce de su larga cabellera, recogida en dos trenzas anudadas con lazos
de satén brillante, que saltaban al ritmo de su andar desprevenido. No
obstante, Aureliana se había ocupado de madurarla viche en malicia, como a sus
otras cuatro hijas, porque “el camino es culebrero”, decía ella, refiriéndose a
la vida.
Así fue como Dalia, quien
irradiaba candidez en el semblante y simplicidad en su figura, logró moverse en
aquel recinto, sin romper el ambiente de confiabilidad en que se sentían los
congregados, quienes conversaban apasionadamente, mientras aspiraban tabaco; arrellenados
en sillas de cedro acolchadas en espaldares y posaderas, dispuestas alrededor de una mesa ovalada,
tallada en la misma madera, y barnizada de caoba oscuro brillante, que se
ubicaba a un costado del salón.
Luego de tocar la puerta y anunciarse,
diciendo: “Don Víctor, mi mamá les mandó la chicha”, a lo que él contestó con
un simple “pase”; Dalia dio vuelta a la aldabilla, asomó con una gran bandeja
en las manos, entró y se acercó a la mesa para servirles; procediendo antes a
colocar un mantelito central y varios individuales que traía en la bandeja, sobre
los cuales ubicó la jarra de chicha y los vasos, cosa que hizo con toda la
parsimonia que pudo, sin interrumpir la conversación que halló iniciada y que
prosiguió, como si ella no estuviese ahí. Seguidamente, rodeó la mesa, mientras
servía a cada uno la bebida, desplazándose en silencio, por detrás de los
reunidos y con el perfecto glamur que imponían las convenciones.
El único que pareció
turbarse con su presencia fue Dámaso, quien se distrajo reparándola de pies a
cabeza, y cuando la tuvo cerca, sirviéndole la chicha, comenzó a moverse
compulsivamente en su silla, al tiempo que restregaba las manos sobre sus
rodillas, refrenando los impulsos que sentía hacia las niñas en despunte.
Sin embargo, Dalia disimuló
la incomodidad que aquella actitud le produjo. Estaba ahí para cumplirle un
encargo a su madre, y no iba a “salir con las babas”, tal como se lo había
advertido Aureliana. Además, sabía que los reparos de Dámaso nada tenían que
ver con su misión, porque no era la primera vez que vivía esa situación con el
doctor. Siempre era lo mismo con él, cuando la veía. Por eso, durante las
parrandas de Víctor y sus compinches, pocas veces asomaba por la sala.
-Hotel Pipatón, Casa Cural
y paro de la flota, era lo que estaba
escrito en el cuaderno que tenía don Benjamín, mamá- le informó Dalia a
Aureliana, tan pronto bajó a la cocina.
Además, le comentó que
“estaban diciendo, don Edgardo y don Víctor, algo como de contar a las mujeres
en las haciendas de Zapatoca y San Vicente, de llevar unas ayudas con doctores
y medicinas… ¡Ah! y trancar las vías, también…y no sacar nada para las plazas
de mercado ese día… que si tocaba, tocaba…que con la leche agria, en últimas,
hacían dulce…”
-¡Hummm, más claro no canto
un gallo, mija!- le dijo Aureliana a su niña.
Y, se explicó para sus
adentros: “claro, como ahora sí las mujeres tenemos derecho al voto, entonces,
nos quieren entretener con atenciones, para que no vayamos a elegir… y por si
las moscas, se van a ir de paro… grandísimos jijuepuercas…”
Más que suficiente
fue para Aureliana aquella información, aunque no logró entender eso del “Hotel
Pipatón”. Lo de la Casa Cural, no le
pareció raro, porque la Iglesia se había declarado contra Rojas Pinilla.
Entonces, al día siguiente, aprovechando que era domingo, salió con una cesta en el brazo hacia la Plaza de Mercado Central a comprar “hojitas, fósforos de palito y demás vainitas que faltan en la cocina”, como acostumbraba todas las semanas. Al pasar por un puesto de frutas que estaba en frente del Mercado Central, se paró, saludó a la menuda mujer que lo atendía, compró tres kilos de borojó, y al pagarle, le dijo:
-Manuela, revise bien los
billetes, a ver si le di completo.
-No se preocupe,
Aureliana, que usted es de confianza- le contestó Manuela, procediendo a
guardarse el bultico de billetes entre los sostenes. Lo que le dio certeza a
Aureliana de que estaba hecho el mandado, porque Manuela guardaba la plata de
las ventas en los bolsillos de su delantal.
Un
rato después, cuando ya Aureliana iba de retorno, y mientras el puesto estaba
sin clientela, Manuela se sacó el bultico de billetes que guardaba entre sus
pechos, lo abrió con cuidado, extrajo un papel donde Aureliana había escrito
todo lo que el día anterior ella y Dalia vieron y escucharon, lo leyó con
detalle, lo dobló y volvió a guardarlo entre sus senos, con una mirada lejana
que advertía preocupación.
Cuando Aureliana regresó a la casa, encontró a Víctor Landaeta subiendo un pequeño maletín a la camioneta, “rumbo a Zapatoca… dígale a Félix que mañana lo mando a buscar para que me ayude allá con un ganado que hay que sacar…”, le dijo, tan pronto la vio asomar en la entrada.
-Listo, don Víctor,
ahoritica le digo, ese debe estar desayunando ya. ¡Buen viaje!- le contestó,
con un suspiro interior, por lo que eso significaba.
Por un lado, estaba
segura de que su patrón volvía a Zapatoca para notificar a su padre lo que
andaban complotando, ya que Antonio Victorino Landaeta era conocido en la
organización de chulavitas. De otra
parte, ese viaje era muy oportuno
para Gilda: el hombre no pensaba aparecerse por San Vicente en los próximos
días, la cucha Alfreda tendría la
tranquilidad que necesitaba para resolver el entuerto del parto adelantado. Así
que concluyó:
-No
hay mal que por bien no venga…
Imágenes: Pinterest y archivo
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Un canto a la luna
(Ofrenda ancestral)
La última noche de octubre, ante
un cielo despejado y el esplendor de la segunda luna llena del mes, Alfreda
convocó a su progenie de mujeres para encauzar sus arrestos hacia el nacimiento
del hijo de Gilda; citándolas en los divinos parajes donde la puebla Yariguíe
seguía existiendo, soberana y poderosa, en las figuras milenarias que sobre gigantescas
rocas hubieron tallado, previendo la tenebrosa negación de la barbarie colonial.
Acudieron todas. Julia,
Carmen y Anabel, unidas por el vientre y la sangre. Lisa, vinculada por la
esencia y el devenir.
Vinieron ataviadas con
vestidos elaborados por sus mismas manos, a manera de mantos, traslúcidos,
ligeros, amplios; debajo de los cuales sólo estaban sus pieles, ninguna prenda
que sujetara torsos, oprimiera vientres, ni enclaustrara genitales.
Llevaron sus cabellos
sueltos, libres para moverse al antojo de la naturaleza. A
sus pies, los trajeron desnudos, supremos en su poder de conexión con la
tierra. En sus rostros, dibujaron al animal con que cada una sentía identidad y
le dieron vida con el matiz de sus preferencias.
Así, Alfreda trajo en su faz
la fuerza y sagacidad de una felina atigrada; Julia, resaltó sus rasgos de gata
montesa; Carmen relumbraba con la fosforescencia verde de una colibrí que
dibujó en sus mejillas; Anabel estaba en blanco y negro, tal como la osa de
anteojos que sentía ser; Lisa sombreó sus párpados en ocre, delineó los ojos
con negro, y matizó de blanco y gris el resto del rostro para mostrar su
identidad de loba. Mientras, Gilda plasmó en su rostro una gran mariposa azul,
con el cuerpo sobre su nariz, antenas en la frente y alas desplegadas en las
mejillas.
Todas acarrearon guijarros
diversos en forma, textura y gama, pedidos en préstamo al Río Chucurí. También,
llevaron pétalos de rosa y ramos de hortensias moradas, sal, arena, velas,
cerillas, canela, miel, hojas secas de orégano y aceite de romero.
Alfreda ubicó a Julia,
Carmen, Anabel y Lisa, en un gran círculo. A Gilda la tomó del brazo, apartó y
situó al centro del redondel. Desde allí, con una vara de almendro, comenzó a
trazar una espiral en sentido levógiro, que abría frente a los pies de su nieta,
y llegaba hasta la órbita donde había ubicado a las demás, justo frente a los pulgares
de Julia.
Luego, volvió al centro y
esparció la sal sobre la espiral, siguiendo el trazado. Asimismo, colocó en
aquellas curvas la arena, las piedras, la canela, el orégano seco, los pétalos
de rosa, las hortensias y las velas, a las que sumergió en el aceite de romero,
antes de ir encendiéndolas, en el sentido y dirección delineada. Por último,
tomó la miel y ungió con esta los labios de todas, empezando con los de Gilda y
dejando para último los de ella.
Entonces, regresó al inicio
de la espiral y colocó el cuenco con la miel restante, frente a los dedos de
Gilda. Hizo de nuevo el camino, hasta llegar ante los pies de Julia, punto más
elevado de la hélice, y salió del espacio.
Estando fuera, se separó
unos pasos de las espaldas de Julia, Carmen, Anabel y Lisa, levantó sus ojos y
brazos hacia el cielo, y comenzó a caminar, siguiendo la órbita, mientras de su
garganta brotaba un cántico que Julia, Carmen, Anabel y Lisa, comenzaron a
seguir en coro, elevando sus miradas y brazos, tal como Alfreda:
Madre Luna
hoy vinimos
todas,
Madre Luna,
a contemplar tu
noche
a sentir tu luz,
a pedir por una.
Madre Luna,
aquí estamos todas,
ofrendando un
canto,
todas somos una.
Madre Luna,
dale tu energía,
a quien de
nosotras,
pronto tendrá un
parto.
Madre Luna,
ella como tú,
también, será
madre,
y debe dar luz.
Madre Luna,
oye nuestro
canto,
dale tu energía,
alumbra su
parto.
Madre Luna,
aquí estamos
todas,
ofrendando un
canto,
todas somos una.
Mientras las voces de
Alfreda, Julia, Carmen, Anabel y Lisa, se fueron concertando; el silbido suave
de la brisa acompasó la melodía del coro, un búho ajustó las notas de su ulular,
para unirse al conjunto; y los remolinos del Chucurí doblaron en percusión
sobre las piedras, otorgando un ritmo ebrio que irrumpió en los sentires de todas
y se volvió movimiento compulso de piernas, pies, brazos, manos, caderas,
cintura, pechos, cuellos y cabezas; surgiendo una danza tribal que las rotaba
sobre sí mismas y en torno a la órbita que las concentraba.
Gilda, quien había
permanecido observando, desde el centro de la espiral, no pudo sustraerse ante
aquella inusitada verbena que fluía en el espacio y convidaba a su cuerpo a bailar
en perfecta armonía con las voces femeniles de su prosapia y el acompañamiento
de la natura que, en aquel momento, brillaba con la luz intermitente de un
centenar de luciérnagas alzadas en vuelo sobre sus cabezas. Así que, dentro de
su círculo, sintiéndose liviana y feliz, comenzó a danzar, sobre sí misma y alrededor
de la órbita que la centraba.
Allí estuvieron todas, en
una especie de libertad suprema colectiva, cantando, bailando, riendo y
sudando, tras la voz de Alfreda; hasta que sus cadencias se fueron
ralentizando, pasando al murmullo y terminando en un mutis, recogido en estática
colectiva que el entorno imitó.
La luna anunciaba el
encuentro entre noche y día. Julia, Carmen, Anabel, Lisa y Gilda, volvieron a
los lugares donde la cucha las había
ubicado al iniciar; tras lo cual, Alfreda volvió a entrar al espiral. Era el
momento de las ofrendas propias.
Alfreda recorrió la espiral,
siguiendo el sentido dado, se puso frente a Gilda y se despojó de un collar
tejido con fique, a la usanza Guane, de radiantes tonos azul y naranja, cuyo
centro, anudado en forma de rombo, ceñía una pequeña esmeralda; procediendo a
colgarlo en el cuello de su nieta, indicándole:
-Esta piedra no abriga
riqueza material. Es
símbolo de la esperanza, energía para la armonía entre cuerpo y pensamiento.
Tócala para recordar, soñar, desterrar miedos y mirar más allá del horizonte.
Después, le puso sus manos
sobre el vientre, cerró los ojos, respiró profundo, sintió los movimientos
fetales, y dijo:
-Vendrá tranquilo al mundo,
caminará lejos, sabrá saltar sobre infortunios y superar reveses. Espéralo serena.
Luego, se volteó y con un movimiento
de cabeza le indicó a Julia que podía acercarse. Julia llegó hasta ambas,
siguiendo el trazado, se ubicó a la izquierda de Alfreda, desprendió de sus
orejas los aretes colgantes, labrados con escobillo y decorados con plumas de pavo
real. Cuando los guindó en los pabellones de su hija, le explicó:
-Para que siempre recuerde la
fuerza que nos talla, y sienta orgullo de nuestra naturaleza.
Así, y en orden, situándose
la una a la izquierda de la otra, fueron acercándose Carmen, Anabel y Lisa.
Carmen ofrendó a su hermana una rosa amarilla que traía prendida sobre su
manta, del lado del corazón, a la que había embalsamado con resina de almendro,
deseando que “el amor y la luz nunca le falten a mi sobrino.””
Anabel le entregó una
pulsera hilada con algodón, donde colgaban cuarzos cristal y azabache “para que
el niño aprenda a moverse entre el día y la noche.””
Lisa se desprendió de una
argolla labrada en plata que tenía incrustada un pequeño granate, legado de su
difunta madre, ofreciéndola en “promesa de madrinazgo para con este niño y
quien le siga.””
Entonces, con la luna
anunciando el amanecer, Alfreda recogió el cuenco con miel para que todas
bebieran hasta terminarla. Luego, orientó levantar las piedras y devolverlas al
río; así como esparcir la canela, el orégano seco, los pétalos de rosa y las
hortensias, en rededor. Después, levantar las velas, soplar sus moribundas
flamas y dárselas para su tabernáculo de votos. Por último, con la varita de
almendro, deshizo la espiral, en sentido dextrógiro, al paso en que iban
saliendo de ella.
Para cuando el sol se hizo
soberano en el cielo y los gallos lo anunciaban, Gilda extraviaba la mirada por
el ventanal de su cuarto, descubriéndose como una crisálida, aún con el corazón
débil, sin fuerzas para romper el capullo y formando, estoicamente, las
inmensas alas que un día desplegaría.
Imágenes: Pinterest y archivo
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Suceso inverosímil
(Pasmo, angustia,
corazonadas y certezas)
-Mire, don Víctor no está.
Aunque, ya mismo le digo a Félix que vaya a buscarlo, él puede saber donde
hallarlo, porque ayer llegaron juntos de Zapatoca. Dígale a doña Julia que no
se preocupe, ese tan pronto lo enteremos, sale para San Vicente… Y, que Dios y
la Virgen van a salvar a la señora Gilda y a su cría, que tenga fe.
Tan pronto el hombre dio la
espalda para retornar a San Vicente, Aureliana suspiró profundo, se echó la
cruz y se dijo:
-¡Santísimo, que la verdad
sea otra!
Pero, los nervios la seguían
asaltando, así que salió embalada para la cocina, donde Félix estaba abrigando
el café para acompañar un par de mestizas, según su costumbre de media tarde.
Tan pronto lo vio, le dijo:
-Mire, Félix, cómase ese
mecato rápido, y váyase a buscar a don Víctor, porque un peón de doña Julia,
que llegó hace un tantico, dice que a la señora Gilda la mordió una mapaná. Y,
según el hombre, que dizque vio a la culebra, dice que si la señora Gilda se
salva, es un milagro, que la condenada
esa era un culebrón. ¡Imagínese eso!
-¡Oora,
qué va a ser! Si las culebras no muerden a las mujeres piponas. Vusté como que
entendió mal, mija- contestó Félix, con la boca medio abierta, mientras
mordisqueaba una mestiza y se servía el café.
-¡Ojalá, mijo! Eso le dije
yo a él, que si había entendido mal, que la señora Gilda no podía ser, porque
estaba barrigona. Y… pues… el hombre dijo que sí, que a ella… y me echó toítico
el cuento.
-¡Hijuuepingo, mucha sal! Eso
sí es muy raro.
-Él contó que la señora
Gilda estaba durmiendo y sintió calor, que se levantó y abrió la ventana, que
volvió y se acostó, que se quedó fundida y se despertó asustada, que sintió que
se le estaba moviendo la cama, que se quiso parar y no pudo, que algo le estaba
cogiendo una pierna, que jaló la pierna y ahí fue cuando la animala le clavó
los colmillos… que empezó a gritar y toítico el mundo la oyó, y la casa se
alborotó… que la cucha Alfreda
apareció por el patio con la mapaná, la traía muertica, enrollada en el cuello
y le llegaba hasta los pies…que de lo más raro, mijo: dizque la culebra se
murió solita, después que mordió a la señora Gilda… ¡Huy, no, no, no, no!
¡Virgen santa, se me paran los pelos!
Tras oír aquello, Félix se
embutió las mestizas y se tomó el café de un solo sorbo, llevó la taza hasta el
lavaplatos y salió hacia el patio, en marcha para buscar a su patrón.
-¡Hústele! Y la vaina es pa’onde
cojo a buscar a don Víctor. Toca ir a mirar al Hotel Pipatón, será- se dijo en voz alta.
-¿Y eso pa’ ese Hotel por
qué, Félix?- inquirió Aureliana, tocada por la intriga que tenía pendiente,
desde la conversación que había espiado Dalia.
Félix se dio la vuelta y le
contestó, bajando la voz:
-Por lo que oí, ahí van a
llegar unos pesa’os de Bogotá…
-¡Ahh, ya…! Pero, mire, no
pierda tiempo, Félix. Mejor, váyase para el barrio de las mujeres públicas, ese
seguro anda por allá, en el Cuarto Patio- le dijo Aureliana.
-¡Ajá! ¿Y vusté cómo sabe
que anda es en esas, y no en las otras? Mire que todas estas semanas se la ha
pasado en jijuemil vainas…- calló, se le acercó, en baja voz y asintiendo con
la cabeza, agregó: “por la joda esa del Frente
Civil…”
-Pues, yo tengo eso que
llaman corazonada, mijo. ¡Hágame caso!-
fue lo que Aureliana atinó a contestar.
Un rato después, cuando
Félix vio al Volkswagen Escarabajo de
su patrón, aparcado frente al Cuarto Patio, confirmó que era bueno atender las corazonadas de su mujer.
Lo que Félix estaba lejos de
saber era que, toda corazonada emergía
de una cadena entrelazada por la tercera
mano, hilvanada por tejedoras invisibles, como Mercedes y Aureliana, concertadas
en aquel momento para entretener a Víctor Landaeta en Barrancabermeja, mientras
la cucha Alfreda resolvía el lío del
parto de Gilda.
Por lo cual, Mercedes había
pedido a su amiga de siempre, La Paisa, quien seguía regentando al Cuarto
Patio, que se inventara algo para retener a Víctor Landaeta por unos días. A La
Paisa le resultó conveniente y fácil la tarea. Primero, porque el Cuarto Patio
estaba viviendo un ocaso, debido a la cantidad de mujeres venidas a
Barrancabermeja para ejercer el oficio, y la consecuente apertura de cafés y
sitios nocturnos, donde se ofertaban placeres sexuales.
De otra parte, acababa de
regresar Dominique, una sicodélica y cuarentona francesa que aparecía en
Barrancabermeja los fines de año, tras cerrar un tour por Venezuela, Brasil y Argentina. Y, Víctor Landaeta era uno
de los asiduos clientes de “Mon Amour”,
como era conocida Dominique. Además, ella gustaba de atenderle, no sólo porque pagaba
su precio sin remilgos; también, por la esplendidez con que la trataba, enviándole
obsequios o comprándole encargos.
Así que La Paisa se inventó
la “Semaine Françoise del Cuarto
Patio”, con menú al gourmet que
incluía cassoulet, crepes, raclette, fondue, champagne y
coñac; un espectáculo al estilo Mouline
Rouge, donde Dominique exhibiría su gran talento para cantar y bailar;
además, al cierre de cada noche, se realizaría una subasta por la compañía de “Mon Amour”, hasta el amanecer.
La emoción por innovar sus días,
mejorar los servicios y cambiar sus estéticas, despertó ingenio y habilidades
entre las mujeres del Cuarto Patio, a quienes parecía estarles embistiendo un
tiempo de hastío.
Así que, con ayuda de
Dominique y siguiendo su orientación, algunas se encargaron de recrear un cabaret en el salón que usaban para la
recepción de clientes especiales. Mientras, La Paisa, recetas en mano, se ocupó
de orientar a las dos mujeres de la cocina para que el menú saliera lo más
afrancesado posible.
Otras, hicieron vestuarios, desbaratando
y componiendo atuendos, pelucas y tocados, que “Mon Amour” usaba en sus tours.
También, dedicaron horas de su descanso matutino para aprender pasos, movimientos y ritmos, con los que dieron vida a extravagantes
y sensuales coreografías.
Entonces, pusieron a correr
la voz y la “Semaine Françoise del
Cuarto Patio” se volvió suceso en el puerto petrolero, llegando a los oídos de
Benjamín, Dámaso, Edgardo y Víctor. Ahí estaban juntos esa tarde, cuando llegó
el calamitoso llamado de San Vicente.
Félix, con el alma en vilo
por la noticia que llevaba, se acercó al Volkswagen
Escarabajo, tan pronto vio al chófer dentro, y a otro de los custodios de
Víctor, afuera, de pie, recostado en una de las paredes del Cuarto Patio,
aspirando tabaco.
-¡Quiubo, viejo, qué pajó,
vusté por estos lados? Cuida’ o lo pilla
su mujer, porque esa sí que lo capa de una.- le dijo el custodio a Félix, con
una risotada, tan pronto lo vio venir.
Félix, con el rostro
sombrío, ignoró el comentario y le soltó sin reparos la razón de su presencia
allí.
-¡Huy, no, no, no, no! Usted
si es más atravesa’o que la iglesia ’e Vélez. Con lo enfiasta’o que está el
patrón ahí, y venirle con esas…
-¡Hústele! ¿Y cómo le hago? Tocó
dañarle la fiesta. Imagínese, si no le aviso… es pior...me toca poner pies en
polvorosa...
No menos de media hora
estuvo Félix afuera del Cuarto Patio, tras la entrada del custodio al lugar
para poner en aviso a Víctor Landaeta y, por contado, a Edgardo. Cuando vio
asomar al hombre con la mano en el cinto, en posición de guardia en alto, supo
que su patrón venía de salida.
Efectivamente, Víctor
Landaeta apareció sobre la calzada, tras el escolta. Venía junto a Edgardo y
Dámaso. Tan pronto divisaron a Félix, se le encimaron para que les contara los
detalles del asunto. Momentos después, Víctor ordenó que lo llevaran a la casa,
para buscar la camioneta e irse a San Vicente. Edgardo y Dámaso se fueron
juntos en el Jeep Willy del doctor,
para recoger una de las dosis de suero antiofídico que guardaba el galeno en su
casa, quedando de encontrarse todos en la salida hacia el pueblo, y viajar en
caravana.
La noche estaba cayendo,
cuando la Ford F-100 y el vehículo de Dámaso entraron a la
“Pinzoniana”, nombre que Edgardo le había puesto a la finca donde vivía con
Julia y la prole común. Desde que les abrieron el portón, notaron un desvarío: las
mujeres que trabajaban en la casa estaban ahí, con sus crías, sobre la terraza
que anticipaba la sala, en una especie de espera ritual, rumorando y
compartiendo chicha.
-¡Aquí lo que tenía que
pasar, pasó!- le dijo Edgardo a Dámaso, en tono seco, bajándose del carro, a
prisa; y marchando al encuentro de Víctor, quien había descendido antes que él
y estaba parado, junto a la camioneta, esperándole, con los ojos puestos en la
terraza. Al llegar junto a su yerno, encontraron sus miradas, y Víctor le dijo:
-Yo como que le llegué tarde a Gilda.
Imágenes: amalurra.eus y faneconews.com
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Por aqui paso a saludarte !!! Sigue escribiendo mas hermanita.
ResponderEliminarEspero llevarte la novela en versión impresa.
Eliminar¡Excelente¡
ResponderEliminarSeguiré escribiendo, para ustedes, quienes leen, existen esas letras.
ResponderEliminarExcelente trabajo!!!!
ResponderEliminar¡Gracias!
Eliminar"La cucha ya la consultó, oiga lo que ella le dijo, ella nunca se equivoca". La cucha siempre es sabia.
ResponderEliminarExcelente mami 😍
ResponderEliminarMuy bueno mami. Cómo siempre!
ResponderEliminarSaludos Aminta, muy bien, la temática muy original. .. las tradiciones, la lucha , la sabiduria de los pueblos.
ResponderEliminarHéctor.
¡Gracias por leer y déjarmelo saber! A ustedes les entregaré la obra impresa, tan pronto se edite.
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